La Nación ADN Cultura, 13Feb10
Gabriel Orozco, el artista nacido en México que conquistó el mundo, recibió a adncultura en Nueva York, donde logró algo casi imposible para un latinoamericano: una retrospectiva en el MoMA en mitad de su carrera. Conservar la capacidad de asombro es la clave de su éxito.
FOTO composición fotográfica de La Nación.
Por Graciela Speranza
Una imagen explosiva por donde se mire recibe al visitante en el sexto piso del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Por un camino de tierra bordeado de palmeras, un camión azul escapa de una fenomenal pared de nubes negras, apenas interrumpida por la carita de un chico de tez oscura y sombrero de colores, que asoma entre la masa compacta de humo como un ángel que vela desprevenido por el destino del mundo. Hay mucho para ver si se atiende al juego de colores y escalas, pero una esfera rosa que está en el centro de la imagen capta enseguida la vista y lo trastoca todo: con los mofletes inflados el chico está a punto de hacer estallar un chicle globo. La explosión descomunal del volcán contrasta con la inminencia irrisoria del estallido del globo, la piel oscura del chico desentona con la típica golosina estadounidense, y la negrura ominosa de las nubes realza los colores vibrantes del camión, el follaje y el sombrerito autóctono. Con la elocuencia casi mágica del montaje, las cosas, dispuestas juntas pero añadidas según sus diferencias, toman distancia y dicen más que lo que muestran. Hablan.
El collage original de 1996, guardado en un cuaderno de notas y ampliado ahora hasta cubrir las paredes de la entrada, es por muchos motivos un buen comienzo para la muestra de Gabriel Orozco que exhibe el MoMA hasta el 1° de marzo, primera escala de un viaje que continuará en el Kunstmuseum de Basilea, el Centro Pompidou de París y la Tate Modern de Londres, en un recorrido excepcional para un artista nacido en Xalapa, Veracruz, en 1962, que empezó a mostrar su obra a principios de los años 80. Es la primera muestra individual que el museo dedica a un artista mexicano después de las de Diego Rivera y Manuel Álvarez Bravo, y una de las pocas a un latinoamericano tan joven. Pero Orozco parece moverse a gusto en el MoMA, donde dispone la variedad inclasificable de su arte con la misma mirada intensa y a la vez sosegada, si cabe la paradoja, con que ha recompuesto el mundo, como en el collage , para que diga otras cosas. Han pasado dieciséis años desde que instaló sus esculturas lábiles de objetos cotidianos en espacios impensados del museo (arreglos geométricos de naranjas frescas en las ventanas de un edificio lindante; una hamaca paraguaya que no consiguió colgar de dos rascacielos, pero coló en el jardín entre esculturas de Giacometti y Picasso), y sin embargo sigue desvelando a los críticos, obligándolos a redefinir los medios, ampliar las genealogías, cruzar culturas y tradiciones, para reflejar el lugar único que ocupa en el paisaje del arte contemporáneo. No sorprende entonces que por efecto del impulso con que él mismo expandió los espacios convencionales del arte, su Matriz móvil (un monumental esqueleto de ballena encontrado en las costas de Baja California, pacientemente recompuesto e intervenido con círculos concéntricos dibujados con grafito) se haya trasladado desde la Biblioteca Vasconcelos de Ciudad de México y flote ahora en el atrio del MoMA, que 400 de los 672 grabados digitales de su serie geométrica Árboles del Samurai cubran las paredes de una sala completa (mezcla de "fusión nuclear" y "gloria bizantina", en la fórmula ingeniosa de Peter Schjeldahl, el crítico de The New Yorker que recorre la muestra entusiasmado), y que una selección nutrida de obras de los últimos veinte años ocupe por derecho propio las clásicas salas de paredes blancas.
Casi en el centro del recorrido está La DS , su obra más celebrada, un Citroën francés original de los años 60, que Orozco seccionó quirúrgicamente en un taller parisiense en 1993, reduciéndolo a dos tercios de su tamaño real, hasta convertirlo en ícono absurdo del culto burgués europeo, exacerbado en su promesa aerodinámica de velocidad pero vuelto inerte sin el motor, impropio en su interior comprimido para cualquier fantasía publicitaria de viaje familiar o romántico. Con toda su carga irónica, La DS se impone en el espacio con la misma belleza escultural de un ready-made duchampiano o un pájaro acerado de Brancusi ("¿Quién podrá hacer algo más bello que esto?", le preguntó Duchamp a Brancusi frente a una hélice en una feria de aeronáutica en 1912). Pero antes de que adquiera la consistencia densa de los objetos estéticos consagrados, Orozco se encarga de volver a profanarlo. No sabe qué hacer con el abrigo que carga de un lado a otro mientras ultima detalles de la instalación con Ann Temkin, la curadora, y lo guarda en el baúl del auto con mal disimulada picardía, en una nueva banalización de la deése (diosa, según la pronunciación francesa de la sigla), que liquida cualquier pretensión escultórica sublime.
El gesto resume bien el desenfado con que Orozco eludió las trampas de las instituciones del arte después de sus primeras muestras consagratorias. En 1993 ocupó el espacio asignado en el Aperto de la Bienal de Venecia con una caja de zapatos vacía y, al año siguiente, para su debut en la galería neoyorquina Marian Goodman, colgó cuatro tapas de yogur Danone en las paredes del cubo blanco, dos obras que no se contentaron con reducir al absurdo el ready-made duchampiano, sino que en la línea de los 4´ 33´´ de silencio de John Cage reduplicaron el vacío de las salas con simples contenedores descartables, sin descuidar la disposición precisa de los objetos en el espacio y la elegancia sutil de las formas industrializadas. Pero el arte de Orozco nunca se limitó a esas audacias, claros dobles institucionales de lo que hizo a cielo abierto en todas partes. Mucho antes de reconfigurar los espacios de la galería, el museo o las bienales con objetos cotidianos, derribó las paredes del estudio y llevó el arte literalmente a la calle. Viajero vocacional, recolector voraz, coleccionista, fotógrafo, escultor, instalador, artesano, pero sobre todo paseante urbano incansable, trastocó las fronteras geográficas y las definiciones de los medios, alterando el paisaje conocido con intervenciones muy variadas, pequeños gestos o lazos en los intersticios, capaces de activar espacios, conexiones y nuevos sentidos, y de sacudir la percepción anestesiada por la costumbre. Basta ver las huellas circulares que dibujó con una bicicleta entre dos charcos ( Extensión del reflejo ), la figura evanescente que compuso con naranjas en las mesas vacías de una feria brasileña ( Turista maluco ), los desechos urbanos con los que replicó en miniatura el skyline de Manhattan ( Isla dentro de una isla ), la serie de encuentros con otras motos Schwalbes, iguales pero no idénticas a la suya, que registró en sus recorridos por Berlín ( Hasta encontrar otra Schwalbe amarilla ); imágenes sin ningún subrayado exótico o geográfico preciso que distinga las grandes capitales del mundo de Mali, Timbuktu, Ecuador o Costa Rica. Extremando la movilidad del ready-made , Orozco reemplazó la localización fija del taller del artista por el vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, Ciudad de México y la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas in situ , con resonancias claras de su cultura o del postapocalipsis urbano, que empezó a registrar en la capital mexicana tras el terremoto de 1985, pero sin ningún apego folklórico o demagógico al legado de la tradición propia. Su obra se acerca a la cultura de México tan pronto como se aparta con genuina vocación cosmopolita (el damero de ajedrez dibujado sobre una calavera comprada en el SoHo, Barriletes negros , es un buen ejemplo de ese doble movimiento), en busca de objetos que condensen la tensión entre lo local y lo universal, la intervención y el registro, el modelo tecnoindustrial de la escultura y la artesanía, y dinamicen las diferencias. No son las únicas tensiones que animan su obra: orden y caos, campo y ciudad, mundo orgánico y geometría se debaten en las imágenes que Orozco encuentra o crea a su paso e invitan al espectador a sumarse a la experiencia. "El hecho de no trabajar con una técnica específica en un estudio fijo -dice- me permite enfocar el momento y el lugar en que estoy viviendo, y luego tratar de incorporarlo a la obra." Y también: "Más que representar mi cultura, mi raza o mi género, trato de generar un espacio vacío que pueda ocupar el que mira y le permita encontrar su propia identidad en la experiencia". Las obras, de hecho, han intentado a menudo integrar el entorno literalmente, como esa pelota de plastilina construida con su propio peso, Piedra que cede , que Orozco hizo rodar por las calles de las ciudades hasta moldearla con marcas y detritos, curioso autorretrato móvil con ecos de la cultura maya "definitivamente inacabado", que es también correlato estético de un recorrido abierto por el mundo, que no impone, sino que recibe y cede, que no quiere ocultar los restos y las diferencias, sino que los alberga.
Una cita de Julio Cortázar copiada junto a una imagen del sistema solar en su primer cuaderno de notas ("buscar era mi signo", "soy de los que salen de noche sin propósito fijo") condensa la centralidad del movimiento en la obra de Orozco que, en sintonía con el cosmos, abunda en esferas, elipses y círculos. Los trayectos fueron gestando un arte desarraigado, que encuentra materiales y formas en moradas transitorias antes que en raíces exclusivas y excluyentes, una invitación a atender a la vibración del presente y una respuesta categórica a los nacionalismos obtusos, los nomadismos banales o la estandarización forzada del mundo globalizado. También una negativa a la autoindulgencia en el estilo propio. "El estilo de un artista o el mundo de un artista -dice Orozco- se puede convertir en un territorio único y fijo, un tipo de fortaleza en la que no creo. No quiero marcar un territorio. La constelación del mundo que el artista genera, que yo quiero generar, está en constante movimiento."
No hay un estilo Orozco, es cierto, sino una constelación de objetos e imágenes que fuerzan los límites de los medios para que puedan contener el espacio y el tiempo, y albergar la tensión de las contradicciones. Con la misma versatilidad de sus trayectos, el artista vaga de un medio a otro o, más precisamente, deambula entre los medios. Fotografías que evitan la fijeza de la composición artística y son "un puente con la realidad y documentación de acciones concretas", esculturas que "se originan en un accidente furtivo o se encuentran en huellas indiciales o aleatorias" (la caracterización precisa es de su crítico más brillante, Benjamin Buchloh), pinturas que avanzan en expansión centrífuga siguiendo el movimiento del caballo de ajedrez y realizan el deseo duchampiano de concebir un arte que pueda "emular los placeres sensuales de la ejecución ideográfica de la imagen en el tablero".
No es casual que Orozco sea un lector atento de Borges. Una de las claves de su arte está en las paradojas (el auto, el ascensor y las bicicletas inmóviles, el corazón de terracota forjado con las manos, la apariencia orgánica de los materiales industriales), análogos visuales de las oposiciones que disparan los relatos de Borges (el traidor que es héroe, la india de ojos azules), abiertos en la tensión irresuelta de las polaridades a múltiples sentidos e interpretaciones. En esa dirección, las Mesas de trabajo , colecciones casi domésticas de esculturas en proceso que, si se quiere, cierran (y vuelven a abrir) el recorrido por las salas del MoMA, resumen bien la paradoja más prodigiosa de su arte, capaz de apresar el tiempo y el espacio en la materia discreta y estática. Irreductible a las presiones del mercado, sujeta a la fatalidad del accidente, la colección reúne hallazgos y experimentos estéticos que se acumulan con el tiempo, como cuadernos de notas en tres dimensiones. Cada vez que la mirada vuelve a las series heterogéneas dispuestas sobre las mesas descubre algo que no ha visto, encuentros azarosos y elocuentes ("azar enlatado", Duchamp otra vez) que los ojos, la mente y las manos han sabido capturar en un objeto.
Pocos artistas contemporáneos han alcanzado un equilibrio tan sutil entre atención al mundo sensible, iluminación poética, inteligencia y belleza. De ahí que sus logros hayan inspirado algunos de los textos más penetrantes de la crítica de arte reciente, así como abrieron caminos a muchos artistas más jóvenes y despertaron también ineludibles recelos. Los latinoamericanistas o los multiculturalistas que ofician a veces de policía migratoria bien podrían recordar que su tradición, como la de Borges, es todo el universo. En la estela del elenco variado de sus precursores, de dadá y los surrealistas a Joseph Beuys, Cage, Robert Smithson, los conceptuales brasileños o los constructivistas rusos, el arte de Orozco enseña a mirar y reencanta el mundo entero.
© LA NACION
FICHA. Gabriel Orozco , retrospectiva curada por Ann Temkin en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) , hasta el 1° de marzo; en el Kunstmuseum de Basilea, del 18 de abril al 10 de agosto; en el Centro Georges Pompidou de París, del 15 de septiembre al 3 de enero de 2011, y en la Tate Modern de Londres, del 19 de enero al 2 de mayo de 2011
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