martes, 31 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Última entrega)
Creo recordar el chirrido de unos goznes... un resplandor de candil enrojeciendo las telas que me envolvían, y manos anónimas colocándome en lo que presiento era un cofre de madera lleno de paja, para ser “cargada” en un carruaje, y ya no me ruboriza pensarme en mi realidad de “carga”, para bambolearme por días en mi oscura cama vegetal. No estoy segura, como de tantas otras cosas de esa época, pero columbro que junto conmigo viajaban los dos hombres que decidieron mi futuro, y cuando pienso esto, sí que me indigno: ¡unos míseros humanos decidir mi futuro! Me indignara o no, terminaron por bajarme en algún lugar tan recoleto como la cava de la que venía, sin sacarme de la cuna en la que dormitaba... No sé el lapso que transcurrió, pienso que breve, hasta que de madrugada fui nuevamente llevada en carruaje a lo que vi, cuando me liberaron de mi prisión de madera y paja, era tierra de labradío, para colocarme en una fosa similar a la que me acunó durante lo que creo fueron siglos, pero para mi sorpresa no me taparon... ¡Estaba tan confundida, más aún cuando escuché decir que acababan de encontrarme en ese lugar!... Confusión que enredó los sucesos de esos días: gente que venía a verme de la villa cercana, mi encierro nuevamente en el cofre de la paja, más traqueteos y barquinazos, parloteo de quienes manipulaba mi caja, pasos que subían escaleras, y por fin nuevamente el sol en lo que era un balcón suspendido sobre una plaza. Allí fui instalada por dos días para que el pueblo me adorara, y llegue a conmoverme al ver la gran cantidad de fieles que concurría a contemplarme en bulliciosa oración...
Algo ha quedado grabado con nitidez de ese lapso: un señor venido desde la Galia a verme, al que trataban con mucha deferencia. Mucho me observó, atusándose sus ridículos bigotes enhiestos como astas de toro. Sin duda reconoció mi origen divino y se interesó en comprarme; hasta ahí el halago, y luego, ¡luego la vejación del chalaneo!... Me pareció que aquellos truhanes debían ser fenicios por la forma en que negociaban, hasta que finalmente columbré que se había cerrado un trato y retorné a sumirme en la íntima niebla de mi vida interior dentro de mi urna, mientras se reiniciaban las subidas y bajadas de carruajes, las breves esperas en lugares silenciosos, el dulce mecerse de un viaje por mar, y nuevamente el subir y bajar de vehículos...
Así llegue a mi suntuoso penúltimo templo, donde desde arriba de una columna podía contemplar a mis adoradores en los que veía rostros de todas las razas del mundo, que me contemplaban con admiración y en respetuoso silencio. Eso me entusiasmó por pocos días ya que el gentío terminó por hastiarme, dejándome caer sin resistencia al reparador gozar de los recuerdos, a vivir dentro de mi cáscara de piedra, a recordar lo que ahora recuerdo.
Pienso que a medida que el tiempo ha pasado, más profundamente caigo en los pozos de oscuridad y hasta creo que ya poco me importa salir de ellos... ¿Hubo otro viaje?... Sí, lo hubo, después me enteré que de regreso a Hispania, siempre dentro de un sarcófago, pero no me interesa recordar los detalles; prefiero olvidarlos tras la dulzura de mi sopor. Una sola cosa conmovió por aquellos días la quietud de la nada en la que, de tanto en tanto, meditaba: ¿qué sería de la Historia sin mi mano al timón de la Guerra, la vieja partera de su evolución?... Nunca lo pude saber con certeza, encerrada en mi templo y sin posibilidades de otear el presente y futuro como otrora, pero sí confío en que los milenios bajo mi férula no pueden haber pasado en vano para la Humanidad, deben haber dejado simiente en su espíritu; no es posible que halla tirado por la borda los esfuerzos que hice para que el gobierno de sus destinos estuviera en manos de los más aptos para dominar, imponer, esclavizar a los ineptos e inferiores, asegurando la marcha permanente por la empinada cuesta del progreso, siempre resbaladiza por la sangre, las lágrimas y el sudor; y con esa idea tranquilizadora torné a hundirme en las profundidades del olvido...
Solamente rompió la oscuridad de mi no existir los resplandores de extrañas cajas negras, engendros de Júpiter ayudado por su herrero Vulcano, seguramente, el día en que me entronizaron en mi nuevo templo en Hispania; donde diariamente cientos de fieles me contemplan. Pero ya nada de lo que ahora suceda me interesa, prefiero quedarme en mi única realidad, en ser yo misma, Ishtar, la hija de Antú, la amante de Tammuz; la Shaushka de los hititas; Astarte para los filisteos; Indrani en los confines de la India; Tanit entre los cartagineses; Danu para los celtas; la Hathor de los egipcios; Afrodita para los griegos; la que gobernó la Guerra y el Amor; la Gran Señora que desde siempre ha moldeado a su antojo a la Humanidad, como un alfarero al barro entre sus manos; la misma para quien el Gran Rey Salomón hizo construir un templo en las cercanías de Jerusalén...
Desde el día en que los resplandores perturbaron por primera vez mi ser, me sumerjo cada vez más en la oscuridad inicial, aquella anterior al escoplo fatal que me sacó de la roca; en esta oscuridad en donde floto sólo perturbada por un pensamiento que da vuelta en mi sesera como un eco infinito que resuena repitiendo una y mil veces: “Qué triste realidad de aquel ser que como yo se ha visto obligada a resignar sus atributos divinos, para quedarse únicamente con los dones de la memoria y la comprensión, aún cuando para una piedra no es poco... Que tristeza profunda me embarga cuando tomo conciencia de estar atrapada por las telarañas de la vejez que embotan mi mente y la hacen deambular por un laberinto desorientador en donde todo se confunde: la realidad actual, los recuerdos de la eternidad transitada y los fantasmas de la ensoñación, hasta el punto de no poder discernir si realmente mis fieles de hoy me llaman respetuosa y devotamente “La Dama de Elche” , o es sólo una fantasía engendrada en las profundidades de mi ancianidad atemporal....”

La “Dama de Elche” se encuentra actualmente en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, España.





La "Dama de Elche" y una fotografía de cuando fue llevada para exponerla en el museo de El Prado de Madrid.
Ultima entrega.
Alfonso Sevilla

viernes, 27 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)



(Entrega 11 y penúltima)
Después de un tiempo que no puedo ahora calcular, una noche volví a sentir los brazos del romano que sin muchos miramientos me extrajeron del saco para bajarme a un nicho, a punto estuve de decir sarcófago ya que las paredes del pozo donde me encontraba habían sido recubiertas con lajas, y allí quedé por unos instantes gozando de un cielo profundo plagado de estrellas que me saludaban respetuosas con sus guiños, al reconocer mi calidad divina. De pronto las manos suaves de Frigia comenzaron un ritual de caricias mientras me uncía con fragante óleo y murmuraba alabanzas a la Gran Señora de la Guerra, la Fecundidad y el Amor pronunciadas con voz quebrada por sollozos, y por última vez me sentí envuelta en el vaho que escapaba del diminuto pebetero que Frigia siempre encendía en mi honor. La esclava estaba arrodillada en la tierra, recortando su silueta sobre el tapiz de las estrellas, y mientras sus manos recorrían mi cuerpo de piedra sus trenzas rozaban mi rostro, y sus lágrimas se mezclaban con el aceite sagrado sumándose a aquel rito de adoración, quizás el más sentido que recuerde. Más arriba, proyectando la negra silueta de su cuerpo hacia las estrellas, la recia figura de Julius, cuya rostro nunca conocí, urgía a Frigia a terminar de una vez con la despedida. Una mano del esclavo se posó sobre el hombro de la persa y ella volvió su cabeza para mirar a su amado, retornó sus ojos a mí, apenas dos destellos de devoción en la sombra de su rostro, depositó a un lado de mi cabeza el pebetero y sus manos corrieron sobre mi otra laja, trozo de oscuridad absoluta que cegó la única comunicación con el mundo de los mortales... Las tinieblas se hicieron y el sonido de la tierra que caía sobre la laja se convertía en vibraciones que pesaban sobre mí para sumirme en el fondo de la oscuridad que lentamente se iría convirtiendo en nada, en ausencia de todo, en universo vacío en el que solamente flotaba yo... un yo que lentamente dejaba de tener conciencia de si mismo al sumirse en el sopor total, confundiéndose en la masa silenciosa de la eternidad por la que tantas veces había transitado...
Y así la nada absoluta retornó a ser mi única realidad, así como la eternidad mi medida del tiempo, hasta que en algún momento fui conmocionada por vibraciones que licuaban la extraña solidez de lo infinito... Un escalofrío recorrió mi cuerpo de piedra, como cuando el cantero me liberó de la roca, allí en la lejana y hermosa Rodas, reviviéndome una experiencia que por repetida, fue para mí mucho menos lacerante. Otra vez las vibraciones se hicieron sonido, y nuevamente el tiempo retornó a ser comprensible para mí. Como en tantos otros momentos de mi existencia de piedra volvió la luz a herir mis pupilas pétreas, pero esta vez no fue un mar enceguecedor: la luminosidad, colada por las hendijas entre la laja que hacía de tapa y las paredes de mi rústica hornacina, se hacía finos estiletes que trazaban sus cicatrices en la nube de polvo de mi sarcófago.
En mi esfuerzo por recordar en estos tediosos días de sopor en mi actual y último templo en que estoy entronizada, puedo reconstruir sólo jirones de lo que fue mi existencia después de abandonar mi obligada era de navegar eternidades tenebrosas. Por mi mente fatigada transitan episodios aislados, difíciles de ser puestos en un orden que permita reconstruir la totalidad de lo acontecido; todo queda tras una nebulosa tan cerrada como el misterio del tiempo en que aletargada permanecí en la tumba o escondrijo, nunca lo supe bien, hasta que algo me ayudó a salir del sopor... Era la sensación de ser asida por manos de ásperos dedos que con torpeza se introdujeron bajo mi espalda, intentando sacarme de la hornacina recién abierta y fallaron al primer intento.
-“Vaya, como pesa”- dijo una voz áspera en un idioma que si bien entendía, era la primera vez que escuchaba.
Las manos buscaron un mejor asidero y para mi vergüenza se introdujeran en la cámara que habían labrado en mi espalda.
-“¡Anda!, si tiene un “aujero” en el lomo”- dijo la voz, deformada por el esfuerzo que hacía para retirarme de mi pequeño santuario.
En mi rememoración una oscura silueta se recorta sobre el fondo de un cielo brillante de verano... aparezco fuera del pozo frente a un hombre rústico vestido con una serie de tubos de tela, negros los que cubrían sus piernas y blancos los de su torso y brazos, que se quitaba un gorro muy apretado a su cabeza con el que se secaba el sudor de su frente... No sé de sus facciones, sólo su desparpajo al mirarme se ha grabado en mi ser... ¿sus labios sostenían un tubito amarillento del que chupaba humo, o únicamente esa imagen es producto de la ilusión de mi mente anquilosada por el sueño de siglos?... no lo sé... pero sí estoy segura de que sus ojos eran vivarachos, agazapados bajo negras cejas y que saltaban de mi persona de piedra a mi diminuto sarcófago.
-“Coño, que la niña traía sus petates con ella”- dijo arrodillándose para sacar de la fosa el pebetero totalmente deslucido por el verdín, dejándolo en el suelo sin darle ninguna importancia; ¡así terminaba el piadoso exvoto de Frigia! El hombre permaneció unos instantes contemplándome con los brazos en jarra, desató un mulo atado a una aparejo con una cuchilla enterrada en el suelo y unos maderos que se abrían hacia el cielo como astas de un toro, lo montó y, mientras se alejaba, mirándome dijo:
-“Esto seguro le interesará a D. José.”
Me quedé sola y aturdida por los tremendos cambios que habían pasado en tan poco tiempo, y fue en ese contemplar el paisaje aletargado por el calor, cuyas líneas se hacían lánguidas como si se derritiera bajo ese sol de mediodía... Y en esa contemplación perdí la nitidez del recuerdo, me sumergí en el sopor, las imágenes se hicieron nuevamente trazos aislados y el tiempo dejó momentáneamente de existir...
Dos hombres arrodillados a mi lado, aproximaron a mi rostro imperturbable sus bigotes ridículamente atusados... Quizás uno de ellos se quitó un vidrio que llevaba sobre uno de sus ojos para mirarme con mayor precisión... cuchicheos entre ambos...
-“Sin duda es antigua, ¿no te parece?”
-“¡Y vaya si lo es!, habría que hacerla ver por alguno que sepa...”
-“¿Y tú conoces a alguien?”
-“Yo conozco a Don Pedro, ¡tú sabes a quién me refiero!...”
-“Ya, ya. Hace un tiempo anduvo en algo parecido, ¿no fue él?”
-“... un sobrino político creo...”
-“... guardar esto en secreto... ¡esta misma noche viajo a Valencia!”
-“... la guardamos en el cortijo... ¿Quién sabe de esto, además de nosotros?”
-“... el Anselmo... es de confianza...”
Creo haber sido cargada en un carruaje envuelta en trapos sucios... barquinazos... zangoloteos... frases sueltas, trozos inconexos de algo que me comenzó a parecer una tramoya, pero no de las que a mí me agradan en la que se juegan el destino de naciones e imperios, sino de otra de objetivos tan mezquinos que en distinta circunstancia ni hubiera perdido el tiempo en escuchar.
-“... que ya en una oportunidad vendieron una...”
-“... no, con el gobierno no querrá negocio, que todavía no ha cobrado ni un real...”
-“...Anselmo, escóndela bien en la cava... y quédate con el chisme de bronce que encontraste en el hoyo, eh. Y recuerda, ¡sordo y mudo!, toma estos duros y a callar.”
El bochorno me sacó del dormitar el olvido... Jamás me sentí tan vejada, ni aún en El Pireo, cuando era manoseada por marineros y prostitutas, pero yo ya nada podía hacer, ¡solo aguardar mi destino de estatua!
Fuerzo la memoria y algunas sensaciones reaparecen abriendo camino a otras... acre olor a humedad, oscuridad, barricas de vino... esta vez no eran las ratas mis compañeras, sino las arañas que cansadas de trenzar sus sutiles trampas entre barriles, les debe haber parecido creativo anclar algunos de sus cabos en una diosa... Pasó el tiempo ... ¿algunas semanas?... es posible... En el silencio de la bodega en el que me adormecí, resentida esta vez con la buena de Frigia por haberme sacado de Numancia, ya que estaba segura de que me había privado del espectáculo de la inevitable victoria romana y el escarmiento posterior, seguramente mucho más pródigo en sangre, fuego y orgía que en Mileto, el que tanto me satisfizo; pero en fin, las viejas diosas de piedra nos vamos resignando con el paso de los siglos a ser juguete de los acontecimientos, los que otrora manejáramos a nuestro antojo. (Continuará- Última entrega se hará el miércoles)

Alfonso Sevilla

martes, 24 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 10)
Ya había tenido experiencias como esas así que no me sorprendí para nada; todo parecía una escena de la vida real que sucediera en una madrugada de tenue luz, entre jirones de nieblas, y con las alucinaciones propias de lo onírico. Tomé al joven romano tiernamente pasando un brazo por sobre sus hombros, como si su abuelo realmente fuera, y lo conduje hasta lo alto de un otero cercano, desde el que se podía ver la totalidad del mundo. El joven no cabía en si de su asombro al sentir a su antepasado a su lado retornado de la muerte, y en un momento su emoción fue tal que comenzó a llorar en mi hombro; en la figura de su abuelo lo abracé tiernamente y mientras lo acariciaba le prohibí aflojarse a sus sentimientos, y señalándole la ciudad de Cartago que la teníamos muy próxima, le dije: “¿Ves aquella ciudad, que fue forzada por mí á rendirse al pueblo romano? Pues ahora renueva las antiguas guerras y amenaza nuevamente a nuestra Roma. En este bienio serás cónsul y la destruirás, y eso te valdrá que te llamen “Africano Menor”.
Pese a mi dureza de diosa, no pude dejar de emocionarme por la forma en que mi “nieto”, se inflamaba de amor patrio, hinchaba su pecho y sus ojos brillaban exaltados ante la bendición de poder servir para mayor gloria del Imperio.
En realidad nunca supe si cuando obraba así, perforando el tiempo en mis vuelos por la eternidad, hacía vaticinios o simplemente, pudiendo mirar el pasado y el futuro, decía lo que sabía que en alguna dimensión temporal ya había sucedido, o si bien mis predicciones eran las que forzaban a que los acontecimientos sucedieran, aún cuando yo los viera en el futuro... Ese es uno de los pocos misterios que mi condición de diosa no ha logrado penetrar, pero tampoco importaba mucho a mis fines, lo que me preocupaba es que la historia siguiera el curso que habíamos previsto, y como lo que veía en el futuro era siempre lo que deseaba que sucediera, quiero creer que era yo con mis visiones la que disponía el decurso de los acontecimientos.
En fin, nuevamente mis pensamiento vuelan en disquisiciones fútiles, apartándome de lo importante, Escipión. Continué jugando en su ensoñación, y siempre desde el otero del mundo reanudé mi discurso al joven romano: “Hijo- le dije- después de celebrar el triunfo en la Roma de nuestros amores serás nuevamente elegido cónsul para terminar una guerra tremenda en aquella península que ves, Hispania, que ya para aquel entonces le habrá costado a nuestra Roma el prestigio que con nuestra sangre ganamos: más de veinte mil soldados hijos de la loba fueron derrotados y vejados por los celtíberos fortificados en aquella ciudad que allí ves levantar sus murallas, y cuyo nombre es Numancia”
Satisfecha vi como los ojos del joven se inflamaban cuando le relataba las humillaciones de nuestras águilas arrastradas por el lodo, y sus soldados reducidos a la esclavitud o sacrificados en masa. El odio, junto al amor a la patria, me habían servido de mucho en el pasado y ahora nuevamente los tenía a mi disposición. Había que darle un toque de optimismo y exaltar su orgullo, por qué no, con el almíbar del reconocimiento de la Patria.
Y continué diciéndole: “Tú, “Africano Menor”, vengarás la dignidad vejada de Roma, levantarás del suelo sus águilas y asolarás a Numancia. Pero la Fortuna sólo te será favorable si te esfuerzas, si te preparas a ti mismo y si logras que tus legiones sean las que mejor combatan de las que portan águila a su frente. Si así procedes devolverás la dignidad de la Patria, que te distinguirá agregando a tu cognomento de “Africano Menor”, la de “Numantino”, todo para que Roma retorne a la cúspide del mundo.”
Esto fue todo lo que hablamos en sueño, Escipión el Africano Menor, y yo en la figura de Publio el Africano Mayor, y esas fueron las simientes que a través del tiempo fructificaron de la forma que yo esperaba. Sé que años después un tal Marco Tulio Cicerón mencionó en su “De la República” este sueño, pero recargado con adornos que no son reales. No importa, en mis pensamientos yo sé que ese sueño fue tal como lo rememoro en este momento... aunque quizás Escipión, en su ensoñación, vio cosas que yo jamás sugerí.
Esa fantasía que por mi voluntad viví en el tiempo, el espacio y la voluntad de uno de los grandes de Roma me sacó del sopor en el que había permanecido en aquel tiempo oscuro de Hispania, y así comencé a tomar conciencia de la realidad que se vivía en Numancia. Viriato había sido asesinado; Escipión, mi nieto en el sueño, comenzaba a establecer el cerco de la ciudad, sin pausa, sin apresuramientos pero con una calidad de experto que no habían demostrado sus antecesores. En la fortaleza nada sería igual desde la llegada de ese romano; el fantasma aterrador de la derrota se asomaba tras el horizonte del futuro, pero la posibilidad de quedar a merced de Roma no fue nunca aceptada por los numantinos. Ya fueran los grandes señores, o aún los esclavos, nunca caerían vivos en manos del enemigo... Claro, cada uno tenía sus formas de no caer vivos, la mayoría inmolándose en el combate o juramentándose a matarse entre si en caso de ser vencidos... Otros, muy pocos, pensaron en la huida cuando todavía el cerco no estuviera cerrado. Tal el caso de Frigia, mi sierva de ojos de gacela, que en aquellos días cada vez lucían más tristes... de noche permanecía postrada a mis pies concentrada en su oración, o bien me encendía incienso en el humilde pebetero que ella había traído para mí.
Su empecinamiento terminó por atraer mi atención y nada me costó leer sus súplicas: la niña estaba enamorada de un soldado romano desertor que había caído en mano de los numantinos; de nada le valió su defección y fue reducido a la triste situación de esclavo, y por sus condiciones de soldado dedicado a enseñar el arte de la guerra a los jóvenes de la casa. Frigia y el romano, Julius creo que se llamaba, estaban decididos a huir hacia una libertad difícil, pero siempre mejor que caer en manos de las legiones de Escipión que querrían con seguridad hacer un escarmiento bañando con la sangre de Numancia la faz del mundo, o por lo menos la de toda Hispania... y a Julius de nada le serviría su situación de prisionero ya que estaba convencido de que su nombre figuraba en la lista de desertores que tan prolijamente llevaban los romanos.
Ya he recordado la forma en que había aprendido a apreciar a Frigia: su devoción, su capacidad para reconocerme como la diosa de sus padres, la Gran Ishtar, habían abierto mi espíritu a sus súplicas y estaba dispuesta a usar de todos mis poderes para que sus deseos se hicieran realidad, y así fue... Cuando recuerdo a mi adoradora, se cruza en el tul de mi pasado otra súplica, también de una mujer, Aspacia... Pero no deseo mezclar tiempos, personajes ni sentimientos, que ya para embrollo, ¡suficientes con fantasmas de veinte y cinco siglos!
Arreglé mediante mis artes un escape nocturno lo que no me costó nada, acostumbrada como estaba a jugar con piezas mucho más pesadas... El problema de Frigia y Julius era para mi un juego de niños que no me exigiría esfuerzo alguno. Y así fue como ambos lograron trasponer murallas, guardias celtíberas y patrullas romanas, todo de acuerdo a lo que yo había previsto... ¡salvo una cosa que cambiaría mi existencia posterior!: mi adoradora no quiso desprenderse de la diosa de sus padres, y la noche en que ambos dejaban Numancia sentí los fuertes brazos de Julius que me abrazaban en la oscuridad, para introducirme en lo tenebroso de una alforja, y mi sueño de eternidad fue acompasado por días de cabalgar entre tinieblas o bajo soles lacerantes que caldeaban la bolsa que me acunaba. (Continuará- próxima entrega el sábado)

Alfonso Sevilla

viernes, 20 de julio de 2007

EL ENCADENAMIENTO DE LOS TIEMPOS PASADOS (VI)


Entrega 6
Las religiones. Lo que los jesuitas en Argentina nos enseñaron hace tiempo
Tomado de un texto de Yayo Monterano-Julio 2007

En la serie de notas sobre “Otros tiempos Pasados”, vamos abordando diversas facetas del comportamiento temporal y espiritual de distintas sociedades, pretendiendo entender el comportamiento humano y si con esta metodología, podemos identificar los patrones de conducta que existen desde antes del homo erectus hasta hoy día.
Vayan y enciendan el Mundo
Recorrer las ruinas jesuíticas en Misiones y sus alrededores es adentrarse en un mundo de maravillas pasadas. Las leyes que las regían fueron modelo en el logro de una excepcional administración, que permitía acercar a sus habitantes, los guaraníes y los jesuitas, a convivir en armonía, felicidad y plena sabiduría.
Hace 350 años estos evangelizadores tuvieron que luchar contra la naturaleza virgen y la codicia de los conquistadores. Esta historia de la humanidad, la emprendió San Ignacio de Loyola, señalándole a sus sacerdotes: “Vayan y enciendan el mundo”.
Origen de los jesuitas
La Compañía de Jesús fue fundada por San Ignacio de Loyola en 1534, iniciando una importantísima acción predicadora. Partieron hacia todos los continentes, llegando a lugares poco o nada desarrollados. Sus superiores les encomendaban expresamente el aprendizaje de las lenguas nativas de cada lugar, el conocimiento de sus culturas y la obtención de permisos para la instalación de escuelas, colegios, universidades e instituciones humanitarias.
Fue grande el contraste con la conquista militar y de dominación que imperaba en el mundo.
Lo cierto es que la evangelización en tierra misionera fue un ejemplo formativo y no tuvo nada que ver con el violento choque cultural que significó la conquista del resto de América.
Su obra iba a ser de más de 150 años, a partir de 1600, una de las acciones humanitarias y religiosas sin parangón en la historia de la humanidad.
Los jesuitas permitieron a los indios transformarse en ciudadanos libres, útiles a la sociedad, en un todo igual a los españoles y de muchas maneras, superiores cultural e intelectualmente.
Afirma Voltaire en Cándido, “La instalación de los jesuitas en esas tierras fue un triunfo de la humanidad, expiando la crueldad de los conquistadores”
También Diderot se refirió a su ejemplo: “Las leyes de las misiones fueron un modelo de una administración hecha para dar a los hombres felicidad y sabiduría”.
Grandes filósofos e historiadores del Iluminismo exaltaron su obra en territorio misionero, en contra de la leyenda negra escrita por Clovis Lugon, La República comunista de los guaraníes, que los desacreditaba.
Este autor sostenía que los jesuitas buscaron organizar sus misiones con un espíritu comunista riguroso, heredado de la Iglesia primitiva, y que sólo debieron renunciar por la presión de la Corona Española.
Montesquieu alaba en esa realización jesuítica “la idea de la religión unida a la humanidad”, y afirma que no trataron de hacerlos primero cristianos sino hombres; nada separa al hombre del cristiano, éste es la perfección del primero.
Los principales jesuitas fueron el padre Javier Urtazun, que murió a los 26 años y el padre Antonio Ruiz de Montoya, entonces superior de las misiones guaraníes, quien fundó 11 reducciones.
En su libro La conquista espiritual, hace un comentario que habla por sí solo de la filosofía de las misiones jesuíticas. Cuenta que al llegar a la reducción Nuestra Señora de Loreto y encontrar a los padres José y Simón, “hállelos pobrísimos pero ricos de contentos.....”
Las Ruinas
Las Ruinas de San Ignacio Mini son de 1600 y fueron declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1983. De sus construcciones edificadas en piedra del lugar llamada “tacurú”, quedan solamente ruinas.
Éstas, como las otras reducciones, estaban organizadas para alojar a las diferentes categorías de los jesuitas, con un confort propio de personas sumamente inteligentes y estructuras avanzadas para la época.
Tenían agua corriente, para lo cual la almacenaban en una cisterna en los más alto y mediante piedras bajo tierra creaban acueductos que proveían de agua a toda la misión. También poseían cloacas, cocinas, bodegas y una organización habitacional de una admirable perfección.
Además erigieron escuelas, ya que una de sus principales preocupaciones era la instrucción y educación de los indios guaraníes.
Su organización
Sería demasiado largo exponer aquí la evolución material y humana de las reducciones. Vale remarcar la maravillosa organización que lograron y la manera humanitaria con que incorporaron a los guaraníes a una vida civilizada y a la construcción de excelentes poblaciones jerarquizadas y productivas, con iglesias fastuosas donde la escultura competía con la arquitectura.
Los aborígenes dejaron de vivir en promiscuidad para hacerlo en sistemas de bloques de casas separadas y destinadas cada una a una unidad familiar.
Las reducciones eran desde el punto de vista urbanístico, muy superiores a las ciudades que las rodeaban -pobres y desprovistas de todo otro confort-, a excepción de Buenos Aires y Córdoba.
Estas reducciones era regidas por un sistema administrativo complejo de ordenada coordinación, que aseguraba su buen funcionamiento.
Además, disponían de un código penal y de un aparato judicial, en el cual, a diferencia del europeo, estaba abolida la pena de muerte y prohibida la tortura.
El sistema económico presentaba rasgos de una federación de ciudades, en los que cada reducción era una unidad económica independiente.
A veces surgían conflictos entre algunas de ellas; si embargo, la solidaridad y su intercambio sociocultural estaban organizados de tal manera que en el conjunto de las actividades productivas y comerciales se resolvían rápidamente los problemas, ofreciendo una imagen de verdadera economía nacional.
El final
Estas reducciones fueron destruidas una tras otras por los bandeirantes de Raposo Tavares. Sólo sobrevivieron al vandalismo Loreto y San Ignacio Mini.
En 1743, el rey de España, Felipe V, los declara inocentes de todas las burdas e interesadas acusaciones que habían sido objeto y se identifica con ellos.
Por medio de la Cédula Grande, se les confiere a las misiones guaraníes un status jurídico que consagra las reglamentaciones establecidas por los misioneros a través de 130 años de experiencia y concede a los indios de las reducciones, los privilegios acordados por sus predecesores, llegando a proclamar: “No existe lugar en las Indias donde mi soberanía sea más reconocida que en las reducciones”.
Pero a pesar de esto, 25 años más tarde, por decreto de su sucesor Carlos III, los jesuitas son brutalmente expulsados de toda la América española y las reducciones libradas a una conducción corrupta e ineficiente, que gracias a la incompetencia de sus conquistadores fue derrumbándose lentamente, hasta transformarse en ruinas en la primera mitad del siglo siguiente.
Los jesuitas edificaron cultura e intelecto, no construyeron cuarteles ni armamentos para la guerra. Sus proyectos fueron concentración, urbanización, socialización, evangelización, educación y civilización.
Edificaron sabiduría, felicidad y vida comunitaria y todo esto lo sabían hacer y muy bien.
El poder que priorizó lo material las destruyó, pero aun perdura en varios americanos del sur, su invalorable espíritu y su ejemplo para toda la humanidad. (Continuará)
Alberto Gatti

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 9)
Ya en la intimidad de mi penumbra solitaria sentía que alguien en aquella casa me adoraba, que alguien me percibía como un ser superior, que alguien sufría por el vejamen que había sufrido, que alguien se ponía bajo mi protección divina. Mi percepción había sido acertada, un día, desde las sombras apareció una esclava persa; creo que la llamaban Frigia por su lugar de origen; fue la única persona, si tal se puede llamar a una esclava, que me miraba con respeto, creo que hasta con temor; sin duda había reconocido en mi a la Ishtar venerada en su tierra... En ese mi primer encuentro Frigia, con sus ojillos vidriosos por las lágrimas, con devoción y mano temblorosa me limpió del polvo de caliza que me cubría, en unos de actos de adoración más sinceros que recuerde. Hasta mis días actuales ha quedado en mi memoria profunda algo del aroma del incienso que alguna noche encendió ante mí, y el destello de sus negros ojos de cervatillo temeroso brillando a la luz de un candil...
¡En fin!, pese a esa alentadora y cálida compañía, una gota apenas en medio de la mar de iniquidad y olvido que me rodeaba, pienso que estaba transitando el más negro de mis períodos de piedra, digno tan solo del olvido y la oscuridad, y en el que me sumí en el sopor más profundo que me fue posible, como forma de evadirme de tanta humillación...
Había pensado que la última vez en que pude influir directamente sobre los hombres fue cuando insté al Tirano de Mileto a encender la chispa de la guerra, y a medida que me sumerjo en la profundidad de mi mente descubro que en mi período hispánico pude realizar otra de mis jugadas maestras, esta sí la última, en la que empeñé lo que restaba de energía divina atesorada en mi cuerpo de piedra.
No sé de donde surgió la idea primigenia, indago e indago, como lo hacían los atenienses, en la búsqueda de la causa primera y ésta se hace esquiva, me evita, se oculta entre las telarañas de mi vejez que dificultan mi investigación; quizás también en mis épocas atenienses se me pegó el vicio de la racionalización, o quizás el origen de todo se debe al vestigio de divinidad que queda en mí y que me hizo entrever otra de las grandes oportunidades de encender una hoguera que iluminara la posteridad.
Por aquellos días el Imperio Romano, al que, como ya pensé con anterioridad estaba aprendiendo a admirar, parecía haberse atascado en Hispania. Pese a la brillantez con que había dominado a Cartago, después de la batalla de Zama no había concluido en forma la tarea y había dejado las larvas de ese poder naval y comerciar con el que no se podía convivir; yo necesitaba un Amo del Mundo indiscutido y tan poderoso que produjera un gran cataclismo a su turno de caer, para que con su estruendo diera un nuevo empellón hacia delante a mi hija dilecta, la historia. Y para mi desilusión la península ibérica comenzaba a transitar un camino de tranquilidad, similar a aquel del Mediterráneo que me enervó a tal punto de obligarme a desencadenar las Guerras Médicas...
¿Cómo era posible que el poderío de Roma conviviera con los bastos celtíberos?... ¿Por más federación que fuera el Emporión, Gádiz, y Ebessus, podían pretender hablar de igual a igual con quien habíamos destinado a ser el dueño del mundo?... ¡No, si Roma aceptaba esa situación humillante no sería digna del papel previsto para ella!... ¿Y si no era ella, quién podría empujar los tiempos en su evolución constante? No había nadie a la vista, y en lo que presentía era mi última actuación como alarife de la evolución constante, algo debía hacer para cerrar con dignidad mi trayectoria brillante a lo largo de los milenios; mi última obra debía ser transitada a pasos seguros hacia el futuro, evitando el vacilante andar de un párvulo indeciso entre cuadrúpedo y bípedo.
En un esfuerzo, quizás el postrer, me introduje entre los misterios del devenir del hombre, y como en aquella oportunidad en que la figura del Tirano de Mileto apareció ante mis ojos, así también atisbé un pueblo, el lusitano, y un caudillo, Viriato; ambos serían capaces de plantarle cara a los romanos, sólo había que ayudarlos. ¿Cómo?... Al pueblo, haciendo uso de mis últimas energías de diosa, lo cargué de orgullo nacional y valor; y al caudillo le metí en la sesera el férreo sentido de responsabilidad ante su gente, a la que no podía dejar librada a los designios de unos extranjeros venidos del Norte, por más poderosos que fueran, aún cuando hubieran sido quienes derrotaron al Gran Aníbal... Todo iba bien, pero la genialidad mía estuvo en ponerles al frente a jefes mediocres del Imperio Romano, de forma tal que los éxitos primeros fueran de los lusitanos lo que encorajinaría a los celtíberos a sumarse al alzamiento... ¡y así sucedió! Yo no necesitaba impulsar a los romanos, que de por si no permitirían un levantamiento en Hispania. Recuerdo que por aquellos días yo parecía decidida a dejar el escenario armado como estaba, pero otra chispa de mi divinidad me iluminó para dar el golpe realmente artístico a la que intuía sería mi obra póstuma.
En las nieblas de la eternidad descubrí a un romano, Publio Cornelio Escipion Emiliano, nieto del “Africano Mayor”, Paulo, el vencedor en Zama. El, siguiendo los pasos de su abuelo, destruyó Cartago, lo que le valió el mote de “Africano Menor”, terminando para siempre con la amenaza cartaginesa en el Mediterráneo...
Para mí, arrancar al Senado romano la orden “¡Delenda est Cartago!” no había sido tarea fácil, y no podía permitir que todo se viniera abajo por unos bárbaros. La jugada haría había sido brillantemente urdida; logré que el “Africano Menor” fuera designado gobernador de la Hispania Cisterior, pero mi posibilidad de manejarlo como lo había hecho con otros personajes no era tan fácil; por más que hurgué en su personalidad no encontré a mis grandes aliadas, la ambición, el endiosamiento del ego, la capacidad de traición... ¿Qué hacer?... ¿En donde hallar un apoyo para que mi palanca moviera la historia? Esa duda carcomió mi interior de caliza por un tiempo, en el cual mis “dueños”, y lo pienso así, en tono totalmente despectivo, una noche se fueron... ¿o quizás debería decir huyeron?, a Numancia, hacia el interior de la península, en el fértil valle del Duero.
Nunca me preocupó las causas que los impulsaron a dejar el Emporión, concentrada como estaba en armar en detalle el descalabro que necesitaba, y tanto buscar entre los vericuetos de la mentalidad de “El Africano Menor”, hallé algo, que si bien no era lo ideal, podría servir para mis fines. Mi “peón” había exaltado hasta la sublimación su amor hacia Roma, y él como gobernador no podía permitir que Roma, su “Ciudad Ídolo” se derritiera en las aguas de su fracaso... ¿Sería eso suficiente?, pensé durante días y meses, y me pareció que no podía dejar el futuro de la historia sostenido por una sola columna; o había que plantar una más, o había que reforzar la existente.
Hasta ese momento todo se basaba en la personalidad de los actores del drama, pero realmente poco había usado de mis potencialidades de diosa, y no era este, en la elaboración de mi obra postrera, oportunidad para abandonar tan valioso instrumento.
Durante días me ensimismé en hacer de mi magia divina el sello que pusiera mi impronta a la obra, y el esfuerzo no fue en vano. Una noche mi espíritu de diosa voló, perforando tiempo y espacio, hasta el campamento de Massinisa, el rey númida que tanto colaboró con el abuelo del caudillo que ahora me preocupaba, amigo dilecto de su familia desde las épocas de Zama. Yo sabía que con el númida se encontraba Escipión de visita por unos días, y por esa magia de la eternidad en la que me movía di un salto hacia atrás en el tiempo para encontrarlo aún joven, dirigiéndose a su tienda después de haber cenado con su anfitrión. Con sumo sigilo repté hasta el interior de los sueños del romano amansando con mi soplo y dando forma con mis manos, a las nubes que su ensoñación comenzaba a condensar, y de pronto me encontré que mis esfuerzos eran premiados ya que yo, en ese sueño de Escipión, me transformé en la imagen de su abuelo, “El Africano Mayor”. (Continuará, próxima entrega el día miércoles)

Alfonso Sevilla

martes, 17 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 8)
Incluso llegué a despreciarlo en un sentimiento que surgía del interior de mi ser de piedra, pero, ¿a qué se debía ese impulso? me he preguntado innúmeras veces... y no lo sé; quizás a la indiferencia que mostraba por la política, mi gran aliada en la creación de enfrentamientos; tal vez por el énfasis que ponía en predicar la justicia, el amor y la virtud como bienes que entendía supremos y que yo los sé por mi eterna sabiduría de diosa: no son más que expresiones decadentes tras la que se refugian aquellos que no son capaces de dominar, de saltarse las reglas, de traicionar, de vejar, de eliminar a los más débiles... Tampoco me preocupa demasiado ese personaje, ¡así le fue!... Bien lo tenía calado Aristófanes que permanentemente lo denigraba desde su triclinio tratándolo como un tendero de mercado en la venta de ideas, en la que la peor siempre aparecía finalmente como la óptima... Me tiene sin cuidado que fuera preso o le dieran la cicuta; bien tonto debía ser porque siempre asistía a las tenidas en el andrón mientras se trataban temas del espíritu, pero cuando se comenzaba a montar la bacanal consabida, que yo no dudo, algo de culto a Ishtar tenía, o cuando menos homenaje a mi persona de piedra, el diminuto pelado se retiraba echando toda clase de maldiciones sobre los presentes a los que acosaba con su dedo agitado al aire, y si no me equivoco, en más de una vez me apuntó a mí con su apéndice acusador...
A tal nivel de confusión he llegado en mis últimos tiempos, que hasta me he planteado el porqué dedicarle tanto tiempo a este insignificante, y porque se me ha quedado grabado entre las remembranzas importantes, ¿tal vez un juego sucio de los años que degrada mi condición divina?... No lo sé y creo que en mi decrepitud, hasta me repito en ideas que comienzan a hacerse recurrentes; sin duda, más que diosa, soy ahora casi exclusivamente busto de piedra memorioso...
Pasaron los tiempos en el andrón y la brillantez de la vida en ese lugar, por cotidiana comenzó a hacerse tediosa, a pasar desapercibido su esplendor, sensación que creo me hundió en uno de los tantos estanques profundos de olvido en los que he sumergido mi existencia. A esas profundidades sólo llegaron la vibración de pocas ideas o sucesos, quizás grabados en mi memoria porque eran precursores de cataclismos que darían un empellón de sangre a la historia en cuyo escenario Grecia ya había jugado el rol que le habíamos asignado...
¡Guerra!, por suerte había retornado, ¿entre quiénes? No lo sabía, ya que mi capacidad de atisbar en los tiempos se me había adormecido junto con la plenitud de mi divinidad... Pericles arrojado por el pueblo como caudillo de Atenas... La peste, otra gran aliada de la guerra, llegó hasta mi en el lamento de los deudos, los quejidos de los moribundos, el rumor de la huida de aquellos que querían salvar sus vidas... El dolor por la muerte de Pericles a manos de la peste... ¡y el silencio!, el silencio de la eternidad adormeciéndome, ya acallado el estallido de la genialidad...
En el sopor en que me hallaba, apañada por las sedas de los recuerdos, sólo existía un polo de luz, una estrella destellando en el infinito: Atenas, que en mi ensoñación aparecía con dos facetas distintas: faro proyectando su brillo más allá de su tiempo, y vórtice succionador de la magia creativa y el talante razonador de su época, despoblando de genialidad a todo el mundo helénico. En realidad, pensé en algún momento de lucidez, muy pocos atenienses brillantes había conocido en la Atenas de Pericles...
No se lo que pasó posteriormente, no tengo recuerdos de aquellos tiempos salvo la oscuridad del manto de mi inexistencia, aún cuando con el tiempo, en algunos momentos de gran concentración he llegado a intuir que fui llevada a Massalia, lo que posteriormente se conoció como Marsella, colonia griega focense por aquellos días. Muchas veces he meditado a qué se debió mi viaje, pero no lo puedo recordar, o bien lo hice en algún cofre o cajón que sumó oscuridad a la amnesia de esos tiempos; de una sola cosa si estoy segura: no me llevó Aspacia, mi adoradora, ya que entre la niebla del olvido logro rescatar imágenes fugaces y diálogos entrecortados; la viuda de Pericles contrajo poco tiempo después de la muerte de su marido un nuevo matrimonio, esta vez con un hombre de negocios muy rico, y en su andrón no se habló más de política o de ciencias, sino de precios, caravanas, flotas, barcos de carga, puertos... ¡en fin!... quizás ese cambio de temática fue el que contribuyó a sumirme en el pozo de depresión que recién recordaba...
Lo de Massalia y el periplo posterior es recuerdo tan fugaz que no puedo precisar si demandó años o siglos, lo mismo que no puedo definir si mis desconocidos dueños emigraron llevándome, fui vendida o bien robada; sí estoy segura de haber sido sacada de un cofre en una casa en el Emporión, en lo que actualmente creo llaman puerto de La Escala, cerca de Gerona, en el país de los celtíberos. Se trataba seguramente de comerciantes griegos tan ricos como ignorantes, o por lo menos así los califique en comparación de los helenos que había conocido en lo de Aspacia; nunca se me asignó un sitio acorde a mi jerarquía, y quizás lo más interesante que escuche en un período de duración indefinida fue la conversación de los siervos, no tan enjundiosa como las de Atenas, pero si llena de frescura y autenticidad. Entre ellos había de todo: algunos con cierta cultura dedicados a la educación de los jóvenes y niños hijos de los dueños de la casa, que miraban con desprecio al resto de sus congéneres y cuyas charlas y afectadas disertaciones, en el griego más cursi imaginable, me aburrían en extremo; caballerizos, mozos de faena y mujeres seguramente dedicadas a las tareas de la casa, de cuerpos toscos y hablar cantarín en un celtíbero que me causaba gracia; y hembras jóvenes bien formadas, de idiomas, color de tez, ojos y facciones provenientes de todas las costas del Mediterráneo; mi mirada avezada supo de inmediato que estas niñas no se debían quebrar el espinazo en tareas domésticas, sino que estaban dedicadas al solaz del señor de la casa y de sus hijos ya garañones, y posiblemente algunas podrían ser esclavas personales de la señora.
Por esos días viví uno de los momentos más traumáticos como estatua: un día, sin el más mínimo miramiento que mi condición exigía, fui llevada a un patio interior, lindante con las caballerizas, en donde me aguardaba un celtíbero de fuertes brazos, que sin el menor pudor me levantó, me colocó sobre una rústica columna de madera, y sin sensibilidad alguna comenzó a golpear con un escoplo mi espalda; sorpresivamente no me causó dolor alguno, pareciera como si la vejez de mi piedra la hubiera privado de la sensibilidad que originalmente poseía, la que descubrí se había refugiado por entero en mi espíritu, y fue allí donde el dolor se hizo bochorno al sentirme profanada por un mal cantero que agujereaba mi espalda, según me enteré por los comentarios de los siervos que se agolparon en su rededor, para que sirviera de urna funeraria que cobijaran las cenizas de la “señora” para cuando exhalara su último aliento. Tan primitiva fue su tarea, y tan poco arte exigía que no creo que le llevara al obrero más de dos días terminarla. Fue el mismo picapedrero el que me alzó en sus fuetes brazos y me llevó a mi recoleto refugio inicial, me colocó displicentemente en mi lugar, y se quedó unos instantes contemplándome con su rostro indeciso entre la sorna y la curiosidad. Al retirarse, en lo que me pareció era un comentario dirigido a él mismo y no a mí, dijo: ”Mujer, vaya peinado que te han hecho.” (Continuará)

Alfonso Sevilla

lunes, 16 de julio de 2007

EL ENCADENAMIENTO DE LOS TIEMPOS PASADOS (V)


Las Razas – Entrega 5
“Raza” es el término empleado para indicar una cualidad distintiva innata en algún grupo de seres vivientes. En este sentido, las señales físicas distintivas de la raza, saltan a la vista para cualquier persona.
En el mundo occidental estuvieron siempre de moda las explicaciones “raciales” de los fenómenos sociales.
En este sentido, se ha considerado que las diferencias raciales del físico, son inmutables y que también, por extensión, ellas evidencian diferencias raciales de la mente de esos mismos humanos. Esta concepción, muy extendida del racismo en Occidente, en realidad tiene poco que ver con las actuales hipótesis científicas. Claramente, es un prejuicio que no está respaldado por sólidos fundamentos y lo podemos calificar como una reflexión seudo-intelectual originada en el plano de los sentimientos.
Esta forma de ver a las razas, surge a fines del siglo XV, cuando nuestra civilización occidental se expande por la Tierra, nacida como consecuencia del contacto, a menudo en condiciones desfavorables, entre sociedades cuyos representantes se encontraban en extremos opuestos de la gama de variedades físicas del homo sapiens.
Este tipo de sentimientos raciales eran desconocidos en la sociedad occidental de tiempos anteriores.
Durante los llamados “tiempos oscuros” de la Edad Media, es decir durante los tiempos que precedieron al último cuarto del siglo XV, se creía que la Humanidad constituía un todo y se dividía a la familia humana en cristianos y paganos; no por diferencias antropomórficas.
Debemos ser justos en admitir que tanto intelectualmente como moralmente esa concepción era mejor porque la religión constituye un factor mucho más importante que el color de la piel. Se pensaba que era algo así como que todas en el rebaño son ovejas, unas pastando en el llano y otras en la montaña, en vez de la consideración actual de que unas son ovejas y las otras son cabras.
A los ojos de los cristianos occidentales medievales, cuando miraban más allá de su mundo, los paganos, no eran inmundos ni unos irrecuperables, sino eran también cristianos potenciales.
Consideraban con toda seguridad, que las diferencias estaban previstas en la disposición del Mundo por Dios. Por ello los artistas solían representar como negro a uno de los Reyes Magos.
El cambio de la concepción anterior a la actual en cómo diferenciar las razas, ha llevado a pensar, de que el convertido sólo puede encontrar su salvación en la fe del hombre blanco, pero aun así y adquiriendo su cultura y su lengua, más aun, participando de la economía blanca, sigue siendo mirado como un diferente, como un extraño y que en el fondo, su participación será diferente, hasta que no cambie el color de su piel.
Un ejemplo de esto fueron las colonizaciones de los españoles y los portugueses y sus descendientes fundadores de comunidades occidentales en América.
Los árabes y los otros musulmanes blancos, por su mayor contacto con gente de color, se han visto siempre libre de este tipo de prejuicios y aun establecen aquella dicotomía de la familia humana que hacía suya la cristiandad occidental en la Edad Media: creyentes e infieles.
Por último y para entender que todo está por verse, recordemos lo dicho en un artículo anterior, que en nuestros días están ocurriendo cambios, totalmente impensables hace 5 años, no 5 siglos, comunicando e integrando a los individuos entre si, estén donde estén, hablen como hablen, vivan donde vivan, con lo cual las concepciones raciales también se están transformando y la Sociedad Global está cada vez más cerca. (Continuará)
Alberto Gatti

miércoles, 11 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 7)
Aquellas reuniones eran de hombres solos, tal la costumbre griega, siendo Aspacia la única mujer de categoría en estar presente, y digo de categoría, ya que la comida era amenizada por grupos de bailarinas profesionales que a medida que la política y el intelecto iban apagando sus fuegos, encendían otros, los del deseo carnal, terminando para mi satisfacción estas tenidas en enloquecidas bacanales; aquellos hombres no necesitaban de incentivos para lanzarse a la hoguera de la pasión desenfrenada, pero creo que mis efluvios en algo avivaron el fuego que los consumía. Allí comprobé lo que siempre había pensado: el amor, la guerra, y en esos días lo aprendí, también la política, son juegos en lo que todo vale; más aún entre mis anfitriones griegos que a esa altura de los acontecimientos se tornaban muy amplios en sus límites; no miraban siquiera el sexo del eventual compañero de placer, claro, siempre era indispensable que el conjunto fuera armónico, ¡la estética era el bálsamo que legitimaba todo!... o por lo menos tras esa excusa tan intelectualizada disimulaban ellos sus “rarezas”, que yo ya enjuiciara cuando pensaba acerca de Ibiza...
En esos días, meses, años, llegué a meterme en el meollo de la mente helénica: esos genios de las ciencias abstractas y de todo lo que tuviera que ver con la exaltación espiritual eran unos incondicionales amantes de lo viril hasta el punto de olvidar su esencia, para quedarse sólo con la exteriorización del cuerpo y de su belleza pulida en la desnudez de los gimnasios, en luchas de cuerpos entrelazados rodando por la arena, en competencias exclusivas para hombres; habían sido formados desde la niñez alejados de la familia para convivir en un medio exclusivamente masculino y gran parte de su adolescencia y juventud había transcurrido entre hombres en los campamentos militares. Los hacedores del imperio cultural más grande de todos los que yo haya conocido parecían mostrar el camino a otros constructores de imperios, más próximos a los tiempos en que vivo en mi último templo, que han escondido sus desviaciones tras el disfraz de una moral tan férrea como falsa... ¡por lo menos los griegos eran más francos!
Mi sino de diosa me premió con la mayor satisfacción que he sentido, sólo superada por el placer de sentirme la violenta acicateadora de la historia: fui testigo de las conversaciones, polémicas y juegos dialécticos más interesantes que en milenios escuché, brotando a borbotones de la pléyade de genios que pululaban en el andrón en el que yo reinaba: Herodoto con sus amenos relatos de viajes y su concepción de la historia como estricto relato de los actos de los hombres, posición de pretendida objetividad que su viva personalidad traicionaba de tanto en tanto dejando aflorar sus apostillas personales cuya ironía hacía reír a carcajadas a Pericles y abastecía a Aspacia de argumentos para influir en la urdimbre que allí permanentemente se tejía, y que sin duda había desplazado al Ágora como yunque de la política.
¡Herodoto!, mi naturaleza divina hizo que sintiera de inmediato una particular simpatía por este personaje de la Jonia... busco y busco en la profundidad de mi mente y no encuentro la causa de ese sentimiento bastante extraño en mi; no estoy segura, pero creo que puede haberse debido a que pese al racionalismo que lo entornaba, hacía aparecer, sabiamente dosificada, la mano de los dioses guiando a los hombres en sus actos, cinceles que esculpían la historia.
Y en este torbellino de recuerdos y vivencias que rondan mi cabeza, el solo pensar en “escoplo” hace inevitable que vuelen mis ojos interiores hacia la evocación de Fidias, otro de los contertulios habituales en esas tardes y noches inolvidables. Fidias, aquel que trasformaba la roca en bellas estatuas o grandiosas construcciones trasmutadas por su genio en etéreas estructuras que parecían flotar en el aire, y lo que digo no es porque yo las haya visto, ya que nunca salí del andrón, sino por lo que escuché en aquellos tiempos inolvidables. En estos últimos días he escuchado a los fieles que peregrinan a mi nuevo templo, dudar que Fidias hubiera dado con sus manos forma a obra alguna, que su papel había sido exclusivamente el de guía de los verdaderos artistas que ejecutaban sus creaciones... ¡Qué equivocados están! El vivió entre el polvo de la roca que desbrozaba y cientos de obras salieron de su genio, lo sé porque así lo he escuchado por aquellos días, y porque lo vi durante semanas dibujar y esculpir en el andrón una estatua de Atenea, cuyo modelo era la mismísima Aspacia, elegida por él, gran admirador de su belleza... ¿o fue tal vez para lisonjear a Pericles?... no lo sé, pero tampoco me interesa indagar algo tan secundario: lo real es que la estatua fue terminada, mantenida en el andrón para que la admirara la flor y nata que allí se reunía, y pasado el tiempo Pericles ordenó se la entronizara en el Partenón cuando fuera terminado... Y vuelvo a enredarme en buscar la causa que motivó esa decisión... ¿era por la calidad artística que en ella veía, o como forma de autosatisfacción, para recordarle eternamente al mundo lo bella que era la mujer que él poseía?...
Porque Pericles, además del conversador de genio vivo y ácido humor, era un ególatra frío y sagaz, pero con una concepción tan firme del bien común que mitigaba esos defectos al tomar cualquier decisión política. A tal punto había llegado en su autodominio que no se permitía odiar, frenesí al que pretendía arrastrarlo su carácter; estaba convencido que la pasión obnubila la razón, y el necesitaba de todas sus capacidades para obrar, y si fuera necesario, hacer al enemigo el mayor daño posible; en realidad, el tipo de hombre que a mi me agrada. Aunque pensándolo bien, el decir agrado es demasiado, ya que sólo quiero a los que puedan ser mis instrumentos y habiéndolo meditado durante centurias, creo que a él no lo hubiera podido manejar como hice con al Tirano de Mileto...
Y los recuerdos siguen dando vuelta en el torbellino de mi mente fatigada. Ahora, en este templo en el que me expongo a la adoración, debo reconocer que mi capacidad de concentración no es la de mis días en el andrón de Pericles y Aspacia y frecuentemente me disperso, como me sucede en este momento en que después de un vacío de eternidad reaparece Fidias; surge en mi memoria sin haberlo buscado y su imagen se proyecta junto a Pericles; ambos hablan acaloradamente, encendidos por la pasión que los unía: la Belleza como concepto, y la necesidad de convertir a Atenas en la más bella de las ciudades del mundo...
Las imágenes se suceden vertiginosamente fundiéndose en la masa informe de la confusión, para luego, en rápida sucesión, reconstruir personajes, situaciones, visiones que pasan ante mis ojos ya cansados de atisbar los siglos, los milenios, la eternidad... A veces son sólo nombres sin imagen definida asociados a alguna idea, como el caso de Anaxágoras, al que únicamente distingo por su origen jonio, su amistad hacia Pericles, la forma golosa en que atisbaba a Aspacia, y su criterio de que el sol no era un dios y que la luna reflejaba su luz, así como por su afán para demostrar que todo las cosas estaban formado por pocos elementos, átomos o moléculas existentes desde la eternidad, amalgamadas en un comienzo formando una masa homogénea e informe que comenzó a evolucionar y diferenciarse impulsada por la fuerza de la rotación... Creo que terminó preso por esas ideas o le dieron a beber cicuta, pero no estoy segura, o bien los recuerdos se me han entrecruzado... ¿no sería Sócrates el de la cicuta?... Este es otro de los nombres sin rostro que rondan mis ensoñaciones, su imagen es únicamente la de sus ideas... siempre negando su propia sabiduría, regando a sus interlocutores con preguntas como si los obligara a buscar dentro de ellos mismos verdades ocultas... A mi no me agradó nunca, que si el mundo le hubiera hecho caso en su prédica para perfeccionar el alma, a mí, Diosa de la Guerra, me hubiera sido mucho más difícil empujar el carro de la historia. El sentimiento de antipatía debía ser mutuo, ya que cada vez que pasaba por mis cercanías me miraba con sus ojillos irónicos que herían mi percepción; sin duda el hombrecillo negaba mi majestad divina. (Continuará- Las entregas se hacen los jueves y domingos)
Alfonso Sevilla

VENIMOS DE OTROS TIEMPOS (II de II)


(Entrega 2 y última)En casa teníamos un mueble con cuatro cajones. El primer cajón era para los manteles y los repasadores, el segundo para los cubiertos y el tercero y el cuarto para todo lo que no fuera mantel ni cubierto. Y guardábamos. ¡¡Cómo guardábamos!! ¡¡Tooooodo lo guardábamos!! ¡Guardábamos las chapitas de los refrescos! ¡¿Cómo para qué?! Hacíamos limpia calzados para poner delante de la puerta para quitarnos el barro. Dobladas y enganchadas a una piola se convertían en cortinas para los bares. Al terminar las clases le sacábamos el corcho, las martillábamos y las clavábamos en una tablita para hacer los instrumentos para la fiesta de fin de año de la escuela. ¡Tooodo guardábamos!
Las cosas que usábamos: mantillas de faroles, ruleros, ondulines y agujas de primus. Y las cosas que nunca usaríamos. Botones que perdían a sus camisas y carreteles que se quedaban sin hilo se iban amontonando en el tercer y en el cuarto cajón. Partes de lapiceras que algún día podíamos volver a precisar. Cañitos de plástico sin la tinta, cañitos de tinta sin el plástico, capuchones sin la lapicera, lapiceras sin el capuchón.
Encendedores sin gas o encendedores que perdían el resorte. Resortes que perdían a su encendedor. Cuando el mundo se exprimía el cerebro para inventar encendedores que se tiraban al terminar su ciclo, inventábamos la recarga de los encendedores descartables. Y las Gillette -hasta partidas a la mitad- se convertían en sacapuntas por todo el ciclo escolar.
Y nuestros cajones guardaban las llavecitas de las latas de paté o del corned beef, por las dudas que alguna lata viniera sin su llave. ¡Y las pilas! Las pilas de las primeras Spica pasaban del congelador al techo de la casa. Porque no sabíamos bien si había que darles calor o frío para que vivieran un poco más. No nos resignábamos a que se terminara su vida útil, no podíamos creer que algo viviera menos que un jazmín. Las cosas no eran desechables. Eran guardables.
¡¡Los diarios!! Servían para todo: para hacer plantillas para las botas de goma, para poner en el piso los días de lluvia y por sobre todas las cosas para envolver. ¡Las veces que nos enterábamos de algún resultado leyendo el diario pegado al cuadril! Y guardábamos el papel plateado de los chocolates y de los cigarros para hacer guías de pinitos de navidad y las páginas del almanaque para hacer cuadros y los cuentagotas de los remedios por si algún remedio no traía el cuentagotas y los fósforos usados porque podíamos prender una hornalla de la Volcán desde la otra que estaba prendida y las cajas de zapatos que se convirtieron en los primeros álbumes de fotos. Y las cajas de cigarros Richmond se volvían cinturones y posamates y los frasquitos de las inyecciones con tapitas de goma se amontonaban vaya a saber con qué intención, y los mazos de cartas se reutilizaban aunque faltara alguna, con la inscripción a mano en una sota de espada que decía "éste es un 4 de bastos". Los cajones guardaban pedazos izquierdos de palillos de ropa y el ganchito de metal. Al tiempo albergaban sólo pedazos derechos que esperaban a su otra mitad para convertirse otra vez en un palillo.
Yo sé lo que nos pasaba: nos costaba mucho declarar la muerte de nuestros objetos. Así como hoy las nuevas generaciones deciden "matarlos" apenas aparentan dejar de servir, aquellos tiempos eran de no declarar muerto a nada. Ni a Walt Disney.
Y cuando nos vendieron helados en copitas cuya tapa se convertía en base y nos dijeron: "Tómese el helado y después tire la copita", nosotros dijimos que sí, pero, ¡minga que la íbamos a tirar! Las pusimos a vivir en el estante de los vasos y de las copas.
Las latas de arvejas y de duraznos se volvieron macetas y hasta teléfonos. Las primeras botellas de plástico se transformaron en adornos de dudosa belleza. Las hueveras se convirtieron en depósitos de acuarelas, las tapas de bollones en ceniceros, las primeras latas de cerveza en portalápices y los corchos esperaron encontrarse con una botella.
Y me muerdo para no hacer un paralelo entre los valores que se desechan y los que preservábamos. ¡ No lo voy a hacer.!
Me muero por decir que hoy no sólo los electrodomésticos son desechables; que también el matrimonio y hasta la amistad es descartable. Pero no cometeré la imprudencia de comparar objetos con personas. Me muerdo para no hablar de la identidad que se va perdiendo, de la memoria colectiva que se va tirando, del pasado efímero. No lo voy a hacer.No voy a mezclar los temas, no voy a decir que a lo perenne lo han vuelto caduco y a lo caduco lo hicieron perenne. No voy a decir que a los ancianos se les declara la muerte apenas empiezan a fallar en sus funciones, que los cónyuges se cambian por modelos más nuevos, que a las personas que les falta alguna función se les discrimina o que valoran más a los lindos, con brillo y glamour.
Esto sólo es una crónica que habla de pañales y de celulares. De lo contrario, si mezcláramos las cosas, tendría que plantearme seriamente entregar a la bruja como parte de pago de una señora con menos kilómetros y alguna función nueva.
Pero yo soy lento para transitar este mundo de la reposición y corro el riesgo de que la bruja me gane de mano ...y sea yo el entregado. (Fin)
Autor anónimo

lunes, 9 de julio de 2007

VENIMOS DE OTROS TIEMPOS (I de II)


Si no entiendes nada o te aburre lo escrito abajo, es que eres muy joven, entonces, hacedle feliz el día a tus viejos y dadles a leer este magnífico artículo.
Lo que me pasa es que no consigo andar por el mundo tirando cosas y cambiándolas por el modelo siguiente sólo porque a alguien se le ocurre agregarle una función o achicarlo un poco. No hace tanto con mi mujer lavábamos los pañales de los gurises (en Argentina: pequeños). Los colgábamos en la cuerda junto a los chiripás; los planchábamos, los doblábamos y los preparábamos para que los volvieran a ensuciar. Y ellos, nuestros nenes, apenas crecieron y tuvieron sus propios hijos se encargaron de tirar todo por la borda (incluyendo los pañales). ¡Se entregaron inescrupulosamente a los desechables!
Sí, ya sé. A nuestra generación siempre le costó tirar. ¡Ni los desechos nos resultaron muy desechables! Y así anduvimos por las calles guardando los mocos en el bolsillo y las grasas en los repasadores. Y nuestras hermanas y novias se las arreglaban como podían con algodones para enfrentar mes a mes su fertilidad.
¡Nooo! Yo no digo que eso era mejor. Lo que digo es que en algún momento me distraje, me caí del mundo y ahora no sé por dónde se entra. Lo más probable es que lo de ahora esté bien, eso no lo discuto. Lo que pasa es que no consigo cambiar el equipo de música una vez por año, el celular cada tres meses o el monitor de la computadora todas las navidades. ¡Guardo los vasos desechables! ¡Lavo los guantes de látex que eran para usar una sola vez! ¡Apilo como un viejo ridículo las bandejitas de espuma plástica de los pollos! ¡Los cubiertos de plástico conviven con los de alpaca en el cajón de los cubiertos!
Es que vengo de un tiempo en que las cosas se compraban para toda la vida. ¡Es más! ¡Se compraban para la vida de los que venían después! La gente heredaba relojes de pared, juegos de copas, fiambreras de tejido y hasta palanganas y bacinillas de loza. Y resulta que en nuestro no tan largo matrimonio, hemos tenido más cocinas que las que había en todo el barrio en mi infancia y hemos cambiado de heladera tres veces.
¡Nos están jodiendo!¡¡Yo los descubrí. Lo hacen adrede!! Todo se rompe, se gasta, se oxida, se quiebra o se consume al poco tiempo para que tengamos que cambiarlo. Nada se repara. ¿Dónde están los zapateros arreglando las medias suelas de las Nike? ¿Alguien ha visto a algún colchonero escardando sommiers casa por casa? ¿Quién arregla los cuchillos eléctricos? ¿El afilador o el electricista? ¿Habrá teflón para los hojalateros o asientos de aviones para los talabarteros?
Todo se tira, todo se desecha y mientras tanto producimos más y más basura. El otro día leí que se produjo más basura en los últimos 40 años que en toda la historia de la humanidad. El que tenga menos de 40 años no va a creer esto: ¡¡Cuando yo era niño por mi casa no pasaba el basurero!!¡¡Lo juro!! ¡Y tengo menos de........... años! Todos los desechos eran orgánicos e iban a parar al gallinero, a los patos o a los conejos (y no estoy hablando del siglo XVII). No existía el plástico ni el nylon. La goma sólo la veíamos en las ruedas de los autos y las que no estaban rodando las quemábamos en San Juan. Los pocos desechos que no se comían los animales, servían de abono o se quemaban.
De por ahí vengo yo. Y no es que haya sido mejor. Es que no es fácil para un pobre tipo al que educaron en el "guarde y guarde que alguna vez puede servir para algo" pasarse al "compre y tire que ya se viene el modelo nuevo".
Mi cabeza no resiste tanto. Ahora mis parientes y los hijos de mis amigos no sólo cambian de celular una vez por semana, sino que además cambian el número, la dirección electrónica y hasta la dirección real. Y a mí me prepararon para vivir con el mismo número, la misma mujer, la misma casa y el mismo nombre (y vaya sí era un nombre como para cambiarlo).
Me educaron para guardar todo. ¡¡¡Toooodo!!! Lo que servía y lo que no. Porque algún día las cosas podían volver a servir. Le dábamos crédito a todo.
Sí. ya sé, tuvimos un gran problema: nunca nos explicaron qué cosas nos podían servir y qué cosas no. Y en el afán de guardar (porque éramos de hacer caso) guardamos hasta el ombligo de nuestro primer hijo, el diente del segundo, las carpetas del jardín de infantes y no sé cómo no guardamos la primera caquita. ¿Cómo quieren que entienda a esa gente que se desprende de su celular a los pocos meses de comprarlo? ¿Será que cuando las cosas se consiguen fácilmente no se valoran y se vuelven desechables con la misma facilidad con que se consiguieron? (Continuará el martes)
Autor anónimo

sábado, 7 de julio de 2007

HOMENAJE A LOS 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DE FRIDA KAHLO



Clave 88 Cultural recuerda el centenario de la artista, publicando una nota de La Nación, de Buenos Aires.



FRIDA KAHLO REVIVE CON NUEVAS OBRAS.
Su museo, la Casa Azul, de Coyoacán, honra a la artista con una muestra de material inédito
Sábado 7 de julio de 2007 | Publicado en la Edición impresa
Noticias de Cultura
Pocos hallazgos fueron más oportunos. Precisamente ayer, al celebrarse el centenario del nacimiento de Frida Kahlo (1907-1954), la pintora fetiche y mejor cotizada del arte latinoamericano, que hizo de su aubiografía su más fecunda cantera plástica, la Casa Azul, de Coyoacán, convertida en museo, reveló material inédito de la artista, unos 50 dibujos, que permanecieron ocultos durante medio siglo.

Fue su marido, Diego Rivera, quien antes de su muerte, en 1957, dispuso que un baño de la Casa Azul sirviera de depósito inescrutable y sellado para resguardar de ojos curiosos las pertenencias y el archivo personal de la pareja. A su amiga y mecenas Dolores Olmedo le encomendó dar a conocer ese legado, 15 años después de su muerte.
Para leer la nota completa haga clic en este link.

viernes, 6 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)
















Entrega 6
Indagué en la eternidad, en la que me sumía en momentos de gran concentración, y como en ella se amalgama el presente con el pasado y el futuro, pude saber que la batalla que en parte había contemplado sería llamada de Salamina, y que después de años de guerra la victoria finalmente fue griega, entronizando a Atenas como el poder dominante después de disputarlo con Esparta, lo que me llenó de satisfacción porque comprobaba una vez más que el plan maestro se continuaba cumpliendo sin alteraciones.
Le conté al casco el resultado de mis investigaciones, y me pareció que las noticias no le satisfacían; lógico, él era espartano y hasta percibí sorna en su réplica, en la que ponía en duda la capacidad de un trozo de piedra sumergida para indagar en el futuro, como si un oráculo fuera. Yo di por terminado el diálogo ya que no quería enemistarme con el único ser con quien podía hablar en esas circunstancias, y me pareció que el casco aceptaba evitar el enfrentamiento, no sin antes transmitirme: “Si puedes ver el futuro, ¿cómo no predijiste la tormenta que te arrojó al agua?”, dicho que preferí ignorar para no entrar en una discusión sobre la eternidad y sus enigmas, que sólo los dioses podemos comprender.
Se sucedieron los días y las noches, los meses y los años y la arena subía y subía hasta llegarme a mí al cuello y al casco hasta la cimera, cuando un día numerosos botes comenzaron a surcar el espejo ondulante de la superficie, perforado por nadadores que se zambullían aquí y allí y retornaban cada tanto a los botes que levaban anclas y cambiaban de ubicación.
Interrogué al casco que debía conocer más esas pequeñeces de los mortales y me respondió que seguramente eran buscadores de despojos que escudriñaban entre los pecios. Así debía ser porque ni bien atisbaron la cimera verdosa del casco lo desenterraron, izándolo hacia la superficie; todo fue muy rápido, pero me pareció que sus vibraciones me transmitieron una despedida ahogada en sollozos.
No tardaron los buceadores en encontrarme y seguí el mismo camino que mi compañero de infortunio. Mi salida a la superficie, mi primera exposición al sol del mediodía, me produjo una impresión casi tan lacerante como la que experimenté cuando destaparon por primera vez mis ojos, y sentimientos encontrados transitaron por mi espíritu: por un lado la nostalgia de abandonar el ámbito silente y mágico de los azules, útero donde había madurado mis recuerdos; por otro la alegría de retornar al medio en el que siempre me había encargado de apurar la historia en su inexorable avance, y finalmente y aunque parezca paradójico, la felicidad de sentirme liberada de la parte inferior de mi cuerpo; nunca la extrañé ya que para nada me servía. A una diosa de piedra lo único que le importa es la cabeza y si algo le molesta es ser arrumbada entre trastos indefinidos, como lo fui en esa oportunidad... Ahora que lo pienso más reposadamente, hubo algo que extrañé: la tibieza del león a mis pies, único ser que conocía mis secretos, y cuyas reacciones percibía a través de mi piel de piedra.
Por un tiempo indeterminado permanecí en ese lugar al que nunca pude identificar, envuelta como fui en lonas parecidas a las que me cegaron cuando me robaron del palacio en Mileto, pero sin duda se debía tratar de la trastienda de algunas de las tabernas del puerto de El Pireo, y decir trastienda es darle demasiada dignidad a lo que percibía como una cueva oscura, húmeda, plagada de ratas que transitaban sobre mi, me orinaban y cuyos dientes roían las lonas que me arropaban.
Alguien algún día me sacó de mi tumba. Nuevamente la luz me hirió pero ya no pienso en ello porque era un fenómeno al que me estaba acostumbrando; fui liberada de las lonas, y en lo que me pareció un patio, cuidadosamente lavada, casi con ternura, por ásperas manos marineras y otras algo más suaves de las que sin duda eran meretrices portuarias.
Recuerdo sus diálogos y no puedo evitar una sonrisa interior, se hablaba en diversas lenguas: griego, arameo, egipcio, y algunos otros idiomas que si bien no conocía, comprendía por mi don de lenguas que como diosa poseo, y lo que me causaba gracia es que cada uno hablaba su propio idioma, entendiendo a los demás; pensé que para un espectador extraño a ese medio aquello debería parecer lo que los hebreos llamaban “Torre de Babel”, pero con la diferencia de que aquí no había desentendimiento. El aire general era festivo, y los comentarios rondaban el buen negocio que habían hecho con la “señora”, interpretando yo que se referían a mi persona. Tal tratamiento en boca de esas bestias levantó mi autoestima, la que no tardó en reducirse a su mínima expresión al darme cuenta que la dama en cuestión era quien me había comprado; yo sólo era un trozo de piedra sacado de la mar y si por algo me respetaban era por los dineros que aportaría a sus bolsas...
En ese momento tomé conciencia de que después de mi cercenamiento había quedado reducida a una altura que puesta en el piso llegaba aproximadamente a la altura de las rodillas de los hombres, y entonces si que añoré mi parte ausente, que si bien había pensado no me servía para nada, por lo menos me permitía mirar por sobre el común de la gente.
Ya no hacían falta carros para transportarme; debidamente acicalada fui colocada en el interior de la albarda de un mulo, y acompañada por algunos hombres salimos a un camino empedrado que para mi sorpresa estaba protegido de ambos lados por una muralla, como si de una ciudad se tratase, y como ya me había enterado que nos dirigíamos a Atenas colige la importancia que le daban los amos de esa ciudad a su puerto... ¡No, si la guerra despierta a todos, como un susto espabila a un borracho!, pensé para levantar algo mi ego de Ishtar reducida a liviana carga sobre el lomo de una acémila.
Mi compradora era una tal Aspacia de Mileto; extraña combinación de belleza, sensualidad de cortesana, y brillante formación cultural, que había generado en su rededor con su astucia y los dineros que le proporcionaba su productivo comercio, un grupo que amalgamaba la flor y nata del pensamiento y las artes de la Atenas de aquellos tiempos, siendo acreedora del elogio del mismo Sócrates, un desconocido para mí en aquellos días.
Los buitres que me habían tenido aprisionada en la oscura sentina apuntaron bien cuando me ofrecieron a esa poco convencional hetera; sabían que ella apreciaba las artes y que pagaría por mí más de lo que se podía esperar de otro comprador... y yo creo no equivocarme cuando entreveo que la milesiana a más de apreciarme como antigüedad sentía una profunda admiración por mi condición de diosa. Mi sensibilidad divina no me podía engañar, y eso lo supe desde el momento en que, sin discursos ni falsía como en Mileto, me entronizó sobre una hermosa columna dórica en el andrón de su casa, o más bien debería decir palacio. En sus ojos vi profunda devoción, y cuando sus finas manos encendieron incienso en mi honor descubrí la misma unción con que me había tratado el Gran Assurbanipal siglos atrás; permaneció un largo rato junto al pebetero humeante sin decir palabra, pero percibí una súplica en sus ojos color de miel que me invitó a introducirme en el marasmo de sus pensamientos y allí atisbé que lo que realmente ambicionaba era lograr que el Gran Pericles, por aquellos días su amante, repudiara a su esposa para casarse con ella...
Mi naturaleza divina me obliga a ser fría, pero esa mujer me impresionó de tal forma desde el primer día en que nos conocimos no dudé en poner en su ayuda todo mi poder de Diosa del Amor, y no me costó mucho que sus deseos se convirtieran en realidad; a partir de ese momento Pericles presidió las cenas que semanalmente se realizaron en el andrón de Aspacia, con la flor y nata de la sabiduría y la política de Atenas reclinada en los triclinios. Había pensado que Pericles presidía, pero en realidad era yo quien lo hacía desde lo alto de mi columna, y mientras contemplaba el degustar de manjares, la libación de los mejores vinos del Mediterráneo, y me sentía acunada por melopeas armonizadas por coros, flautas y cítaras, aprovechaba para iluminar con mis vibraciones a aquellos que en esas cenas urdían el tejido político y las construcciones intelectuales que sustentaban a Atenas en la cumbre del mundo griego, que es lo mismo que decir de la totalidad del universo mediterráneo de esos tiempos... (Continuará- Las entregas se harán jueves y domingo)

Alfonso Sevilla

miércoles, 4 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 5)
Varios días navegamos en un mar calmo en busca del puerto de El Pireo, bajo el tibio sol que acariciaba mis ropajes impuestos, hasta que en un atardecer el viento cambió sorpresívamente de dirección, electrizando a la tripulación; la tranquilidad se tornó carreras y voces de mando que exigían asegurar las cargas y arriar la vela, a la vez que el tambor aceleraba su ritmo acicateando a los remeros.
-¡Timonel, pon la proa hacia la costa!... ¡No permitas que dejemos de bojear!- la voz, con tono más de ruego que de orden, horadó el rumor del viento que por momentos se convertía en aullido.
-¡Ya no veo la costa, patrón!- contestó desesperado alguien a mis espaldas.
-Piloto, ¿podemos caer hacia la isla de Egina?- suplicó la voz del patrón.
-No señor, ya la dejamos a nuestra popa- sonó a lamento la frase, última que como tal escuche, ya que después todo fueron alaridos, sacudones, rolidos, cabeceos...
Alguien pretendió aferrase a mi cuerpo cuando la nave se inclinó brutalmente sobre unas de sus bordas y en ese momento escuché el quejido vegetal del mástil que se partía castigándome con tal fuerza que cercenó mi cuerpo bajo los senos, rodando mi parte superior sobre la cubierta. El dolor de mi amputación fue tan brutal, ya que las piedras con memoria y razonamiento también tenemos sensibilidad, que me hizo olvidar las laceraciones que sufrí al dar tumbos como un guijarro por la cubierta rebotando contra todo, hasta que un bandazo me arrojó fuera de la embarcación. Mi hundimiento fue rápido, acompañado por un racimo de burbujas que pronto me abandonó para huir hacia la superficie, y sentí que me depositaba con suavidad sobre un lecho suave, casi me atrevería a pensar acogedor, envuelta en una oscuridad que de tanto en tanto se diluía por los fogonazos de los relámpagos que allí arriba estallaban. Nunca supe la suerte de la embarcación que me transportaba, creo que no zozobró, por lo menos en ese lugar, ya que no vi sus restos hundirse... ¡Si así fuera no puedo dejar de echar en cara al Poseidón o Neptuno de turno que permitiera que tan ineficaces marinos surquen sus aguas sin el consabido castigo!...
En fin, no nos quejemos los dioses de lo mal que andan las cosas si no ponemos orden en nuestros dominios; por mi parte estoy tranquila, el tema de la guerra siempre lo he manejado con astucia e inteligencia, ¡creo que he dejado tarea a los hombres para muchos siglos!
Mi primer amanecer en el fondo marino marcó su impronta en mi espíritu: estaba en un bajío y la luz llegaba hasta mí con diafanidad dibujando todo en azules que aumentaban de intensidad en la lejanía, haciéndose impenetrables en un más allá de horizonte inexistente. El gran maestro de ceremonias de ese mundo era la superficie que vista desde la profundidad asemejaba un espejo movedizo y ondulante, batuta que acompasaba el danzar de los flecos de vegetación, y que cincelaba a su antojo los rayos de luz dando vida con sus filigranas al lecho de arena que me acogía. De tanto en tanto algunos peces, cardúmenes en otras oportunidades, rondaban erráticos y balbuceantes por mis dominios; al principio se me acercaban con su curiosidad idiota hasta casi pegar sus hocicos a mi cara, llegando los más atrevidos a intentar mordisquear mi rostro o las joyas que me engalanan.
Con el tiempo se acostumbraron, y no se que me hirió más, si su atrevida curiosidad inicial, o la posterior despectiva ignorancia; pero en fin, me gustara o no, así transcurrió un lapso cuya magnitud no puedo precisar, adormecida por la monótona sucesión de días y noches sólo rota por las tormentas que de tanto en tanto enloquecían el ondular de la superficie.
En ese tiempo de inacción creo que maduré muchos de los recuerdos que después han ido aflorando en sucesión en distintas oportunidades de mi pétrea vida, y fue en esos días también cuando perdí la mayor parte de la pintura que me cubría, porque cuando fui sacada de la piedra el seudo artista que desbrozó la caliza me pintó con los colores más chillones que pudo encontrar y que en aquellas lejanas épocas, puedo dar fe, estaban de moda... Me imagino que el agua de mar y el tiempo hicieron una tarea compasiva al librarme de esos afeites de tan de mal gusto.
Una madrugada, cuando ya la arena del fondo había cubierto parte de mi pecho, la superficie se pobló de cientos de quillas de barcos en veloz carrera chocando alocadamente unos contra otros, y sus ondulaciones dejaron paso a un hervidero de remos, acompasados al principio y simplemente enloquecidos después; de alguna nave brotó un resplandor rojizo que saltó a otra y otra, tiñendo las aguas con sus destellos... por primera vez en mi vida submarina una sonrisa iluminó mi interior; ahora estaba segura de que mis semillas seguían germinando, mis esfuerzos no habían sido en vano...
Y a medida que avanzaba el día más brillaba mi interior, estaba segura que el destino quiso que esa batalla naval, que no otra cosa era lo que contemplaba, se celebrara sobre el lugar donde yo, la Gran Ishtar; estaba sumergida para que pudiera ser testigo de mis éxitos y creo, sin ser por ello vanidosa, como forma de homenaje a quien la había hecho posible... Mi felicidad fue completa cuando los despojos de la contienda comenzaron a poblar mis alrededores de maderos, cuerdas, escudos, armas, cadáveres, los más de los cuales por sus barbas y vestimentas pertenecían sin duda a marinos persas...
En mis proximidades cayó un casco de bronce, alta cimera, protector para la nariz y amplias carrilleras; y allí quedó enfrentándome, casi como si las cuencas vacías de sus ojos me miraran. Pasó el tiempo y el brillo del casco se fue perdiendo tras el cardenillo, en la misma medida que en mí crecía la idea de que algo había entre el casco y yo... Al principio había sido sólo unas vibraciones que me hicieron recordar aquellas primeras que había percibido cuando aún dentro de la piedra, comencé a tomar conciencia del mundo exterior, pero a medida que transcurría el tiempo, que debió ser bastante porque cuando esto sucedía ya un pequeño pulpo había anidado en su interior; esas sensaciones se fueron transformando en pensamientos, al comienzo meras imágenes, para después hacerse diálogo coherente entre el bronce y yo.
El casco me contó que había pertenecido a un espartano, Eucibíades, que respondiendo a Temístocles, el estratega heleno, mandaba la flota griega en esa guerra que tan bien había montado yo. Los persas de Jerjes tuvieron gran éxito al comienzo, relataba el casco, invadiendo todo el norte griego, ocupando Atenas y saqueándola. El capacete hacía grandes esfuerzos para transmitirme que si algo bien se hizo fue gracias a su dueño, Eucibíades, pero yo, conocedora de los secretos de los hombres en la comedia de la guerra, supe desde un primer momento que el genio había estado en Temístocles y que el espartano sólo había conducido bien las acciones que el estratega preparara... En fin, que cada uno trata de llevar agua para el molino de sus afectos, y el casco no escapaba a la norma. El se había caído al agua en unos de los avatares de la lucha, pero creía que su dueño había resultado ileso, y como eso sucedió al terminar la batalla no dudaba de la victoria helena. (Continuará- Las entregas se harán los jueves y domingo)

Alfonso Sevilla