domingo, 28 de febrero de 2010

ESE VÉRTIGO DE HACER LISTAS EN LA VIDA, EL ARTE Y LA LITERATURA

Por Hugo Beccacece
De la Redacción de LA NACION
¿Quién no sucumbió alguna vez al encanto de una lista? Sin embargo, con frecuencia se piensa en ellas como el emblema del aburrimiento. Es un error, fruto de un juicio apresurado. Basta pensar en los siete pecados capitales para darse cuenta de que, detrás de una enumeración, nos puede aguardar el cielo o el infierno. ¿Qué esperar entonces de una lista de listas?


Una de las posibles respuestas está al alcance de todos. Hace un tiempo, el Museo del Louvre le pidió al erudito, sutil y goloso Umberto Eco que organizara durante el mes de noviembre de 2009 una muestra, acompañada por una serie de conferencias, proyecciones y conciertos sobre un tema de su elección. De inmediato, Eco pensó en las listas, un asunto que le ha interesado desde la juventud. El resultado fue la exposición El vértigo de las listas y el libro homónimo, editado por Lumen en español, que ahora se distribuye en la Argentina.
El semiólogo italiano quiso completar con esta obra una suerte de trilogía cuyas dos primeras partes son La historia de la belleza y La historia de la fealdad . Los tres libros tienen una estructura común. Cada capítulo está dividido en tres partes: una reflexión teórica de Eco, uno o varios textos literarios que la ejemplifican, y una serie de ilustraciones artísticas (pinturas, dibujos, fotografías). Hojear cada uno de esos tres volúmenes es un placer estético por el acertado criterio con que se seleccionaron las imágenes, a menudo tan raras como bellas o monstruosas.
Eco, entregado al hechizo de los etcéteras, de las comas que separan nombres de objetos, animales, gemas, iglesias y... etc., elabora una clasificación de las listas que revela cuánto ha pensado en ellas. Empieza por dos, célebres, que se hallan en la Ilíada de Homero. La primera: Aquiles ha perdido sus armas y su madre, la ninfa Tetis, le pide a Hefesto que forje un nuevo escudo para el guerrero. El dios del fuego crea entonces una pieza formidable en la que representa la tierra, el mar, el cielo, las estrellas y dos ciudades. En una de esas ciudades, se ve una fiesta nupcial con los novios y los invitados, y una plaza donde se desarrolla un juicio. En la otra, aparece un castillo, atacado por un ejército. A un costado, hay pastores, que son asaltados y asesinados por ladrones. Hefesto acumula siluetas de personajes, paisajes, construcciones en esa plancha de metal destinada a defender el pecho de Aquiles. Pero no se trata sólo de cosas o de hechos que ocurren al mismo tiempo, también hay una serie de acciones que se suceden. Aunque la enumeración es larga y resulta inverosímil que todas esas imágenes quepan en un bruñido círculo, la lista no sólo es finita, además tiene una forma y no sugiere más que lo que está a la vista.
El segundo ejemplo homérico es el catálogo de las naves griegas que combaten contra los troyanos. Ese elenco se despliega en el canto II de la Ilíada y en él no se menciona toda la flota y a sus capitanes, a pesar de que los 350 versos están atestados de nombres de regiones, ciudades y caudillos; lo que busca sugerir el poema es la enorme superioridad numérica de las fuerzas que sitian las murallas de Troya. Aunque ese número es finito, nadie podría contarlo porque es demasiado alto, es casi infinito. Ese infinito tiene que ver con la cantidad, no con el sentimiento. Eco hace una distinción. A veces, la perfección de una cosa que se admira puede producir el sentimiento subjetivo de algo que nos supera, que está más allá de este mundo finito: en eso consiste el infinito de la estética, que no se deja expresar con cifras, es más bien una intensidad, la de lo sublime.
Algo, no sólo su sobrepeso, hace pensar que el semiólogo italiano tiene buen diente en la mesa, pero también en el resto de la vida. En ese sentido, este libro es una confesión encubierta. Eco opone las listas prácticas a las poéticas. Como ejemplo de las primeras pone la de las compras, la de invitados a una fiesta, el inventario de objetos de cualquier lugar, el menú de un restaurante, pero también la enumeración de amantes de Don Giovanni que hace su criado, Leporello, en la ópera de Mozart. Las listas poéticas, en cambio, responden a la necesidad de establecer un registro parcial "de aquello que escapa a la capacidad de control y de denominación, como ocurre con el catálogo de las naves de Homero". A veces, intentan producir un efecto artístico o un estado de ensoñación. Con frecuencia, se trata de una sucesión de palabras con cierto ritmo y sonoridad, que actúan como un mantra, como un medio de liberarnos del ajetreo cotidiano y de adentrarnos en la vida interior, en el yo más profundo. El recitado de las letanías de la Virgen María, su larga serie de atributos, tiene esas características. Dejarse llevar por esas sonoridades genera una sensación de vértigo, como reza el título del libro de Eco. Ya no somos nosotros los que dominamos las palabras. Ellas nos llevan de la mano o más bien, de la lengua. Pero Eco nos advierte que una lista práctica puede convertirse en poética; basta, como siempre, con la intención. Podemos no entrar en un restaurante, más aún, podemos estar sometidos a la más estricta de las dietas, pero leer con placer la lista de los platos que nos ofrece un establecimiento mientras nos entregamos a la memoria de los sabores, que acosa el paladar. Proust recorría las guías turísticas sin ninguna finalidad utilitaria: se demoraba en los nombres de lugares a los que nunca iría porque sabía que la realidad sólo encierra decepción. En cambio, los sonidos de las palabras, las imágenes que uno asocia con ellas, le permitían viajar sin moverse de su cuarto.
Precisamente Eco dedica todo un capítulo a las listas de lugares y, entre los autores más proclives a ellas, menciona a Charles Dickens, James Joyce, Proust, Italo Calvino y a Walt Whitman, que jamás se privo de hacer todo tipo de enumeraciones. Cuando se refiere a estos catálogos geográficos, Eco señala que muchos de ellos están hechos con avidez, con voracidad. Y, en esa aclaración, uno puede adivinar otra confesión del autor. Su pasión por las listas es la de un hombre voraz que devora, por medio de las palabras, el mundo que se le enfrenta. Eco pone como ejemplo de ese impulso omnívoro un capítulo de Finnegans Wake en que Joyce inserta centenares de nombres de ríos de distintos países. En los cuadros que representan ciudades, uno encuentra a menudo la ansiedad de quien busca mostrarlo todo porque, al mismo tiempo, quisiera estar en todos lados. Eso hace que Eco se ocupe del lugar de todos los lugares, el sótano donde se halla el célebre Aleph de Jorge Luis Borges: el maravilloso punto, escondido en una casa porteña, que permite ver simultáneamente todas las cosas que existen o existieron en el universo. Esa vocación de totalidad se expresa de todos modos por un elenco incompleto de objetos colocados en determinados lugares, de paisajes, pueblos, ciudades bajo cierta luz y, al mismo tiempo, bajo otra luz. En verdad, la enumeración es, en este caso, una epifanía. Eco cita un fragmento del cuento de Borges en el que se revela el problema de algunas listas "completas", que no pueden serlo: la enumeración siquiera parcial de un conjunto infinito. Dice Borges:
En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces, ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es.
A veces la enumeración aparece en una serie de figuras retóricas destinadas a fines muy concretos. La insistencia por medio de una acumulación de frases de significado semejante, destinada a atacar a alguien, aparece en la Primera Catilinaria , de Cicerón:
¿Hasta cuándo, Catilina, has de abusar de nuestra paciencia? ¿Cuándo nos veremos libres de tus sediciosos intentos? ¿A qué extremos se arrojará tu desenfrenada audacia? ¿No te arredran ni la nocturna guardia del Palatino, ni la diurna vigilancia de la ciudad, ni las alarmas del pueblo, ni el acuerdo de los hombres honrados, ni este fortísimo lugar donde el Senado se reúne, ni las frases amables y semblantes de todos los senadores? ¿No comprendes que tus designios están al descubierto?
Se trata de una amplificación oratoria que alcanza su clímax en la sucesión de los "no" y de los "ni". En cada una de esas frases se está diciendo lo mismo, pero la enumeración, muchas veces neutra, cobra un carácter dramático y amenazante en este caso por el hecho de repetir una y otra vez la misma idea.
En los capítulos consagrados a las mirabilia , las cosas dignas de ser admiradas, y a los horrores, Eco se libra al gusto por las curiosidades. La Historia natural de Plinio es el modelo de las enciclopedias antiguas y medievales y, en ella, tienen cabida todo tipo de hechos y de datos, agrupados con un criterio poco definido. Pero, como dice Eco, lo que fascinaba a los lectores comunes en la Antigüedad y en la Edad Media era la lista de los portentos, de los seres monstruosos mencionados, por ejemplo, en el Liber monstrorum diversi generibus , de Isidoro de Sevilla, o los Otia Imperialia , de Gervasio de Tilbury. La lista de entradas que proporciona Eco impresiona por la diversidad: la sal agrigentina, el higo egipcio, la carne imputrescible de Nápoles, los baños de Pozzuoli, las puertas del infierno, el combate de los escarabajos. Ese caos tiene un interés poético para los autores contemporáneos, sobre todo de ficción, porque saben que esas listas no remiten a nada real sino a la mera fantasía de la época. Y, una vez más, Eco menciona a su caballito de batalla: Borges, en El libro de los seres imaginarios enumera dragones, pigmeos, el elefante que predijo el nacimiento de Buda, los elfos, la zorra china.
El humor y el exceso son los rasgos de las enumeraciones interminables de Rabelais y de sus personajes. Lo que las caracteriza es precisamente que se extienden páginas y páginas y que revelan una inventiva inagotable. El salto entre una mención y la siguiente es lo que provoca el asombro y la carcajada. Cada coma está destinada no sólo a la respiración, a separar lo que es distinto, sino a dar un nuevo giro a la inventiva.
La diversión irreverente es otro de los atractivos del libro de Eco. En especial, la lista de reliquias comprende partes del cuerpo de los santos diseminadas en toda Europa, en las iglesias más apartadas las unas de las otras. La mandíbula de un mártir puede encontrarse en un templo del sur de Italia, pero su nariz, en un convento del norte, mientras que un diente se conserva en un museo de Hungría. Harapos, anillos, pelos son objeto de preservación y respeto. Esos extraños conjuntos recuerdan las escenas finales de El Gatopardo , de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuando el autor se refiere a la última gloria que le queda a la otrora poderosa familia de los príncipes de Salina: las reliquias religiosas conservadas como signo de antigua nobleza, hasta que la misma iglesia ordena destruirlas porque son falsas y el esplendor de los Salina se disuelve en una nube de polvo amarillento viejo de siglos.
El libro de Eco no deja de estudiar las listas caóticas, las que no parecen responder a ningún criterio, en las que todo está mezclado, el tipo de listas incongruentes a las que era tan afecto Borges. Una vez más, el argentino es el ejemplo privilegiado para definir la "lista no normal", la que hace estallar la definición misma de lista. Borges cita en el ensayo "El idioma analítico de John Wilkins" la lista de los animales de la enciclopedia china Emporio celestial de conocimientos benévolos . Según esa obra, los animales se clasificarían en "1) pertenecientes al emperador, 2) embalsamados, 3) amaestrados, 4) lechones, 5) sirenas, 6) fabulosos, 7) perros sueltos, 8) incluidos en esta clasificación, 9) que se agitan como locos, 10) innumerables, 11) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, 12) etcétera, 13) que acaban de romper el jarrón, 14) que de lejos parecen moscas". La enumeración tiene como fin cuestionar los criterios racionales aceptados por el común de los mortales y mostrarnos la arbitrariedad de cualquier clasificación. Es inconcebible por ejemplo que "etc." aparezca en mitad de la sucesión y no al final. Del mismo modo, cuando se nombran los animales "incluidos en esta clasificación", es como si los cimientos de la lógica temblaran, porque en una enumeración de animales, se introduce un concepto. Dice Eco:
O bien el de los animales es un conjunto normal y por tanto no ha de contenerse a sí mismo, cosa que sí ocurre en la lista de Borges: O bien si fuese un conjunto-no-normal, la lista sería incongruente porque entre los animales aparecería algo que no es animal porque es un conjunto. Con la clasificación de Borges la poética de la lista alcanza su punto de máxima herejía y abomina de todo orden lógico preestablecido.
Al establecer una clasificación de las listas, el libro de Eco tiene el carácter de una lista de listas y revela que, a pesar del tono neutral de toda enumeración y de su austeridad expresiva, hay pocas cosas tan personales como esa sucesión de palabras agrupadas por la razón o más bien por el capricho.

LOS CLAROSCUROS DEL LIBRO DIGITAL

Clarín, Revista Cultural Ñ, Buenos Aires, Argentina, 27Feb10
El mercado del libro electrónico (e-book) crece en el Norte y despunta aquí. Aunque parece que los bytes no terminarán con la tinta, el negocio y los hábitos de lectura cambiarán, para bien o para mal. Los escritores Ariel Magnus y Fabián Casas tienen opiniones opuestas en ese sentido, pero dicen que la literatura tambien será distinta.
Por: Gisela Antonuccio


CONTENIDO Y FORMA ¿Qué impacto tendrá en la literatura el libro digital?
Cualquier cambio supone una detracción. Quizás porque al mutar, hechos y objetos parecen cobrar vida, y desde ese nuevo estado amenazan con alterar la propia. Ocurre con una mudanza: el espacio que queda atrás estaba interiorizado, y moverse por él era como hacer un recorrido por el interior de uno mismo; circular por un ámbito nuevo obliga a escarbar sobre la propia historia, donde todo hasta ahí conservaba un orden conveniente.

Por la contundencia de su alcance, en la escritura el primer golpe de gracia quizás corresponda a Johannes Gutenberg (1398-1468), quien al crear la imprenta de tipos móviles arrebató sin proponérselo la tarea exclusiva de monjes copistas que trabajaban en conventos; el conocimiento dejaba ya de ser un bien reservado a unos pocos.
Cinco siglos más tarde, al transformar la forma conocida de lectura, la tecnología inspiró profecías sobre la muerte del libro tal como hasta hoy se lo conocía. Fue un presagio que alcanzó también al diario, cuando durante los noventa los periódicos comenzaron a gestar sus versiones digitales.
Ahora le toca al e-book o libro digital, cuya penetración en el mercado crece de modo acelerado, sobre todo en EE.UU., donde hay quienes ven un punto de no retorno en su avance. Un dato de la Association of American Publishers parece convalidar esa idea: la venta de libros digitales durante los primeros ocho meses de 2009 creció un 177,3%, frente al 68,4% de igual período del año anterior.
Con el tiempo, es probable que 2009 no quede en la historia como el año en que el impreso murió, pero sí como aquél en el que la literatura digital se volvió imposible de ignorar.
Así lo resumió la revista bimensual estadounidense Poets & Writers en su última edición. Es comprensible entonces que sobre el e-book apunten miradas de recelo, ante la promesa de que con el tiempo ya no habrá necesidad de contar con bibliotecas caseras. Esa idea es la que anima a los directivos de www.leer-e.es, empresa española que se dedica a comercializar y distribuir dispositivos de lectura en Europa. Su portal ofrece la venta directa de libros en formato electrónico y, según su director Ignacio Latasa, allí "se puede y podrán encontrar todos los títulos disponibles en los próximos años". Nacida a finales de 2005, la empresa ofreció al momento más de 100.000 descargas. Algunas de ellas son gratuitas –leer-e regala libros con la adquisición de un dispositivo de lectura– y las que son fruto de ventas representan entre 250 y 300 libros mensuales, con precios de dos euros para títulos "clásicos" y de unos 20 para los diccionarios. Uno de los proyectos que más entusiasma a Latasa es "Palabras Mayores", en alianza con la agencia de Carmen Balcells, presentado en la última Feria del Libro de Guadalajara, que "comprende a los más importantes autores en lengua española del siglo XX, como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Rosa Montero".
Al principio, admite Latasa, el proyecto se encontró con la reticencia de algunos autores o titulares de los derechos de las obras para "subirlas" al sitio, por el temor de que la versión digital pudiera conspirar contra la versión impresa. "Pero autores y editores empiezan a ver más las posibilidades que brindan los nuevos formatos que los peligros que ofrecen", asegura.
El directivo de uno de los mayores distribuidores de dispositivos de lectura electrónica en Europa cree además que existen cuestiones por definir en este "nuevo modelo de negocios", como lo es el precio del ejemplar electrónico ("debería ser más atractivo para el usuario") y la limitación en cuanto a la lectura simultánea de textos. Lo que no representa un problema para Latasa es la cuestión del almacenamiento: "el sistema crea bibliotecas personalizadas" para guardar los libros adquiridos y a la vez impide regalar copias. Quizás sea cierto: todos los libros estarán al alcance de la mano, pues, como dicen los proveedores de dispositivos, los formatos electrónicos van a posibilitar tanto a las librerías que los ofrezcan como a sus clientes el hecho de tener todos los títulos sin limitaciones. Pero antes deberán llegar respuestas sobre cómo se alcanzará el acceso democrático a Internet, algo que los ejecutivos y defensores del e-book parecen no registrar.
En América Latina, de los casi 570 millones de habitantes (8,4% de la población mundial), unos 170 millones tienen acceso a la Red (10,3% de los usuarios en el mundo), de acuerdo a un estudio de diciembre de 2008 sobre la penetración de la web por parte de Internet World Stats.
En la Argentina, aunque desde el año 2000 a la actualidad el crecimiento de la penetración de Internet fue del 700%, cerca de un 48% de la población es usuaria de la Red, según ese mismo estudio. De ser hoy el e-book una realidad firme, sólo la mitad de la población podría tener "todos" los libros a la distancia de un "clic". ¿Qué tan democrático puede ser el libro electrónico, cuando menos de la mitad del planeta puede acceder a él?

Los costos de los lectores digitales tampoco parecen ayudar a la democratización del acceso y consumo. Hacia fines del año pasado, la marca Asus, inventora de las netbooks, anunció que tiene listo un lector a doble pantalla color para que se asemeje a un libro tradicional. Con el tacto será posible gestionar las páginas y tendrá dos caras, una para navegar y la otra para visualizar el texto. El precio será de unos 150 dólares, contra los 380 a los que Sony Reader comercializa su PRS-505 (aunque ya se consiguen usados, a 199). El líder Kindle, que comercializaba su lector DX a 500 dólares y se vendía sólo en Estados Unidos, anunció en octubre pasado que tendría su libro electrónico en el resto del mundo a 279 dólares. En Amazon está disponible, aunque todavía a 489 dólares; puede descargar –sin cables– libros, revistas, diarios y documentos personales en una pantalla de seis pulgadas. Sigue siendo más accesible que los 499 euros a los que Leer-e comercializa su Irex Digital Reader 800S.
¿Cuál será la masa de individuos a los que el mercado editorial del presente y futuro apuntará a ofrecer todos los títulos "sin limitaciones"? ¿Qué lector imaginarán directivos editoriales y creadores de e-readers? Quizás los incentivos provengan de otra carencia, aunque también dependiente de los intereses económicos y las voluntades políticas y de gestión cultural de los estados: el cambio climático.
Una preocupación real –y no sólo a nivel de las tibias intenciones declaradas en la Cumbre de Copenhague , en diciembre pasado– quizás empuje a la democratización de ese acceso, si en el futuro existe menos indolencia en talar quince árboles para obtener una tonelada de papel.
Son impulsos, claro, que vienen de la mano de especulaciones. En octubre pasado, el magnate australiano Rupert Murdoch anunció que en el plazo de un año los medios de prensa de su propiedad harán pagar la información en la Red. Esa restricción parcial al acceso de noticias digitales, ¿provocará un regreso a la prensa escrita como preferencia? ¿Se redistribuirá en la balanza el peso de la pulseada entre esos dos universos, el impreso y el digital?
Para el semiólogo italiano Umberto Eco, el libro impreso no desaparecerá a causa del electrónico: "No sabemos cuánto tiempo puede durar un disquete y los discos flexibles han muerto antes de agotar su capacidad de almacenamiento de datos", reflexionó en mayo de 2009 en Madrid, al recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes. Y es cierto aquello que recordó, de que los nuevos medios de expresión que surgieron a lo largo de la historia no mataron a los anteriores.
Y mientras Occidente fluye en esos cambios, y las dudas sobre si lo digital convivirá o reemplazará a lo impreso, Oriente parece en cierta medida estar fuera de esa cuestión. A la vez que el e-book avanza, su cultura preserva una de las mayores expresiones del arte islámico, la caligrafía árabe. Aun la tecnología, y transcurridos 1.400 años, artistas calígrafos árabes siguen en el presente consagrando su arte a la escritura manuscrita, la cual es más que un medio de comunicación: trasciende esa condición para elevarse a la transmisión del mensaje divino revelado en el Corán. La caligrafía resuelve de alguna manera la prohibición del islam a adorar representaciones figurativas, y por ende la tensión entre representación y abstracción. En esa sutileza –la de no poder asociar una figura a la idea de Dios– la caligrafía es un medio gráfico que expresa la palabra divina.
Ejemplos como ése, de la pervivencia de la palabra escrita, hacen difícil imaginar la desaparición del papel, menos todavía su reemplazo. Pasará tiempo, seguro, para que exista una perspectiva clara sobre si el libro electrónico y el libro impreso son posibilidades antagónicas o que pueden armonizar.
Entre la expectativa de los que saludan los progresos y la desconfianza de quienes los rechazan, existen otros, conciliadores, que deciden aceptar la convivencia del pasado y el futuro, rescatando del primero aquello que parece importante preservar para el segundo. Es el caso de los lingüistas, que salen a rescatar idiomas con herramientas digitales: con ayuda de grabadores y software, salvan de su peligro de extinción a algunas de las 6.000 lenguas que arriesgan su desaparición, y recuperan para ellas sus fonemas originales. ¿Cómo lo hacen? En forma manuscrita.
Tal vez entonces no se trate ya de una cuestión de elección, entre el papel y el soporte electrónico, sino de esa extraña fascinación que ejercen algunos objetos, tan poderosa como su capacidad para sobrevivir al tiempo y a las ideas de progreso. Como las libretas (¿fetiche o atracción?), que escritores como Ernest Hemingway o Truman Capote llevaban siempre consigo. En la mayoría de los textos que integran París era una fiesta, Hemingway reproduce el acto de escritura al mencionar que el primer borrador es su cuaderno de notas. Lo hace, por ejemplo, en el relato "El hambre era una buena disciplina", al revelar además el lugar en que registró esa primera versión, la Closerie des Lilas, sobre la rue Notre-Dame.
Los extensos días de entrevistas de Capote para reconstruir el crimen de la familia en Holcomb que lo llevaron a escribir A sangre fría, su novela más famosa, también conocieron una primera versión en libretas, que trasladaba a máquina al regresar a su hotel. Para reforzar la legitimidad de lo dicho, en Moise y el mundo de la razón, Tennessee Williams revela que lo que su narrador-protagonista cuenta fue registrado en un Blue Jay, tal la marca del cuaderno del narrador. Todavía hoy, y a este lado del Atlántico, la forma manuscrita sigue gozando de adeptos.
Para Andrés Rivera, el papel es la primera y única forma que conocen sus novelas antes de que lleguen al lector: al terminarlas, entrega un manuscrito de puño y letra. Martín Kohan lleva un registro completo de lo que aconteció en el día en su agenda. Esa costumbre de anotarlo todo obedece a una "urgencia". "Al hacer listas de cosas (registros un poco maniáticos de lo que hago), me alivio del agobio peor de registrarlo todo mentalmente".
Ponerlas por escrito y convertirlas en lista le permite objetivar algunos temas. "Los vuelvo más manejables, al menos en apariencia", dice. Los ejemplos siguen. A Mariana Enríquez la primera versión en cuaderno se le "impone" y la costumbre del teclado le imprime un esfuerzo: "Mi letra manuscrita cada vez se entiende menos por falta de gimnasia". Pero sigue usando el método de la primera versión en papel para lograr "una distancia" de la escritura laboral, para salir del tono periodístico y encontrar la voz literaria.
Después de todo, puede que nadie tenga que elegir entre el papel y la letra digital, y cada quien pueda leer y escribir donde le plazca. Como el novelista japonés Koji Suzuki, autor de The Ring, quien creó la primera obra de ficción en papel higiénico, titulada Drop. Es una novela de dos mil palabras. Fue impresa por la papelera Hayashi y puesta a la venta en librerías y secciones de artículos de limpieza de los supermercados, a 2,2 dólares. Es cierto que nada aclara el panorama sobre el futuro del papel, pero es una pista para el porvenir: al momento de valorar un texto, el contenido en sí mismo a veces representa un aspecto más –y no el principal– para definir si aquél es o no una buena idea.
Pero siempre ronda la misma feliz sospecha: las buenas historias, cuando genuinas y surgidas de la necesidad de contar, resisten siempre los ripios de su tiempo; al navegar por otras aguas, desconocen las anclas de cualquier soporte.

jueves, 25 de febrero de 2010

MANUEL MUJICA LAINEZ

La Nación, adnCultura, Buenos Aires, Argentina, 20Feb10
Este año se cumple el centenario de su nacimiento. Es uno de los grandes escritores argentinos del siglo XX, creador de la llamada "saga porteña", notable fresco de una época y de una clase. Además, fue un personaje novelesco, que fascinaba a quienes lo conocían con anécdotas, humor, irreverencia y una pose de esteta decadente
FOTO Manuel Mujica Lainez


Por Jorge Cruz
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010
Ahora que Manuel Mujica Lainez espera al lector en cualquier anaquel, sin otro objetivo que el gusto y el placer, como esperan siempre un Henry James, Stendhal o Galdós; ahora que, sin haber padecido el cono de sombra de las posteridades esquivas, los años lo han liberado de anécdotas que fraguaron una versión frívola de su persona, es oportuno señalar, para quienes no vivieron su época, el relieve que alcanzó su figura sobre todo en los movidos años 60, de variada actividad en todos los órdenes de la cultura y el arte. Mujica Lainez había institucionalizado desde tiempo atrás sus cumpleaños, los 11 de septiembre, en su casa de la calle O´Higgins, entre Juramento y Mendoza, donde circulaban a lo largo de la tarde y la noche amigos, conocidos y medio conocidos, gente del mundo social, artistas en general, gente encumbrada y gente común, halagada por la generosidad del agasajado y a la vez gran agasajador. Ya era un personaje.

Pero a partir de la publicación de la novela Bomarzo y, más aún, a raíz de la prohibición, por el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, de la ópera homónima, cuya autoría compartió con Alberto Ginastera, el escritor multiplicó la venta de sus libros y se convirtió en figura mediática y hasta popular, reconocible a donde fuera y requerida por los semanarios y por los programas de radio y televisión. Fue ingenioso comensal de más de un almuerzo con Mirtha Legrand y entrevistado forzoso en suplementos y revistas. No era habitual entonces, en un escritor, ese frecuente primer plano.
Mujica Lainez lo alcanzaba pasados ya los cincuenta años, pues había nacido en el año del Centenario de Mayo de 1810, en tiempo de solemnes y frecuentes celebraciones. La Argentina era una fiesta, había conseguido situarse entre las primeras naciones del mundo y, para muchos, estaba destinada a proseguir, de modo incesante, el ascendente camino emprendido en las últimas décadas. Los poetas, sobre todo, competían en exaltarla: así dos grandes como Rubén Darío y Leopoldo Lugones, los de mayor prestigio entonces, le dedicaron cantos de gloria en el número con que LA NACION conmemoró el feliz jubileo. Puede suponerse que el futuro escritor, antes de asomarse al mundo y durante sus primeros meses, debió de haber absorbido ese efluvio de fervor patriótico que flotaba en el aire, amalgama de gozo, orgullo y esperanza.
Creció en una familia de vocaciones literarias. Por su madre, Lucía Lainez Varela, también escritora, estaba emparentado con los neoclásicos Juan Cruz y Florencio Varela, próceres de nuestra literatura; con los Varela periodistas de La Tribuna , hombres del 80; con el romántico Miguel Cané, a quien le dedicó un libro; con el hijo de éste, el autor de Juvenilia , y con Manuel Lainez, fundador y director de El Diario . Es natural que en los hábitos y en las conversaciones familiares gravitaran de modo profundo estas herencias y remembranzas, sobre todo en el infante Manuchito (así lo apodaban), imaginativo y predestinado a escribir.
Lo mimaba un grupo femenino formado por su abuela materna, Justa Varela Cané, y sus hijas Justa (madrina del chico), Josefina, Ana María y Marta. Estas tres últimas vivieron largamente, siempre pendientes del sobrino preferido, quien, cuando se mudó a El Paraíso, en las sierras cordobesas, las llevó consigo. Junto a las hermanas Lainez, su memoria y su espíritu se impregnaron, desde temprano, de cultura francesa, según era habitual en los hogares cultos latinoamericanos. Los clásicos de Francia reinaban por sobre los clásicos del propio idioma, el francés era índice no sólo de cultura sino también de buenas maneras y refinamiento. Así ocurría hasta en la Rusia de los zares.
En la década de 1920, dificultades económicas decidieron al paterfamilias a establecerse en París. ¿Era un lujo? No. Gracias al fuerte valor del peso argentino, una familia podía mantener su buen nivel de vida, gastando menos en ese destino por tantos codiciado. La permanencia en Europa les permitió a la señora recoger material para un libro que publicó en 1928 con el título de Recordando , y a los chicos, Manuel y su hermano Roberto, afianzar el francés y luego, en Londres, el inglés. Asimismo, en esa estancia europea, se afirmó en Manuel el apego a los libros y a los objetos bellos que lo acompañaron siempre. Particular importancia tuvieron para él los meses pasados en la école Descartes, de París, donde las enseñanzas del profesor Charles-Marie Bernard le resultaron de gran provecho cuando llegó el momento de optar por el periodismo.
Ese momento llegó cuando, luego de concluir los estudios secundarios en San Isidro e iniciar y abandonar los de Derecho en la facultad correspondiente, reemplazó un puesto para él insufrible en el entonces Ministerio de Agricultura y Ganadería, por el de "redactor de crónicas" en LA NACION, donde ya habían aparecido algunas colaboraciones suyas. Nada podía resultarle más grato, como ámbito y como oportunidad, al bisoño escritor. Su alborozo se demostró en seguida en la redacción del Cancionero de LA NACION , donde anotaba versos circunstanciales dedicados a sus compañeros de entonces: los escritores Alberto Gerchunoff, Álvaro Melián Lafinur, Eduardo Mallea, Leonidas de Vedia, Margarita Abella Caprile, el dibujante Alejandro Sirio, el músico Roberto García Morillo. Las charlas se animaban, en la vieja Redacción de la calle San Martín, con la presencia de Leopoldo Lugones, Juan Pablo Echagüe, Enrique García Velloso, Enrique Loncán, Alfonso de Laferrere, Arturo Cancela, Enrique Méndez Calzada y tantos otros.

Los primeros libros
Mujica Lainez publicó casi treinta libros, y a un cuarto de siglo de su muerte, acaecida en 1984, algunos de los más logrados siguen reeditándose y, lo que importa, leyéndose. Impresiona la congruencia de una obra que fue edificándose con sabia cautela, paso a paso, afirmándose en sucesivos grados de madurez. En los comienzos, el joven escritor se probaba a sí mismo escribiendo cuentos y poemas en el estilo del posmodernismo en retirada. Los poemas exhibían destrezas pictóricas y los cuentos revelaban la capacidad de seducción de un narrador nato, dotado de exuberante inventiva. Ninguna de esas páginas pasó de las publicaciones periódicas en que aparecieron. El autor no las consideraba dignas del libro. Sólo mucho después, en años de fama, consintió en que algunas de ellas fueran rescatadas del olvido. Y fueron bienvenidas, porque cuando un creador ha dado rebosantes pruebas de talento, aun lo menor cobra nuevo sentido al acomodarse en la perspectiva de la totalidad.
Si no editó sus primicias de poeta y de narrador, en cambio, consideró que merecían ese honor los ensayos reunidos en Glosas castellanas (1936), su primer libro. Son trabajos publicados en LA NACION, frutos de lecturas de clásicos de la lengua, indicios de admiración y reconocimiento a una herencia secular que los hispanoamericanos compartimos con los peninsulares. Dos años después apareció su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires , semblanza de un personaje iluso y fracasado en la precaria villa del siglo XVII. La prosa muestra el nostálgico gusto por las sensaciones modernistas, ya probadas por autores como Enrique Larreta, el Valle Inclán de las Sonatas , Gabriel Miró. Es el primer eslabón de una serie de obras propiamente argentinas o, con mayor precisión, porteñas, que se prolonga hasta fines de la década de 1950. Por ese cauce nacional van las biografías de Miguel Cané (padre), en 1942; Hilario Ascasubi, el de Santos Vega (1943); y Estanislao del Campo, el autor del Fausto criollo (1948). Tres libros rigurosos y encantadores, en los cuales el autor ensaya sus recursos narrativos. De la misma época son Canto a Buenos Aires (1943), su único libro en verso; y Estampas de Buenos Aires (1946), comentarios a las imágenes de barrios porteños trazadas por la dibujante Marie Elisabeth Wrede.

La onda porteña
La línea literaria del escritor asciende de modo notable con los dos libros siguientes: Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1950), sucesión de relatos que transcurren, el primero, en San Isidro, pago entrañable para Mujica Lainez, y el segundo, en Buenos Aires, desarrollados desde el asentamiento de Pedro de Mendoza hasta casi los años contemporáneos del escritor. Son obras de un excepcional cuentista, con piezas en su mayoría antológicas, por su interés narrativo y su prosa impecable, en las que revela, por vez primera, su gusto por volar imaginativamente a través del tiempo. Misteriosa Buenos Aires , en particular, se ha convertido en una referencia asidua entre los ecos literarios suscitados por la capital porteña.
A continuación, cuatro obras narrativas que profundizan en la alta clase porteña -ya indagada, en parte, en los relatos anteriores- nos dan la medida de la identificación del escritor con un sector social que fue el propio y que él mostró con luces y sombras, con actitud veraz impregnada de nostalgia e ironía. Los Ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955) e Invitados en El Paraíso (1957), calificados habitualmente como "saga porteña" por la relación establecida entre personajes del mismo círculo familiar, constituyen el punto más alto de la obra de Mujica Lainez, no sólo por su magistral construcción literaria, sino también por lo que contienen de testimonio profundamente sentido. Son narraciones luminosas, pobladas de personajes contemplados con humor, con mirada no torva ni demoledora sino piadosa y hasta jovial.
Entre la última novela de la saga y la obra siguiente mediaron cinco años, inusitado paréntesis en un autor para quien escribir era una necesidad, un modo de ser. Después de Invitados en El Paraíso , como le ocurría siempre al poner punto final y fecha a un libro, se sentía vacío por la falta de un tema que lo instigase a volver a empuñar la leal estilográfica. Consideraba cerrado el ciclo porteño y su imaginación necesitaba nuevas incitaciones. Sin embargo, actividades de otro tipo lo distrajeron de la desazón que le provocaba el período de pausa y busca. Eran los años del primer posperonismo. Le había tocado dirigir las relaciones culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores, después de lo cual se dio a los placeres de viajar. También lo distrajeron las satisfacciones de los premios que por entonces distinguieron su obra.

La onda histórica
En uno de esos viajes por Europa, conoció Bomarzo, no lejos de Roma, donde, en el parque del castillo, un noble italiano había hecho esculpir unos sorprendentes monstruos de piedra. Nada mejor que este hallazgo para encender la inventiva del escritor y franquearle la entrada al mundo deslumbrante del Renacimiento; nada mejor para espolear su portentosa imaginación y su pasión de erudito. La novela se apoyó en una copiosa y precisa documentación, rebuscada con deleite y asentada en cuadernos que han quedado como testimonios de una empresa asombrosa. En Los Ídolos había llamado "flaubertismo" a este afán de documentarse. En tal sentido, Bomarzo (1962) resultó una de las hazañas de nuestra literatura.
Ganado por la fascinación de la Historia y dispuesto a trasladarse hacia otros tiempos, Mujica Lainez rumbeó hacia otra etapa de la historia de Occidente: la Edad Media, con la misma pasión por documentarse y, en este caso, por captar el misterio de una época poco afín a la mentalidad contemporánea. La nueva novela apareció en 1965 con el título de El unicornio . La pueblan personajes de carne y hueso y personajes feéricos que se entremezclan en el siglo XII, en tiempos de las Cruzadas. Recluida en el campanario de la iglesia de Lusignan, donde pasa su infinito tiempo leyendo libros de historia, el hada Melusina, la protagonista, "graduada en fantasía", como dice el autor, redacta sus complicadas memorias. Inmortal como el duque de Bomarzo, escribe desde la perspectiva de siglos, con la angustia de haber fracasado, también como el duque, en el logro del amor.
Dos obras publicadas seguidamente son réplicas y reacciones respecto del empeño documental manifiesto en Bomarzo y El unicornio . Se trata de Crónicas reales (1967) y De milagros y de melancolías (1968). En ellas resuelve inventar la historia, sin apelar a bibliotecas ni archivos: en el primer caso -una serie de relatos-, las vicisitudes de unos reyes que gobiernan un nebuloso país próximo al mar Negro; y, en el segundo -una novela-, nada menos que la historia de América. Al entusiasta lector de libros sobre épocas pasadas lo intrigaban las relaciones entre la historia y la verdad. No era nueva en él la reacción contra la idealización y la deshumanización de los sucesos históricos. Veía con irónico escepticismo a los próceres solidificados en poses estatuarias propias de la Historia como Panteón.
En referencia a De milagros y de melancolías , dijo que era una "tentativa de probar que la historia es una invención del historiador". Al final del texto figura una bibliografía apócrifa, presuntamente utilizada para sustentar la narración, pero, en verdad, con la intención de burlarse de su propia manía "flaubertiana". En cuanto a ambos libros, Mujica Lainez afirmó que juntos formaban una especie de antihistoria del mundo occidental, compuesta por un escritor que se vengó así, alegremente, de las torturas que le había impuesto la celosa Historia, cuando escribía novelas como Bomarzo y El unicornio .
Entre la novela que reinventa la historia americana y el próximo libro pasaron cuatro años. Otro paréntesis llamativo. Corresponde al período de la instalación en Cruz Chica, donde había comprado una mansión ya bautizada como El Paraíso, al igual que la casa de la última novela del ciclo porteño, Invitados en El Paraíso . El traslado fue una aventura fatigosa caracterizada, en lo literario, por cierta sequedad creadora y algunos proyectos desechados. El auxilio provino de la propia angustia del autor sin tema. En un relato indirectamente autobiográfico titulado Cecil (1972), es el perro, obsequio del fotógrafo Cecil Beaton, quien relata las vicisitudes de su pobre amo, perturbado por los dolores de cabeza que le provocaba el ordenamiento de libros y objetos queridos en la nueva morada. Es un relato conmovedor por su sinceridad.
Luego de este remezón doméstico, Mujica Lainez retomó su disciplina y su ritmo de trabajo. Hasta el año de su muerte, los nuevos libros se sucedieron acompasadamente y bebiendo en fuentes ya probadas. El laberinto (1974) recrea la España barroca y la América de los conquistadores, y utiliza, como en aquéllas, documentación histórica. El viaje de los siete demonios (1974) es otro desafío a la Historia, en el cual a cada pecado corresponde un demonio y una distinta ubicación en el tiempo y en el espacio. Las tres novelas siguientes - Sergio (1976), Los cisnes (1977) y, sobre todo, El Gran Teatro (1979)- retoman aproximadamente la línea del ciclo porteño.
En el último tramo de su obra, ya en la década del 80, da a conocer dos libros de ficción: El escarabajo (1982) y Un novelista en el Museo del Prado (1984). El escarabajo se sitúa en la línea de las obras históricas, pero con más elementos paródicos y satíricos. El punto de vista narrativo es similar al de La casa y Cecil , es decir, un ser no humano, aunque humanizado; en este caso, un escarabajo de lapislázuli, un talismán egipcio forjado para la reina Nefertari, que va pasando de mano en mano a través de los siglos y los espacios geográficos.
En Un novelista en el Museo del Prado , el itinerario se verifica, en cambio,por medio de figuras del mundo del arte, que escapan de sus marcos y cobran vida de noche, cuando el silencio y la penumbra invaden los salones del Museo. Entre la publicación de estos libros, el autor reúne narraciones y crónicas aparecidas, en su mayoría, en LA NACION. Se editan con el título de El brazalete y otros cuentos (1978), Los porteños (1980) y Placeres y fatigas de los viajes (1983-1984). Este esquema de la obra mayor de Mujica Lainez deja al margen pero no olvida los poemas dispersos, las páginas sobre pintores argentinos, los trabajos en colaboración con el fotógrafo Aldo Sessa, las traducciones de Shakespeare, Molière y Racine, las conferencias y las lecturas radiales, los libretos de la cantata Bomarzo y de la ópera; los escolios a la colección Clásicos Castellanos de Estrada y los dibujados y coloreados laberintos en los que se enredan breves y poéticos textos, aparte de intentos inéditos o inconclusos que se guardan en El Paraíso.

El personaje
Este autor de tan excepcional categoría vivía, como tal, sometido a una disciplina severa, cuyos resultados potenciaba la natural facilidad de pluma, la de su siempre pronta estilográfica. A esa ventaja, que lucía, sobre todo, en la actividad periodística, se sumaban la rápida inteligencia y la curiosidad insaciable. Y otra virtud, la de no dejar nada escribible para después. Por la mañana redactaba a mano las páginas de sus libros; luego las pasaba a la atareada Underwood que hoy se exhibe en la casa museo de Cruz Chica, entre cientos de objetos y miles de libros. El resto del tiempo lo dedicaba a LA NACION -donde durante muchos años tuvo a su cargo la crítica de arte- y a la vida social. Comidas en casa de gente amiga (era un comensal codiciado), cócteles y jornadas de teatro, ópera, conciertos y cine lo mantenían al tanto de la actualidad artística. Sus intereses, en esta esfera, eran múltiples. Cabía preguntarse cómo persona de tanta actividad laboral y social podía, a la vez, escribir libros tan elaborados y de extensión considerable.
Cuidadoso del atuendo desde siempre, en los años de fama y éxitos (a partir de la década del 60) le añadió notas ligeramente extravagantes de hombre de mundo con hábitos de dandi: el monóculo, los chalecos llamativos, las corbatas tipo plastrón y el bastón ornamental que ocultaba un estoque. Cuando se mudó a El Paraíso, la indumentaria se tornó más sobria, más campesina, con sombrero flexible o boina; campera o abrigo de gruesa lana resistente a los fríos serranos y el bastón ahora más servicial.
En la conversación no desaprovechaba oportunidad de dar rienda suelta a sus ocurrencias del momento. Alguien que lo conocía bien y le tenía afecto decía que, en esas ocasiones, Manucho (así lo llamaban todos) no reparaba en los riesgos que sus ironías podían causar a la amistad. Muestras de la gracia o del ingenio burlesco constan en sus improvisaciones en verso. En las sesiones de la Academia Argentina de Letras, de la cual fue miembro desde 1955, solía empuñar la estilográfica para dibujar mientras atendía a las deliberaciones.
Se debatía una vez sobre si el diminutivo de la palabra mano era manito o manita. Por entonces el escritor debía asistir, en Quito, junto con Ángel J. Battistessa, a un coloquio académico. De inmediato Mujica le hizo llegar a su colega estos cuatro versos: "Ya que nos vamos a Quito/ donde el corazón palpita,/ tomémonos la manito/ Battistessa, o la manita". En otra ocasión, ante la duda de si a la dama que integra un gabinete debía decírsele ministro o ministra, compuso los siguientes: "Según se sacuda el sistro/ que nuestro cuerpo registra,/ se puede decir ministro/ o ministra".
En el mencionado Cancionero de LA NACION abundan las referencias a colegas del diario suscitadas por algún rasgo personal, o porque alguien emprendía un viaje o regresaba, porque había publicado un libro o recibido un premio, acontecimientos celebrados en almuerzos o comidas, con infaltables discursos o, como en el caso de Manucho, versos alusivos. También figuran los dedicados a amigos, como los dirigidos a Alejandra Pizarnik, con motivo precisamente de una cena que se le ofreció en noviembre de 1966. "Como el buzo en su escafandra/ y el maniático en su tic,/ me refugio en ti, Alejandra/ Pizarnik./ ¡Oh, tú, ligera balandra,/ oh, literario pic-nic,/ con tu aire de salamandra/ modelada por Lalique!/ ¡Oh Alejandra,/ oh mi Casandra/ chic!"
Como Borges, era un antiperonista constitucional. Como su gran colega, estimaba que los secuaces del inquietante movimiento eran incorregibles. El hecho, tan comprobado a lo largo de sus interminables avatares, lo movió a concentrarse en su trabajo de escritor, protegido por su propensión a mirar desde lo alto las miserias humanas. Cuando una joven periodista le preguntó qué opinaba del "retorno" (el de Perón, claro), se sacó el lazo del cuello respondiendo que, según él, era un galicismo, juicio enigmático que dejó a la periodista sin elementos para seguir indagando.

El escritor
No fue Mujica Lainez un innovador ni perdía el sueño por el afán de situarse en las líneas de vanguardia ni por pertenecer a los círculos "de culto", como suele decirse. Fue más bien un marginal de la literatura. Muy seguro de sí mismo, de lo que quería y de lo que podía, se mantuvo fiel a sus convicciones, aun cuando marchara contra la corriente. Fue un escritor de personalidad perfectamente definida. No escribió novelas históricas cuando ni porque estaban de moda. Sus temas y su estilo de escritura obedecían a inclinaciones muy enraizadas en él y a una preparación que, como se ha visto, fue larga y minuciosa. Sus libros emprendieron una trayectoria propia y sus reediciones y traducciones señalan que si tuvo fieles lectores en vida, los sigue teniendo hoy más allá de las inconstancias del gusto y las modas.
Favoreció este extrañamiento del escritor no sólo su peculiar mundo imaginario, proyectado hacia el pasado, sino también el desajuste cronológico respecto de las generaciones o los grupos literarios de su época. Cuando aparecieron sus primeros libros, hacía tiempo que los martinfierristas se habían dispersado. Las llamadas Novísima Generación del 30 y Generación del 40 fueron sobre todo promociones de poetas. En cuanto al grupo Sur, cuando la revista nació y se expandió, en las décadas de 1930 y 1940, Mujica no había publicado las obras narrativas que ratificaron su talento. Su vida intelectual se centraba en el diario LA NACION, donde trabajaba junto a notables escritores, y, durante algunos años, en el Museo de Arte Decorativo, donde se consagró "a la lenta y fragosa" elaboración del catálogo descriptivo de las colecciones.
Como Borges, tuvo una visión idealizada de la Argentina, una Argentina criolla, sobria y decente. En un poema que aquél le dedicó en La moneda de hierro , le dice con exactitud: "Tu versión de la patria, con sus fastos y brillos,/ entra en mi vaga sombra como si entrara el día". En los pareados finales, sin embargo, registra, con reprimido dolor, la certidumbre de que esa Argentina ya no existe: "Manuel Mujica Lainez, alguna vez tuvimos/ una patria -¿recuerdas?- y los dos la perdimos". Hay en esa visión del país y de la literatura cierto anacronismo a la vez irónico y poético, que esquiva lo contemporáneo y opta por lo secular y lo inmortal. En ese vasto friso, el hombre no deja de mostrarse como el ser menesteroso, pequeño y frágil que es, capaz de resentimiento y de traición, pero también de gestos heroicos y, sobre todo, capaz de percibir y crear belleza.

sábado, 13 de febrero de 2010

CON EL CORAZÓN EN LAS MANOS

La Nación ADN Cultura, 13Feb10
Gabriel Orozco, el artista nacido en México que conquistó el mundo, recibió a adncultura en Nueva York, donde logró algo casi imposible para un latinoamericano: una retrospectiva en el MoMA en mitad de su carrera. Conservar la capacidad de asombro es la clave de su éxito.
FOTO composición fotográfica de La Nación.


Por Graciela Speranza
Una imagen explosiva por donde se mire recibe al visitante en el sexto piso del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Por un camino de tierra bordeado de palmeras, un camión azul escapa de una fenomenal pared de nubes negras, apenas interrumpida por la carita de un chico de tez oscura y sombrero de colores, que asoma entre la masa compacta de humo como un ángel que vela desprevenido por el destino del mundo. Hay mucho para ver si se atiende al juego de colores y escalas, pero una esfera rosa que está en el centro de la imagen capta enseguida la vista y lo trastoca todo: con los mofletes inflados el chico está a punto de hacer estallar un chicle globo. La explosión descomunal del volcán contrasta con la inminencia irrisoria del estallido del globo, la piel oscura del chico desentona con la típica golosina estadounidense, y la negrura ominosa de las nubes realza los colores vibrantes del camión, el follaje y el sombrerito autóctono. Con la elocuencia casi mágica del montaje, las cosas, dispuestas juntas pero añadidas según sus diferencias, toman distancia y dicen más que lo que muestran. Hablan.
El collage original de 1996, guardado en un cuaderno de notas y ampliado ahora hasta cubrir las paredes de la entrada, es por muchos motivos un buen comienzo para la muestra de Gabriel Orozco que exhibe el MoMA hasta el 1° de marzo, primera escala de un viaje que continuará en el Kunstmuseum de Basilea, el Centro Pompidou de París y la Tate Modern de Londres, en un recorrido excepcional para un artista nacido en Xalapa, Veracruz, en 1962, que empezó a mostrar su obra a principios de los años 80. Es la primera muestra individual que el museo dedica a un artista mexicano después de las de Diego Rivera y Manuel Álvarez Bravo, y una de las pocas a un latinoamericano tan joven. Pero Orozco parece moverse a gusto en el MoMA, donde dispone la variedad inclasificable de su arte con la misma mirada intensa y a la vez sosegada, si cabe la paradoja, con que ha recompuesto el mundo, como en el collage , para que diga otras cosas. Han pasado dieciséis años desde que instaló sus esculturas lábiles de objetos cotidianos en espacios impensados del museo (arreglos geométricos de naranjas frescas en las ventanas de un edificio lindante; una hamaca paraguaya que no consiguió colgar de dos rascacielos, pero coló en el jardín entre esculturas de Giacometti y Picasso), y sin embargo sigue desvelando a los críticos, obligándolos a redefinir los medios, ampliar las genealogías, cruzar culturas y tradiciones, para reflejar el lugar único que ocupa en el paisaje del arte contemporáneo. No sorprende entonces que por efecto del impulso con que él mismo expandió los espacios convencionales del arte, su Matriz móvil (un monumental esqueleto de ballena encontrado en las costas de Baja California, pacientemente recompuesto e intervenido con círculos concéntricos dibujados con grafito) se haya trasladado desde la Biblioteca Vasconcelos de Ciudad de México y flote ahora en el atrio del MoMA, que 400 de los 672 grabados digitales de su serie geométrica Árboles del Samurai cubran las paredes de una sala completa (mezcla de "fusión nuclear" y "gloria bizantina", en la fórmula ingeniosa de Peter Schjeldahl, el crítico de The New Yorker que recorre la muestra entusiasmado), y que una selección nutrida de obras de los últimos veinte años ocupe por derecho propio las clásicas salas de paredes blancas.
Casi en el centro del recorrido está La DS , su obra más celebrada, un Citroën francés original de los años 60, que Orozco seccionó quirúrgicamente en un taller parisiense en 1993, reduciéndolo a dos tercios de su tamaño real, hasta convertirlo en ícono absurdo del culto burgués europeo, exacerbado en su promesa aerodinámica de velocidad pero vuelto inerte sin el motor, impropio en su interior comprimido para cualquier fantasía publicitaria de viaje familiar o romántico. Con toda su carga irónica, La DS se impone en el espacio con la misma belleza escultural de un ready-made duchampiano o un pájaro acerado de Brancusi ("¿Quién podrá hacer algo más bello que esto?", le preguntó Duchamp a Brancusi frente a una hélice en una feria de aeronáutica en 1912). Pero antes de que adquiera la consistencia densa de los objetos estéticos consagrados, Orozco se encarga de volver a profanarlo. No sabe qué hacer con el abrigo que carga de un lado a otro mientras ultima detalles de la instalación con Ann Temkin, la curadora, y lo guarda en el baúl del auto con mal disimulada picardía, en una nueva banalización de la deése (diosa, según la pronunciación francesa de la sigla), que liquida cualquier pretensión escultórica sublime.
El gesto resume bien el desenfado con que Orozco eludió las trampas de las instituciones del arte después de sus primeras muestras consagratorias. En 1993 ocupó el espacio asignado en el Aperto de la Bienal de Venecia con una caja de zapatos vacía y, al año siguiente, para su debut en la galería neoyorquina Marian Goodman, colgó cuatro tapas de yogur Danone en las paredes del cubo blanco, dos obras que no se contentaron con reducir al absurdo el ready-made duchampiano, sino que en la línea de los 4´ 33´´ de silencio de John Cage reduplicaron el vacío de las salas con simples contenedores descartables, sin descuidar la disposición precisa de los objetos en el espacio y la elegancia sutil de las formas industrializadas. Pero el arte de Orozco nunca se limitó a esas audacias, claros dobles institucionales de lo que hizo a cielo abierto en todas partes. Mucho antes de reconfigurar los espacios de la galería, el museo o las bienales con objetos cotidianos, derribó las paredes del estudio y llevó el arte literalmente a la calle. Viajero vocacional, recolector voraz, coleccionista, fotógrafo, escultor, instalador, artesano, pero sobre todo paseante urbano incansable, trastocó las fronteras geográficas y las definiciones de los medios, alterando el paisaje conocido con intervenciones muy variadas, pequeños gestos o lazos en los intersticios, capaces de activar espacios, conexiones y nuevos sentidos, y de sacudir la percepción anestesiada por la costumbre. Basta ver las huellas circulares que dibujó con una bicicleta entre dos charcos ( Extensión del reflejo ), la figura evanescente que compuso con naranjas en las mesas vacías de una feria brasileña ( Turista maluco ), los desechos urbanos con los que replicó en miniatura el skyline de Manhattan ( Isla dentro de una isla ), la serie de encuentros con otras motos Schwalbes, iguales pero no idénticas a la suya, que registró en sus recorridos por Berlín ( Hasta encontrar otra Schwalbe amarilla ); imágenes sin ningún subrayado exótico o geográfico preciso que distinga las grandes capitales del mundo de Mali, Timbuktu, Ecuador o Costa Rica. Extremando la movilidad del ready-made , Orozco reemplazó la localización fija del taller del artista por el vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, Ciudad de México y la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas in situ , con resonancias claras de su cultura o del postapocalipsis urbano, que empezó a registrar en la capital mexicana tras el terremoto de 1985, pero sin ningún apego folklórico o demagógico al legado de la tradición propia. Su obra se acerca a la cultura de México tan pronto como se aparta con genuina vocación cosmopolita (el damero de ajedrez dibujado sobre una calavera comprada en el SoHo, Barriletes negros , es un buen ejemplo de ese doble movimiento), en busca de objetos que condensen la tensión entre lo local y lo universal, la intervención y el registro, el modelo tecnoindustrial de la escultura y la artesanía, y dinamicen las diferencias. No son las únicas tensiones que animan su obra: orden y caos, campo y ciudad, mundo orgánico y geometría se debaten en las imágenes que Orozco encuentra o crea a su paso e invitan al espectador a sumarse a la experiencia. "El hecho de no trabajar con una técnica específica en un estudio fijo -dice- me permite enfocar el momento y el lugar en que estoy viviendo, y luego tratar de incorporarlo a la obra." Y también: "Más que representar mi cultura, mi raza o mi género, trato de generar un espacio vacío que pueda ocupar el que mira y le permita encontrar su propia identidad en la experiencia". Las obras, de hecho, han intentado a menudo integrar el entorno literalmente, como esa pelota de plastilina construida con su propio peso, Piedra que cede , que Orozco hizo rodar por las calles de las ciudades hasta moldearla con marcas y detritos, curioso autorretrato móvil con ecos de la cultura maya "definitivamente inacabado", que es también correlato estético de un recorrido abierto por el mundo, que no impone, sino que recibe y cede, que no quiere ocultar los restos y las diferencias, sino que los alberga.
Una cita de Julio Cortázar copiada junto a una imagen del sistema solar en su primer cuaderno de notas ("buscar era mi signo", "soy de los que salen de noche sin propósito fijo") condensa la centralidad del movimiento en la obra de Orozco que, en sintonía con el cosmos, abunda en esferas, elipses y círculos. Los trayectos fueron gestando un arte desarraigado, que encuentra materiales y formas en moradas transitorias antes que en raíces exclusivas y excluyentes, una invitación a atender a la vibración del presente y una respuesta categórica a los nacionalismos obtusos, los nomadismos banales o la estandarización forzada del mundo globalizado. También una negativa a la autoindulgencia en el estilo propio. "El estilo de un artista o el mundo de un artista -dice Orozco- se puede convertir en un territorio único y fijo, un tipo de fortaleza en la que no creo. No quiero marcar un territorio. La constelación del mundo que el artista genera, que yo quiero generar, está en constante movimiento."
No hay un estilo Orozco, es cierto, sino una constelación de objetos e imágenes que fuerzan los límites de los medios para que puedan contener el espacio y el tiempo, y albergar la tensión de las contradicciones. Con la misma versatilidad de sus trayectos, el artista vaga de un medio a otro o, más precisamente, deambula entre los medios. Fotografías que evitan la fijeza de la composición artística y son "un puente con la realidad y documentación de acciones concretas", esculturas que "se originan en un accidente furtivo o se encuentran en huellas indiciales o aleatorias" (la caracterización precisa es de su crítico más brillante, Benjamin Buchloh), pinturas que avanzan en expansión centrífuga siguiendo el movimiento del caballo de ajedrez y realizan el deseo duchampiano de concebir un arte que pueda "emular los placeres sensuales de la ejecución ideográfica de la imagen en el tablero".
No es casual que Orozco sea un lector atento de Borges. Una de las claves de su arte está en las paradojas (el auto, el ascensor y las bicicletas inmóviles, el corazón de terracota forjado con las manos, la apariencia orgánica de los materiales industriales), análogos visuales de las oposiciones que disparan los relatos de Borges (el traidor que es héroe, la india de ojos azules), abiertos en la tensión irresuelta de las polaridades a múltiples sentidos e interpretaciones. En esa dirección, las Mesas de trabajo , colecciones casi domésticas de esculturas en proceso que, si se quiere, cierran (y vuelven a abrir) el recorrido por las salas del MoMA, resumen bien la paradoja más prodigiosa de su arte, capaz de apresar el tiempo y el espacio en la materia discreta y estática. Irreductible a las presiones del mercado, sujeta a la fatalidad del accidente, la colección reúne hallazgos y experimentos estéticos que se acumulan con el tiempo, como cuadernos de notas en tres dimensiones. Cada vez que la mirada vuelve a las series heterogéneas dispuestas sobre las mesas descubre algo que no ha visto, encuentros azarosos y elocuentes ("azar enlatado", Duchamp otra vez) que los ojos, la mente y las manos han sabido capturar en un objeto.
Pocos artistas contemporáneos han alcanzado un equilibrio tan sutil entre atención al mundo sensible, iluminación poética, inteligencia y belleza. De ahí que sus logros hayan inspirado algunos de los textos más penetrantes de la crítica de arte reciente, así como abrieron caminos a muchos artistas más jóvenes y despertaron también ineludibles recelos. Los latinoamericanistas o los multiculturalistas que ofician a veces de policía migratoria bien podrían recordar que su tradición, como la de Borges, es todo el universo. En la estela del elenco variado de sus precursores, de dadá y los surrealistas a Joseph Beuys, Cage, Robert Smithson, los conceptuales brasileños o los constructivistas rusos, el arte de Orozco enseña a mirar y reencanta el mundo entero.
© LA NACION
FICHA. Gabriel Orozco , retrospectiva curada por Ann Temkin en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) , hasta el 1° de marzo; en el Kunstmuseum de Basilea, del 18 de abril al 10 de agosto; en el Centro Georges Pompidou de París, del 15 de septiembre al 3 de enero de 2011, y en la Tate Modern de Londres, del 19 de enero al 2 de mayo de 2011

HISTORIAS CON NOMBRE Y APELLIDO: EL HOMBRE QUE REVELÓ LOS SECRETOS DE LOS ANDES

La Nación, Buenos Aires, Argentina, 13Feb10
Leila Guerriero
LA NACION
FOTO: LA NACION / Soledad Aznarez


Hijo de un marino mercante y de un ama de casa, Ramos se recibió de geólogo en 1965 Foto: El tipo le dijo: "Ramos, va a perder el tiempo. Usted tiene mente para la matemática, la física, ese tipo de cosas". Ramos le contestó: "Pero a mí me gusta la abogacía". Y el tipo, que era profesor de matemática, le volvió a decir: "Ramos, piénselo bien".
Ramos era precoz: tenía 15 años, estaba terminando el colegio secundario, había sido un alumno bueno, pero díscolo ?estudiar le tomaba diez minutos y vivía preguntándose qué hacer el resto del tiempo? y, aunque quería ser abogado, después de escuchar la advertencia de aquel profesor decidió que ya que su hermano Dante, su gemelo perfecto, quería ser físico nuclear, él bien podía intentar compartir el curso de ingreso y ver de qué se trataban esas ciencias duras para las que, decían, tenía condición. A lo largo de todo el verano Víctor Ramos hizo el curso de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires y supo que no iba a ser abogado, casi desde el principio, cuando recibió un librito editado por Eudeba que se llamaba Ochocientas ochenta y ocho palabras sobre la ciencia.

"Yo nunca había escuchado la palabra geología, pero ese librito decía que, si te gustaban la física, la química y la montaña, tenías todo lo necesario para ser un geólogo. Y a mí me encantaba la montaña desde que había ido a Bariloche y subido al cerro López, y sentí que estar ahí era lo más impresionante que me había pasado. Así, gracias a las Ochocientas ochenta y ocho palabras sobre la ciencia, descubrió su vocación. Con el tiempo devino no sólo el primer miembro latinoamericano en ingresar, después de un siglo, a la Sociedad Geológica Americana; no sólo el primer geólogo en recibir el premio Bunge & Born (que obtuvieron también Luis Federico Leloir, Alfredo Lanari, Alfredo Pavlovsky y Armando Parodi, entre otros) sino, sobre todo, el hombre responsable de atesorar la mayor cantidad de conocimiento acerca de un sitio que estuvo a punto de quitarle la vida ?varias veces? y que le dio, a cambio, sus mejores secretos: la cordillera de los Andes.
* * *

Es de noche. Víctor Ramos conduce por la Avenida del Libertador. Habla de la vida en los countries, del apartheid, de Ischigualasto, de los Andes.
-La cordillera de los Andes es una cordillera única. ¿Ahí dice que esta es la calle Olazábal?
-No.
-Entonces, es la otra cuadra. Los continentes están en constante movimiento. Africa chocó con Europa y se formaron los Alpes. La India chocó con Asia y se formaron los Himalayas. Pero todas esas cadenas tuvieron un período previo y antes de ser sistemas colisionales fueron sistemas alzados por el hundimiento de la corteza oceánica, que hace que el continente se abolle y crezca. Eso es lo que sucedió con la cordillera de los Andes, que no es una cordillera más, sino un ejemplo único: una cordillera antes del choque.
-¿Y va a volver a chocar?
-Probablemente, con Asia. En millones de años. Una vez me invitaron a la televisión, y le dije a un conductor que todas las ciudades que están al pie de la cordillera seguramente van a terminar destruidas por una falla. Se armó un lío bárbaro. El hombre me miraba y me decía: "Pero mire que en este momento nos están viendo en Mendoza". Y yo hablaba de cinco millones de años. ¿Esta es Olazábal?

-No.
-Yo tenía un profesor que decía que así como otros coleccionan estampillas, nosotros coleccionamos montañas. Y así como mis colegas me muestran los Himalayas, las Rocallosas... ¿Qué dice ese cartel? ¿Olazábal?
-No.
- … ta madre... Así como ellos me muestran, cuando vienen acá uno es responsable por los Andes. ¿Y esta? ¿Es Olazábal?
-No.
- … ta madre. Otra vez.
Conduce como habla: rápido, seguro, sin interrupciones. Como si el tiempo fuera una materia en extinción.
* * *
Hijo de un marino mercante y de un ama de casa, se recibió de geólogo en 1965 y noviaba ya con Nina, una compañera de la facultad dos años mayor que él, cuando se fue a hacer un máster a Holanda y tardó dos años en volver. Regresó en 1967 y se casaron. La imposibilidad de dedicarse a una carrera académica en la UBA -haber sido discípulo de uno de los profesores apaleados durante la Noche de los Bastones Largos lo transformó, también a él, en indeseable- lo decidió a aceptar un trabajo en Brasil.

Se mudó allá; tuvo su primer hijo. Cuando una compañía minera le ofreció un puesto en Estados Unidos dijo que no, desechó un futuro acomodado y volvió a la Argentina donde tuvo dos hijos más, compró casa en La Lucila y empezó a trabajar, con magra paga, en el Servicio Geológico del Instituto Nacional de Geología y Minería.
-Yo no tengo más talento que el trabajo. Cuando uno dice: "Voy a estudiar tal cosa", y a la primera de cambio viene la compañía petrolera equis y le ofrece tanta guita y uno se olvida de lo que quería hacer, sonó. Cuando me vine de Brasil, no llegaba con el sueldo a fin de mes. Pero si alguien se acuerda alguna vez de mí, dirá: "Ese tipo conocía los Andes". No hay mucha gente que durante cincuenta años haya estudiado los Andes, desde Colombia hasta la Argentina.
Todo lo que tiene -un auto chico, la casa en La Lucila, un estudio en Núñez- se lo debe a la imposibilidad y a la exclusión: como sólo pudo regresar a la vida académica cuando su interventor, Gregorio Klimovsky, lo convocó en 1984, los años durante los cuales tuvo que trabajar obligatoriamente en la gestión privada le permitieron juntar algunos pesos. Ahora, después de haber sido vicedecano durante ocho años, es, otra vez, lo que más quiere: profesor.
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-¡Ay! Otra vez el teléfono. ¡No! Pero ¿quién llama ahora?
Es un día de furia en casa de Víctor Ramos, en La Lucila. Dos nenas rubias miran televisión mientras su abuela Nina, una mujer fornida y alta, con una energía temeraria, se levanta, una y otra vez, a atender el teléfono. Llaman su hija, sus nueras, su marido: una de las nueve nietas baila en el acto de fin de curso y toda la familia se moviliza para verla bailar. La casa tiene gran patio, columpio, sala con piano, flores, tapices de lana, libros, piedras, fósiles.
-Nos mudamos acá cuando volvíamos de Brasil, y Víctor a duras penas consiguió trabajo. Yo también soy geóloga, pero dejé de trabajar porque el sueldo se me iba en pagarle a una persona para que cuidara a los chicos. Y encima fue el Rodrigazo. De un día para otro, todo subió como el sesenta por ciento.
Sin embargo, eran felices. Víctor partía a sus expediciones de campaña y a veces se llevaba a la familia en carpa, en camioneta, en Unimog.
-El estudia la estructura de los Andes, y para eso hay que tener un don. Hay pocos geólogos que tengan esa facilidad de ver y, a simple vista, hacerse una idea de cómo fue el proceso de formación de esa montañas.
* * *
-Yo miro una montaña y tengo la impresión de que la montaña se mueve. Va a una velocidad mucho menor que la nuestra, pero si uno sabe ver, la vivacidad es impresionante. Los Andes están en pleno crecimiento, y uno puede ver cómo se las ingenian para producir terremotos, por dónde salen los volcanes. Quizás una persona ve un paisaje y le gustan los colores, y yo veo el producto de un levantamiento de hace cinco millones de años y evidencias de que se sigue levantando.
Un día, caminando por el desierto de San Juan, Víctor Ramos vio unas rocas; rocas que existen en los fondos oceánicos a 2000 metros de profundidad; rocas que había visto, también, en la cordillera entre Canadá y Estados Unidos. Lo demás fue atar cabos. Era 1985 cuando presentó un trabajo durante un congreso en Chile, en el que postuló que gran parte de ese país había sido un continente llamado Chilenia, que había colisionado con América del Sur.
-Se me mataron de risa. En la cena de clausura cantaban una especie de cueca y se mofaban: "El colega trasandino ha tomado mucho vino". Veinticinco años después, en 2000, entré en la Academia Chilena de Ciencias por haber descubierto que Chilenia era un bloque. Se sospecha que se desprendió de Laurentia, que es el nombre del continente norteamericano.
Gracias a aquel descubrimiento, la Sociedad Geológica Americana lo nombró miembro honorario y Ramos fue, después de un siglo entero, el primer sudamericano en ocupar ese lugar.

* * *
Era 1986 cuando realizó los levantamientos sistemáticos de la geología del Aconcagua, que permitieron conocer la historia y la edad de esa montaña: eso quiere decir que fue hasta allí, llegó a la cumbre, recogió las piedras que era necesario recoger. En el año 1900, un geólogo había hecho lo propio, pero la inexistencia de estudios de laboratorio precisos hicieron que la edad y la historia del Aconcagua quedaran sumidas, ochenta años más, en el misterio.
-Intenté cuatro veces, pero por cuestiones climáticas tuve que bajar. Una vez armamos la carpa demasiado cerca de un precipicio enorme. La llenamos con 27 piedras. Menos mal, porque vino una tromba, chupó la carpa y nos quedamos tapados apenas con la lona. Cuando paró el viento, salimos como rata por tirante. La vez que hice cumbre, me mandé solo, pero se me juntaron dos mendocinos. Les dije: "Los ayudo, pero desde ningún punto de vista, si tienen un problema, voy a bajar con ustedes". Subimos. Al primer campamento ya estaban medio boleados. Tenía que hacerles la comida, armarles la carpa. Les dije: "Tomen agua, hagan caldito; hidrátense". Al ratito, me golpean la carpa: no podían prender el calentador. "Pasen", les dije. Les hice la sopita; les di de comer. Al otro día subimos a 6100 metros y, de nuevo, yo haciendo de papá. Voy, les preparo el agua, les doy de comer. Un día les dije: "Mañana, a las cinco, salgo camino a la cumbre. Si quieren venir conmigo, bien". Salimos, y al poco rato vi que se quedaban rezagados. Y les dije: "Miren, no los veo, muchachos". Saqué el termo con agua que llevaba; les dije: "Tomen, yo me voy para arriba". Y me fui para la cumbre, sin agua. Y esa vez llegué.
Llegó. Le quedaban sólo tres fotos. Hizo tres veces clic y se sentó a mirar. Tenía 41 años; se estaba transformando en el hombre gracias a quien, en breve, se sabría que esa montaña había sido un volcán, que tenía una edad de entre 15 y 8 millones de años, pero allí, en la cumbre, lo único en lo que podía pensar era en que estaba muerto de sed.
* * *
Según la RAE, la geología es "la ciencia que trata de la forma exterior e interior del globo terrestre, de la naturaleza de las materias que lo componen y de su formación, de los cambios o alteraciones que estas han experimentado desde su origen, y de la colocación que tienen en su actual estado". Detrás de esas palabras suaves -"formación", "cambios", "alteraciones"- se esconden las calamidades de la tierra: erupciones, terremotos, grietas de infarto. Si tienen suerte, los geólogos se topan, alguna vez, con su objeto de estudio: le ven los dientes a la bestia.
-Fue en el valle del Bermejo. Ibamos con dos alumnos a ver una falla activa. Y de golpe siento como si viniera un camión con acoplado. Me doy vuelta y veo una enorme mancha de polvo que, en una décima de segundo, llegó donde estábamos nosotros. Empezamos a saltar para todos lados; nos tapamos de polvo. Habíamos estado a 20 km de un terremoto de 4° en la magnitud de Richter.
Y en ese momento, mientras saltaba en una tierra incontrolable, tragaba polvo y oía aquel ruido atronador, no tuvo miedo. Pensó una sola cosa:
-"Al fin", pensé. Al fin siento uno. Pero después de tanto, uno pierde el susto. Una vez, en San Antonio de los Cobres, no había agua y nos proveía un vehículo cada dos o tres días. Habíamos armado la carpa a la vera del cauce sequísimo del río San Antonio. Un día estábamos durmiendo y oí un ruido tremendo. Abrí la carpa y toqué algo húmedo. Me di cuenta, les grité a los otros y corrimos barranca arriba. Apenas llegamos, pasó una creciente impresionante por el lugar en el que habíamos estado. Si no me hubiera despertado el ruido de las piedras, estábamos muertos. Lo peor empezó después: el vehículo no pudo llegar por dos días, por la creciente, y cuando se nos acabó el agua, tuvimos que tendernos inmóviles, en estado de letargo, esperando, para no consumir líquido.
Otra vez, hace unos años, cruzando entre la Argentina y Chile a bordo de una barcaza vieja, después de casi naufragar, de casi colapsar por efecto del viento y de los témpanos, Ramos llegó a destino - Cocoví, un puesto de la Gendarmería-, y regresó al país caminando, tomando muestras. Seis días más tarde, llegó a un puesto: había dos paisanos y una radio.
-Uno me dijo: "La radio dice que están buscando un geólogo, que lo dejaron en Cocoví hace seis días y que todavía no apareció. Debe de ser usted". Al día siguiente, cuando llegué a la estancia donde me esperaban, me miraron como a Lázaro resucitado, como el Lázaro que una vez fue.
* * *
Ya lo había hecho antes con otros geólogos: alcanzar el remoto lago Nansen, en la provincia de Santa Cruz. Para eso, viajaban hasta Gobernador Gregores; seguían en Unimog durante un día hasta las nacientes del lago Belgrano; subían a un bote inflable; navegaban esquivando cataratas que no figuraban en el mapa y caían en el lago Azara, donde pasaban unos rápidos frenéticos y desembocaban, al fin, en el Nansen. Esa vez, a fines de marzo, Ramos hizo el viaje con tres colegas mujeres, de entre 30 y 35 años.
-Un día empezó a nevar. Dos de las mujeres no habían visto nunca nieve y se pusieron a hacer un muñequito. Yo veía que se estaba cerrando toda la cordillera y decía: "¡Caray! Si no salimos, vamos a pasar el invierno acá".
Al día siguiente, cuando abrió la carpa y vio que seguía nevando, tomó la decisión: había que irse.
-Empezamos a cruzar el Nansen, pero a mitad del camino empezó un vendaval de viento y lluvia. No había forma de mantener el circuito de alimentación de nafta seco. Se paró el motor y nos fuimos hundiendo. Tratamos de nadar con el bote hasta la costa, pero, cuando llegamos a la orilla, toda la comida se había ido. Teníamos una carpa y bolsas de dormir empapadas. Nos metimos los cuatro en la carpa para dos y tratamos de dormir. A la mañana siguiente, seguía nevando.
Empezaron a caminar. Ramos conocía bien la zona, pero las mujeres estaban muertas vivas.
-Una me dijo: "Vayan; yo me quedo acá". Le dije: "Si te quedás acá, te doy ya el certificado de muerte". Al segundo día, nos quedaba una sola torta frita y la cortamos en cuatro.
Al llegar la noche, encontraron un puesto de veranada, donde había oculto en una viga un paquete de fideos para sopa: un puñado.
-Entonces, las mujeres me dijeron: "Decidimos que eso te lo comas vos y vayas a buscar ayuda. Nosotras no podemos seguir".
Ramos comió y, al otro día, se fue. Hundido en nieve, dejando atrás a tres que dependían de él. Si se moría, las tres estaban muertas.
-Horas más tarde, llegué a una estancia. Conocía al dueño. Le conté lo que pasaba y llamó al capataz. Armaron los caballos, agarraron una pata de cordero y se fueron a buscar a las chicas. Yo me quedé en la estancia, con remordimiento, porque sabía que las chicas, mientras, estaban muertas de hambre. Pero las encontraron, y algunas horas más tarde volvieron bien.
-¿Valió la pena?
-Si. Porque encontramos unos amonites pequeños en la cordillera de la Concepción, que permitieron conocer cómo era la geología de ese lugar.
-Casi se mueren por unos amonites.
-Y si. Pero eran unos buenos amonites.

VICTOR RAMOS
Un argentino que quiso ser abogado, pero fue un geólogo reconocido en el mundo
Quién es: Víctor Ramos fue el primer geólogo en recibir el premio Bunge y Born, una importante distinción a la trayectoria que obtuvieron, antes que él, Luis Federico Leloir y Armando Parodi, entre otros.
Qué hizo: Es el geólogo que más sabe en el mundo sobre la cordillera de los Andes. Combinando sus dos pasiones -la geología y el andinismo- fue el primer científico en tomar muestras de rocas de la cumbre del Aconcagua que sirvieron, después, para determinar su edad y para saber que la montaña era, en el origen, un volcán.

sábado, 6 de febrero de 2010

EDICIÓN ESPECIAL / TOMÁS ELOY MARTÍNEZ (1934-2010).- EL LEGADO IMBORRABLE

La Nación, Buenos Aires, Argentina, ADN Cultura, 06Feb10
Por Pablo De Santis
Para LA NACION - Buenos Aires,
FOTO Tomas Eloy Martínez


La separación entre la obra literaria y la periodística de un autor siempre es artificial, y más aún en el caso de Tomás Eloy Martínez, que hizo de las rimas y correspondencias entre ambos mundos (que son uno solo) el eje de su obra y la fuente de su encanto. En las líneas que siguen nos ocuparemos sólo de sus novelas, olvidando sus extraordinarios libros periodísticos. Al fin y al cabo eso es la novela: el arte de olvidar que existe otro modo de contar las cosas.
Su primera narración fue Sagrado (1969), que en su cuidadosa elaboración de los recuerdos, en su trabajo con el lenguaje, pertenecía menos a la tradición argentina que a la del barroco latinoamericano representado por Lezama Lima, cuyo juego consistía en hacer del pasado una penumbra hecha de palabras. Y sin embargo, aunque parezca más fiel a su época que al futuro de su autor, ciertos rasgos de la escritura experimental no lo abandonaron: el discurso indirecto libre, la profusión de imágenes en las que la imaginación de los personajes se confunde con la realidad, la irrupción de sueños, la exposición de los hechos en un orden no cronológico. TEM siempre miró a la distancia ese libro con ironía, aunque recordaba con mucho afecto las críticas elogiosas que Augusto Roa Bastos le había dedicado.
Sagrado fue un comienzo, pero los escritores no empiezan sólo una vez. Tuvo, muchos años más tarde, otra primera novela, La novela de Perón (1985). Entre un libro y otro habían pasado muchas cosas: la participación de TEM como un protagonista decisivo de la modernización del periodismo argentino a partir de fines de los años sesenta (fue editor de Primera Plana y de La Opinión Cultural ); la aparición, en tiempos violentos, de La pasión según Trelew (1974), crónica de la masacre de miembros del ERP; el urgente exilio. Y luego los años vividos en Venezuela y Estados Unidos y el regreso. La reedición argentina de Lugar común la muerte (volumen de crónicas publicado originalmente en Caracas en 1979) y La novela de Perón lo ubicaron de pronto en el centro de la literatura argentina. La novela apareció por entregas, como una separata, en El Periodista , la revista que editaba Andrés Cascioli. Después se convirtió en un libro de tapas azules de Legasa, que dirigía entonces ese gran editor que es Jorge Lafforgue.
El momento final de la dictadura y los primeros años de la democracia fueron momentos de un excepcional fervor cultural. Aparecían nuevos medios, como El Periodista , Página 12 o El Porteño . La revista Fierro , dirigida por Juan Sasturain, se ocupaba de ubicar la historieta en un lugar de importancia en la cultura argentina y rescatar la obra de Héctor Germán Oesterheld (y la de sus dibujantes, Solano López y Alberto Breccia) como algo esencial de nuestra narrativa. El cine reencontraba a sus espectadores y Adolfo Aristarain, Fernando Ayala, María Luisa Bemberg, Luis Puenzo, Fernando Solanas, Héctor Olivera y Eliseo Subiela llenaban las salas, con películas como El exilio de Gardel , La historia oficial , Hombre mirando al sudeste o Camila . La extraordinaria Maratón de Ricardo Monti, con puesta de Jaime Kogan, cuyo idioma cifrado ya resonaba en tiempos de pleno Proceso, se convertía en un clásico de nuestro teatro. Libros que habían circulado casi secretos, como Nadie nada nunca , de Juan José Saer, y Respiración artificial, de Ricardo Piglia, ganaban nuevos lectores. Las obras de Griselda Gambaro, con sus metáforas de la opresión, volvían a ser representadas. Los lectores, después de ignorar largo tiempo nuestra literatura, buscaban recuperar el tiempo y las páginas perdidas. La editorial Bruguera publicaba a Juan Martini, a Tomás Eloy Martínez, a Humberto Costantini, a Osvaldo Soriano, a Antonio Di Benedetto. El Centro Editor de América Latina, afectado durante la dictadura por una gigantesca quema de libros, volvía a acercar a los lectores la obra de Andrés Rivera, Héctor Tizón y Daniel Moyano.
En ese clima de reencuentro de la literatura argentina con sus lectores apareció La novela de Perón , donde el autor utilizaba su habilidad y experiencia como periodista para crear, a partir de la violenta jornada de Ezeiza, un cuadro sombrío de nuestra historia. Ya desde sus primeras páginas asombraba la figura de ese Perón cansado, casi espectral, que volvía a la Argentina menos por voluntad de poder que para cumplir con un destino que él mismo no terminaba de comprender. Todos actuaban en su nombre, pero él no sabía el nombre de nadie, y el autor lo mostraba estrechando manos desconocidas, como si habitara un dilatado malentendido. El autor elegía para retratar a Perón la historia de su regreso interrumpida por algunos fogonazos de su juventud: así, los momentos clave de su vida política sólo llegaban a modo de profecía o nebuloso recuerdo. Como en Lugar común la muerte , TEM elegía la cercanía del fin como instrumento para narrar la historia. El maestro de ceremonias de la pesadilla era López Rega, cuyo hermetismo banal aparecía retratado con todo detalle. Al fin y al cabo los oficiantes del ocultismo y los novelistas trabajan de manera similar, buscando en la casualidad conspiración, en los detalles destinos y en la proliferación informe de la realidad un diseño secreto.
La mano del amo (1991) sirvió como paréntesis entre las dos novelas dedicadas al peronismo. Era una historia intimista, el relato de un cantor de voz perfecta que se ve hostigado por su madre, por sus gatos infinitos y por una casa que parece estar viva. El protagonista, Camargo, se llama igual que el periodista de El vuelo de la reina , a quien además se atribuye una novela llamada La mano del amo . Es la descripción de un mundo familiar contada con extrañeza, hasta el límite mismo de lo fantástico. El mundo familiar nunca aparece retratado como lugar de felicidad sino de opresión; también en sus novelas "políticas" las casas que aparecen siempre son sombrías, asfixiantes, silenciosas, como si guardaran luto por alguien muerto largo tiempo atrás.
En 1989 TEM inicia, luego de una depresión (al menos es lo que cuenta en el epílogo del libro), Santa Evita (1995) que completa La novela de Perón . Allí se cuentan las increíbles peripecias del cuerpo de Evita como si se tratara de la historia de una maldición. Todas las historias de maldiciones egipcias, con sus jeroglíficos premonitorios, sus momias escondidas y sus arqueólogos fulminados por males imprevistos, son nada comparados con el halo de locura y muerte que siguió al recorrido de este cuerpo. Mientras que en La novela de Perón los elementos mágicos aparecían del lado del peronismo, en Santa Evita los servicios secretos de la Revolución Libertadora despliegan unas fuerzas sobrenaturales que no tienen nada que envidiar a sus rivales. Siempre ha habido una pasión de los servidores del Estado por el secreto, las maniobras nocturnas, los códigos cifrados; pero aquí esa pasión abandona su precaria racionalidad y entra de lleno en un mundo regido por fuerzas oscuras. El camino que va de un código secreto al tablero ouija es muy corto.
Tomás Eloy Martínez había entrevistado largamente al mismo Perón durante su exilio en Madrid y había tratado de hacerlo hablar de Evita; pero siempre López Rega interrumpía la conversación para conducirla hacia Isabel Martínez, su mentora. Fue sólo luego de varios intentos fallidos que el periodista logró escapar del alucinado advenedizo para tener un momento a solas con Perón.
En la galería de los personajes de la novela sobresalen el médico español Pedro Ara, pulcro embalsamador, Pigmalión entregado con devoción sin límites a la simulación de vida que hay en su obra, y el coronel Moori Koenig, guardián del cuerpo, enamorado despechado, detective de ataúdes perdidos. La entrevista con la viuda del coronel es una escena sombría e inolvidable:
Me recibió vestida de negro, entre muebles que parecían enfermos de gravedad. Las lámparas daban una luz tan tenue que las ventanas se desvanecían, como si sólo sirvieran para mirar hacia dentro. Buenos Aires vive así, entre penumbras y cenizas. Tendida a orillas de un río solitario, la ciudad le ha vuelto las espaldas al agua y prefiere irse derramando sobre el aturdimiento de la pampa, donde el paisaje se copia así mismo, interminablemente.
Pero la devoción no alcanza sólo a estos personajes, sino también al mismo Rodolfo Walsh, que contó su propia búsqueda del cuerpo en el relato "Esa mujer", uno de los cuentos más contundentes de la literatura argentina. Cuando TEM encuentra en París al escritor, Walsh saca de su billetera (allí donde se suelen guardar las fotos de la familia) una foto del cadáver, el amarillento y gastado talismán que lo acompaña siempre.
El Coronel -dijo-. Tenía más de cien. Había fotos de Evita en toda la casa. Algunas eran impresionantes. Se la veía suspendida en el aire, sobre una sábana de seda, o en una urna de cristal, entre un marco de flores. El coronel pasaba las tardes contemplándolas. Cuando lo visité, no tenía casi otra ocupación que estudiar las fotos con una lupa y emborracharse.
-Podrías haberla publicado -le dije-. Te habrían pagado lo que hubieras querido.
-No- replicó. Vi que una rápida sonrisa lo atravesaba, como una nube-. Esa mujer no es mía.
Santa Evita tuvo un éxito extraordinario, pero pasaron varios años antes de que volviera a publicar una novela. Entre un libro y otro hay una página bellísima, perfecta pero terriblemente dolorosa: la columna "En memoria de Susana Rotker" [ver página 18], sobre la muerte de su esposa en un accidente de tránsito en Estados Unidos ocurrido en noviembre de 2000. Periodista especializada en cine y crítica literaria, Tomás Eloy Martinez la había conocido en 1979, cuando él era director de El Diario de Caracas.
En 2002 El vuelo de la reina , una obra de ficción que nada debía al peronismo, ganó el premio Alfaguara. La historia estaba inspirada en un caso real ocurrido en Brasil. El 20 de agosto del año 2000, Antonio Marcos Pimenta Neves, de 63 años, asesinó a balazos a Sandra Gomide, una joven periodista con la que había mantenido una relación de tres años. Pimenta Neves era director de O Estado de São Paulo , el segundo diario del Brasil. El vuelo de la reina no oculta su base documental: en sus páginas Camargo, el protagonista, escribe una nota sobre el crimen, en el que ve una premonición sobre su propio destino (la nota que escribe Camargo es muy similar a la que el mismo Tomás Eloy Martínez escribió para LA NACION cuando se conoció el asesinato). Tomás Eloy Martínez y Pimenta Neves se habían conocido fugazmente, años antes del crimen, en un restaurante japonés de San Pablo, donde habían encontrado una coincidencia: los dos habían comenzado en el periodismo como críticos de cine. La noche del cazador, la única, maravillosa película que filmó el actor Charles Laughton, tiene un lugar fundamental en la trama.
El mundo del periodismo aparece con frecuencia en las novelas, en parte porque muchos escritores son también periodistas, en parte porque la labor del periodista es ideal como mecanismo narrativo. Menos común es el retrato del mundo de las oficinas inaccesibles donde se toman las decisiones editoriales. Camargo pertenece a ese mundo. Como todos los personajes poderosos de Tomás Eloy Martínez, él también vive en una especie de mundo silencioso, inaccesible:
Entró en su oficina fingiendo que no oía los saludos. Cuando él llegaba no permitía que lo molestaran durante media hora, por lo menos. Había leído en un libro del general De Gaulle, El filo de la espada , que los grandes hombres, sin salvedad alguna, tienen siempre la facultad de retirarse dentro de ellos mismos.
Atraviesa la novela una fascinación por las repeticiones, como si la realidad tuviera una regla secreta en la que todo sucede más de una vez de un modo oblicuo o escondido. La historia de Camargo repite la de Pimenta Neves, mientras que la víctima, Reina, está fascinada con una leyenda que atribuye a Jesús un hermano gemelo: Simón. Ése es el doble de Jesús, y, al igual que él, predica su mensaje y es considerado enemigo de Roma y crucificado: pero lo que en Jesús es inspiración divina, en Simón es magia o fraude.
Este interés lateral, casi susurrado, por la literatura fantástica reaparece en El cantor de tango (2004) y en Purgatorio (2008). La primera cuenta la búsqueda que emprende un becario norteamericano de un mítico cantor del que no existen grabaciones, y que se presenta de improviso en distintos lugares de la ciudad. La búsqueda es excusa para mostrar una Buenos Aires que esconde, bajo los escombros de la crisis, un mapa secreto. La obsesión por los mapas (que se repite en todas sus novelas y en su fascinación por el cuento de Borges "La muerte y la brújula") reaparece en Purgatorio , historia de una mujer que cree reencontrar a su marido, un cartógrafo desaparecido en los años de la represión. Pero lo encuentra con la misma apariencia de la juventud. El mecanismo de la extrañeza tiene menos relación con la tradición fantástica argentina que con la búsqueda por encontrar, en el mismo mundo, los mecanismos insólitos que rigen nuestra memoria. En los sueños, y a veces también en los recuerdos, todo es un presente perpetuo, donde los calendarios se borran y los relojes se apagan.
Más allá de las virtudes de sus otros libros, La novela de Perón y Santa Evita son las novelas fundamentales de TEM, dos piezas bien diferentes de una misma obra compleja e inagotable. Aunque muy diferentes entre sí, las dos tienen el mismo equilibrio entre el archivo innumerable y ese otro archivo, ignorante del orden alfabético, que es la imaginación. Pero creo que habría que agregar a lo más perdurable de su obra Lugar común la muerte , libro siempre abierto y cambiante que fue recibiendo, en reediciones sucesivas, nuevos agregados: Manuel Puig, José Bianco, Lezama Lima, Roa Bastos. Las páginas dedicadas al uruguayo Felisberto Hernández y a su final, con ese ataúd tan grande que debe salir por la ventana, son inolvidables. Como en La novela de Perón y en Santa Evita , Tomás Eloy Martínez elige el crepúsculo para retratar a sus personajes. A sus héroes ya no los incomodan las infinitas posibilidades que son inherentes a la vida y sólo se reflejan en el espejo de lo definitivo. Lo que estaba escrito a lápiz ha sido pasado a tinta.
Hay un célebre cuento de Henry James, "La figura en el tapiz", en el que un crítico dilapida su vida para llegar a encontrar la forma secreta que esconde la obra de un escritor al que admira. Es una perfecta metáfora de un modo de leer: buscar debajo de lo múltiple y visible hasta encontrar lo único y secreto. Pero quisiera oponer a ese tapiz, otro, más grande, que es en realidad un gran decorado. En enero de 2006, en el suplemente literario de LA NACION, Hugo Beccacece escribió una espléndida nota sobre Arturo Jacinto Álvarez, escritor y editor pero por sobre todo excéntrico (que es una vocación tal vez más profunda que las otras). Aquella nota se abría con la imagen de Arturo Álvarez contemplando en 1951, en medio del campo, el inmenso telón que pintó Picasso en 1917 para los Ballets Russes y que entonces era suyo. Extendía la tela sobre el pasto y movía su silla para ir contemplándolo por parcelas sucesivas. La obra de Tomás Eloy Martínez, por su complejidad y belleza, acepta las dos lecturas, los dos tapices: la página, el párrafo o el instante que hay que buscar en un largo recorrido y que se desprende del todo y gana vida propia, y el impaciente sueño de una totalidad escondida.