lunes, 1 de febrero de 2010
A 80 AÑOS DE LA MUERTE DE CONAN DOYLE
EL ETERNO RETORNO DE SHERLOCK HOLMES
Fotografía: Sir Arthur Conan Doyle. La Gaceta
La Gaceta, Tucumán, Argentina, 31Ene10
Sherlock Holmes se transformó en un ser más vivo y más real que los seres vivos de su tiempo. El personaje parece más cierto que su creador, Conan Doyle, lo cual no es exclusivo: así ocurre con Hamlet y Shakespeare, Don Quijote y Cervantes, Madame Bovary y Flaubert.
El 7 de julio de este año se cumplen ocho décadas de la muerte del creador de Sherlock Holmes, el detective más célebre de la literatura universal y, según el libro Guinness de los récords, el personaje más representado en la historia del cine.
Son 75 los actores que lo encarnaron en más de 200 películas. En la recientemente estrenada Sherlock Holmes, le llega el turno al carismático Robert Downey Jr., secundado por el atractivo Jude Law, interpretando el papel del incondicional doctor Watson. Más allá de los contrastes entre el alto detective de particular gorra escocesa y su regordete compañero -según los describiera el propio Conan Doyle-, y los actores del film que dirige Guy Ritchie, en esta nueva entrega de las aventuras de Holmes se destacan la acción y los artificios visuales sobre el singular ingenio del protagonista.
La nostalgia de los lectores por las tramas originales de Holmes queda compensada con varias reediciones que se hicieron en los últimos meses en nuestro país. Dos editores acaba de lanzar Sherlock Holmes, una adaptación para niños, y Punto de Lectura editó Su último saludo en el escenario, La reaparición de Sherlock Holmes y Un estudio en escarlata. De esta última novela, que es la primera en la que aparece Holmes, ofrecemos un fragmento en página 2 en el que tiene lugar una de las primeras conversaciones entre el detective y el médico.
En 1987, cuando se cumplía un siglo de la publicación de esa obra y del nacimiento del inmortal personaje, Marcos Aguinis escribió para estas páginas el artículo que hoy reproducimos: 23 años más tarde mantiene plena vigencia. Aguinis analiza la desconfianza que le generaba a su autor la creación del sagaz inquilino de la calle Baker.
Arthur Conan Doyle no podía sospechar, en ese entonces, que estadistas como Churchill o como Roosevelt, o autores de la talla de Borges o de Neruda, admirarían las historias que él consideraba menores. Ni que un escritor como Umberto Eco le rendiría tributo en su notable El nombre de la rosa, a través de su personaje central, Guillermo de Baskerville, cuyo nombre deriva de uno de los protagonistas de un libro de Conan Doyle en el que narra historias de Holmes y que también reeditó recientemente Latinbooks (El sabueso de los Baskerville).
La biografía de Conan Doyle, que resumimos en esta edición, es tan poco conocida como apasionante. Allí se encuentran muchos de los elementos con los que el escritor tejió sus tramas y dosis de acción, peligro, coraje y misterio análogas a las que rodean la vida del siempre deslumbrante Sherlock Holmes.
PERFIL
La Gaceta, Tucumán, Argentina, 31Ene10
Arthur Conan Doyle nace en Edimburgo en 1859. Se recibe de médico y, en 1882, abre un consultorio oftalmológico en Southsea, en el sur de Inglaterra. Allí juega profesionalmente al rugby y empieza a escribir regularmente. En 1887 publica Un estudio en escarlata, libro en el que aparece por primera vez Sherlock Holmes, personaje inspirado por Joseph Bell, un profesor de Cirugía con una extraordinaria capacidad deductiva.
La editorial Wardlock and Co le compra los derechos por 25 libras, una suma insignificante, y la obra no tiene repercusión. Conan Doyle se aboca a escribir novelas históricas, a las que juzga literariamente superiores a sus historias policiales, y en 1889 publica una de ellas: Micah Clarke. Holmes reaparece en El signo de los cuatro, en 1890, libro encargado por un agente literario. Un año más tarde comienza a publicar, en la revista Strand, una serie de relatos que tienen gran éxito entre los lectores y que comienzan a forjar la fama del perspicaz detective Sherlock Holmes. Ese mismo año le escribe a su madre: "preveo matar a Holmes en la sexta aventura. Él me impide que piense en cosas mejores". Respondiendo a los consejos de su madre, escribe una nueva serie de aventuras y en el último relato Holmes muere a manos del profesor Moriarty. Inmediatamente se consagra a la escritura de una novela sobre boxeo y de otra que se convierte en la primera parte de una saga protagonizada por un soldado del Primer Imperio. En 1895 se instala en El Cairo y se convierte en corresponsal de guerra de un diario inglés. Posteriormente se muda a Sudáfrica, donde dirige un hospital durante un año. Vuelve a Inglaterra y escribe dos relatos sobre la guerra anglo-bóer, por los cuales recibe el título de Sir. En 1903, Conan Doyle cede a una oferta muy tentadora de un editor norteamericano y decide resucitar a Sherlock Holmes, que protagonizaría 33 nuevas historias publicadas entre ese año y 1927. En 1906, aplicando algunas de las técnicas de su personaje, logra liberar a un prisionero que cumplía una condena por un crimen que no había cometido. Cuando se inicia la Primera Guerra Mundial, Conan Doyle se alista como voluntario pero es rechazado por su edad (55). Se dedica entonces a escribir al servicio de su país; redacta artículos y una historia de la guerra día por día. En esos años también escribe una saga en torno a un nuevo personaje, el profesor Challenger. En 1924 publica Recuerdos y aventuras, su autobiografía, y se aboca a la práctica del espiritismo, tema sobre el que publica dos libros. Muere, a causa de un infarto, el 7 de julio de 1930, en Sussex, Inglaterra.
EL AUTOR QUE NO PUDO MATAR A SU PERSONAJE
La Gaceta, Tucumán, Argentina, 31Ene10
Por Marcos Aguinis, para LA GACETA - Buenos Aires.
Como la justicia no siempre es de este mundo, los méritos del apuesto detective y el cariño que han manifestado por él varias generaciones de lectores adictos no resultaron suficientes para que su autor, el médico Arthur Ignatius Conan Doyle fuese incorporado con los debidos honores al parnaso de los escritores insignes.
En un reciente artículo, Anthony Burgess se queja de que el "talento de un excelente amateur no basta. Y, sin embargo, es mucho más difícil divertir que moralizar". Conan Doyle no es admirado como un estilista; no es complejo, ni grave, ni solemne, ni aburrido. Y su criatura era demasiado perfecta, demasiado previsible. Demasiado imitable. Con ironía, Burgess agrega: "Los buenos escritores no tienen derecho a tomar en serio a Conan Doyle, pero pueden inspirarse en él…".
No es mucho lo que en la actualidad se lee de Conan Doyle -no es mucho lo que en general ya se lee de los grandes autores que enriquecieron el siglo XIX y la primera parte del XX-, pero resulta imposible marcar hasta dónde se extiende su influencia. Aunque sean escasos sus lectores, son incontables quienes reconocerían a Sherlock Holmes al instante como al más familiar de los vecinos.
Arthur Conan Doyle, como si hubiese presentido los límites que, paradójicamente, el vigoroso personaje impondría a sus ambiciones literarias, manifestó de tres formas sus prevenciones. Aunque parezca insólito, también se desarrollaron conflictos entre un autor y sus personajes, así como entre padres e hijos o entre maestros y discípulos.
En primer lugar, para describirlo y narrarlo, Conan Doyle apeló a la mediación de otro médico: el doctor Watson. Era un excelente recurso literario porque el doctor Watson servía de contrapeso al vuelo deslumbrante del detective como el pedestre Sancho al alucinado Don Quijote. Pero era también un modo de extrañamiento, de poner distancia, de decir lo que otro dice. Las noticias sobre Sherlock Holmes nos llegan, por lo tanto, en forma indirecta: son la versión de un profesional torpe e ingenuo. El doctor Watson opera de escudo. Escudo tras el que se protege Conan Doyle como si no se hubiera atrevido a asumir todo el compromiso y todos los riesgos de presentarse como el padre de la criatura.
En segundo lugar, Conan Doyle, no pudo disimular su creciente fastidio por el detective. La fama de éste avanzaba sobre la suya. Sherlock Holmes adquirió autonomía, gravitación propia, era más citado que el autor. Su asombroso método deductivo ya no era sino el de él. Hasta su gorra escocesa a cuadros resultaba más popular que el rostro de quien lo había creado.
Entonces Conan Doyle aferró su pluma con ferocidad homicida y le dio muerte al final de la novela. Usó la ilusoria omnipotencia que tiene un escritor. No imaginaba que pronto lo obligarían a reparar su crimen. La reacción del público fue instantánea y vehemente. Los lectores no aceptaron la derrota del héroe. Sentían que era forzada e injusta. Entonces Conan Doyle, pese al "filicidio" estampado en el relato, tuvo que exprimir su ingenio para urdir la resurrección de su "hijo" Sherlock Holmes sin que pareciese una resurrección.
En tercer lugar, Conan Doyle anhelaba con fervor producir "buena" literatura.
Y coincidía dramáticamente con sus detractores de entonces y después sobre la superficialidad y banalidad de sus relatos policiales protagonizados por el estereotipizado Sherlock Holmes. Le escatimó horas e ideas a éste para dedicárselas a novelas históricas inspiradas en el estilo de Walter Scott. También escribió una pieza de teatro. Pero ninguno de esos escritos, ni siquiera sus opúsculos de propaganda política ni su tardía y apasionada inclinación por las ciencias ocultas le deparó satisfacciones ni trascendencia. Seguía importando Sherlock Holmes, que había ganado un espacio del que nadie lo podría borrar. Ni siquiera su propio autor.
Marcos Aguinis - Escritor y psiquiatra. Es uno de los autores que más ejemplares vende en la Argentina. Su último libro es "¡Pobre patria mía!" (Sudamericana, 2009).
FRAGMENTO DE UN ESTUDIO EN ESCARLATA, DE ARTHUR CONAN DOYLE
EL AUTOR Y SU DERROTERO.
LaGaceta, Tucumán, Argentina, 31Ene10
Conan Doyle tuvo una contradictoria y por momentos tormentosa relación con el detectivesco personaje que inventó.
Fue un día 14 de marzo, y tengo muy buenas razones para recordarlo, cuando, al levantarme yo más temprano que de costumbre, me encontré con que Sherlock Holmes no había acabado todavía de desayunar. Estaba tan habituada la dueña de la casa a esa costumbre mía de levantarme tarde, que ni había puesto mi cubierto, ni había hecho el café. Yo, con la irrazonable petulancia propia del género humano, llamé al timbre y le intimé en pocas palabras el aviso de que estaba dispuesto a desayunar. Luego eché mano a una revista que había en la mesa e intenté hacer tiempo leyéndola, mientras mi compañero masticaba en silencio su tostada. Uno de los artículos tenía el encabezamiento marcado en lápiz y, como es natural, empecé a echarle un vistazo.
Su título, algo ambicioso, era El libro de la vida, e intentaba poner en evidencia lo mucho que un hombre observador podía aprender mediante un examen justo y sistemático de todo cuanto lo rodeaba. Me produjo la impresión de que aquello era una mezcolanza de cosas agudas y de absurdos. Los razonamientos eran apretados e intensos, pero las deducciones me parecieron traídas por los pelos y exageradas. El escritor pretendía sondear los más íntimos pensamientos de un hombre aprovechando una expresión momentánea, la contracción de un músculo, la forma de mirar de un ojo. Aseguraba que a un hombre entrenado en la observación y en el análisis no cabía engañarle. Llegaba a conclusiones tan infalibles como otras tantas proposiciones de Euclides. Resultaban esas conclusiones tan sorprendentes para el no iniciado, que mientras éste no llegase a conocer los procesos mediante los cuales había llegado a ellas, tenía que considerar al autor como a un nigromántico.
Decía el autor: "Quien se guiase por la lógica podría inferir de una gota de agua la posibilidad de la existencia de un océano Atlántico o de un Niágara sin necesidad de haberlos visto u oído hablar de ellos. Toda la vida es, asimismo, una cadena cuya naturaleza conoceremos siempre que nos muestre uno solo de sus eslabones. La ciencia de la educación y del análisis, al igual que todas las artes, puede adquirirse únicamente por medio del estudio prolongado y paciente, y la vida no dura lo bastante para que ningún mortal llegue a la suma perfección posible en esa ciencia. Antes de lanzarse a ciertos aspectos morales y mentales de esta materia que representan las mayores dificultades, debe el investigador empezar por dominar problemas más elementales. Empiece, siempre que es presentado a otro ser mortal, por aprender a leer de una sola ojeada cuál es el oficio o profesión a que pertenece. Aunque este ejercicio pueda parecer pueril, lo cierto es que aguza las facultades de observación y que enseña en qué cosas hay que fijarse y qué es lo que hay que buscar. La profesión de una persona puede revelársenos con claridad, ya por las uñas de los dedos de sus manos, ya por la manga de su chaqueta, ya por su calzado, ya por las rodilleras de sus pantalones, ya por las callosidades de sus dedos índice y pulgar, ya por su expresión o por los puños de su camisa. Resulta inconcebible que todas esas cosas reunidas no lleguen a mostrarle claro el problema a un observador competente."
- ¡Qué indecible charlatanismo!- exclamé, dejando la revista encima de la mesa con un golpe seco-. En mi vida he leído tanta tontería.
- ¿De qué se trata?- me preguntó Sherlock Holmes.
- De este artículo -dije, señalando hacia el mismo con mi cucharilla mientras me sentaba para desayunar-. Me doy cuenta de que usted lo ha leído, puesto que lo ha señalado con una marca. No niego que está escrito con agudeza. Sin embargo, me exaspera. Se trata, evidentemente, de una teoría de alguien que se pasa el rato en su sillón y va desenvolviendo todas estas pequeñas y bonitas paradojas en el retiro de su propio estudio. No es cosa práctica. Me gustaría ver encerrado de pronto al autor en un vagón de tercera clase del ferrocarril subterráneo y que le pidieran que fuese diciendo las profesiones de cada uno de sus compañeros de viaje. Yo apostaría mil por uno en su contra.
- Perdería usted su dinero -hizo notar Holmes con tranquilidad-. En cuanto al artículo, lo escribí yo mismo.
- ¿Usted?
- Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Las teorías que ahí sustento, y que le parecen a usted quiméricas, son, en realidad, extraordinariamente prácticas, tan prácticas que de ellas dependen el pan y el queso que como.
- ¿Cómo así? -pregunté involuntariamente.
- Pues porque tengo una profesión propia mía. Me imagino que soy el único en el mundo que la profesa. Soy detective-consultor, y usted verá si entiende lo que significa. Existen en Londres muchísimos detectives oficiales y gran número de detectives particulares. Siempre que estos señores no dan en el clavo vienen a mí, y yo me las ingenio para ponerlos en la buena pista. Me exponen todos los elementos que han logrado reunir, y yo consigo, por lo general, encauzarlos debidamente, gracias al conocimiento que poseo de la historia criminal. Existe entre los hechos delictivos un vivo parecido de familia, y si usted se sabe al dedillo y en detalle un millar de casos, pocas veces deja usted de poner en claro el mil uno… Usted pareció sorprenderse cuando le dije, en nuestra primera entrevista, que había venido de Afganistán.
- Alguien se lo habría dicho, sin duda alguna.
- ¡De ninguna manera! Yo descubrí que usted había venido de Afganistán. Por la fuerza de un largo hábito, el curso de mis pensamientos es tan rápido en mi cerebro, que llegué a esa conclusión sin tener siquiera conciencia de las etapas intermedias. Sin embargo, pasé por esas etapas. El curso de mi razonamiento fue el siguiente:
"He aquí a un caballero que responde al tipo de hombre de Medicina, pero que tiene un aire marcial. Es, por consiguiente, un médico militar con toda evidencia. Acaba de llegar de países tropicales, porque su cara es de un fuerte color oscuro, color que no es el natural de su cutis, porque sus muñecas son blancas. Ha pasado por sufrimientos y enfermedad, como lo pregona su cara macilenta. Ha sufrido una herida en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de una manera forzada… ¿En qué país tropical ha podido un médico del ejército inglés pasar por duros sufrimientos y resultar herido en un brazo? Evidentemente, en Afganistán". Toda esa trabazón de pensamientos no me llevó un segundo. Y entonces hice la observación de que usted había venido de Afganistán, lo cual lo dejó asombrado.
- Tal como usted lo explica, resulta bastante sencillo -dije, sonriendo-. Me hace usted pensar en Edgar Allan Poe y en Dupin. Nunca me imaginé que esa clase de personas existiesen salvo en las novelas.
Sherlock Holmes se puso de pie y encendió su pipa, haciéndome la siguiente observación:
- No me cabe duda de que usted cree hacerme una lisonja comparándome a Dupin. Pero, en mi opinión, Dupin era hombre que valía muy poco. Aquel truco suyo de romper el curso de los pensamientos de sus amigos con una observación que venía como anillo al dedo, después de un cuarto de hora de silencio, resulta en verdad muy petulante y superficial. Sin duda que poseía un algo de genio analítico; pero no era, en modo alguno, un fenómeno, según parece imaginárselo Poe.
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