LA VANGUARDIA, Barcelona, Domingo Marchena, 30May11, 01:49 hora española.
El 'Führer', un ser demencial, convulso, proclive a las locas empresas e incapaz de amar | El autor adelantó la invasión nazi de la URSS y que Hitler sufriría atentados | La obra también supo ver que tras la guerra Alemania acabaría partida en dos.
Hitler es quizá después de Napoleón el personaje histórico que más biografías y ensayos ha suscitado. No hay en su pasado ni un palmo de terreno sin explorar. Resulta sorprendente encontrar entre el alud de obras sobre el peor verdugo del pueblo alemán una que destaque por su originalidad, lucidez y clarividencia. Esa obra existe y explica de forma tan concisa como brillante las causas del ascenso y caída del Führer. Se trata de Tres dictadores: Hitler, Mussolini y Stalin (Acantilado). Su autor, Emil Ludwig (1881-1948), parece tener una máquina del tiempo, pues adelanta el desastroso final del pacto Ribbentrop-Molotov, los juicios de Nuremberg o la división de Alemania en dos bloques, entre otros muchos acontecimientos. Y lo hace en la temprana fecha de septiembre de 1939, cuando la Segunda Guerra Mundial acababa de comenzar.
La intuición de este escritor, hoy casi olvidado y que consagró la biografía como género literario, no es un caso único en la literatura. La estadounidense Kressmann Taylor lanzó en 1938 una premonitoria advertencia contra la vesania nazi y el holocausto con una breve y maravillosa novela epistolar, Paradero desconocido (RBA, en castellano y catalán). Y el austriaco Stefan Zweig, el genio hecho carne, puso punto final en 1929 a dos obritas maestras, dos muescas más en su brillante bibliografía, Mendel el de los libros (Acantilado) y Viaje al pasado (Acantilado y Quaderns Crema, en catalán). La primera es un aldabonazo contra el odio irracional y los campos de concentración; la segunda, contra el fanatismo que se iba a apoderar de Alemania ("¿qué quieren estos locos? ¿qué quieren?", se pregunta el protagonista). Reparen de nuevo en el año: 1929.
Pero no todos los intelectuales que anunciaron la tormenta supieron prever su final. El propio Zweig se suicidó en 1942 en Brasil con una carta de despedida que todavía hoy pone los pelos de punta: "Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me adelanto". Por el contrario, el alemán Emil Ludwig, nacionalizado suizo cuando tuvo que huir de su país y sus libros fueron condenados a la hoguera por Joseph Goebbels, supo desde el principio que la pesadilla acabaría tarde o temprano con la derrota de Hitler, "el más consumado farsante de la historia moderna". Y así lo proclamó en Tres dictadores..., un ambicioso opúsculo que ahora se publica por primera vez en España y que entre sus muchos méritos tiene una traducción de lujo, la que realizó Francisco Ayala en su exilio de Buenos Aires.
Ludwig se ocupó de un sinfín de personajes, de Goethe a Bolívar, Freud o Lincoln. Con él, las biografías dan un paso adelante y ya no se limitan a una enumeración de datos, a una retahíla aséptica de fechas. Los biografiados no nos cuentan su vida, la viven. En su obra sobre Napoleón (Juventud), el lector siente un pellizco cuando Madame Mère dice, al enterarse de que la estatua de su hijo, ya fallecido en su último destierro de la isla de Santa Elena, va a ser repuesta: "El emperador regresa a París". En Tres dictadores..., subtitulada Y un cuarto: Prusia, el escritor va más allá y crea algo así como si Manhattan Transfer o La colmena hubieran sido escritas por un historiador, y no un novelista.
El antisemitismo y las locuras de Hitler cobran un nuevo sentido en función de la pusilanimidad de Mussolini o la frialdad de Stalin. La fórmula ha dado lugar a todo un género, las biografías cruzadas, del que dan fe recientes éxitos, como Napoleón y Wellington (Almed), de Andrew Roberts; Caballo Loco y Custer (Turner), de Stephen E. Ambrose; o Dictadores, la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin (Tusquets), de Richard Overy.
Emil Ludwig allanó el camino en el que otros han alcanzado la excelencia, como los ya citados o Ian Kershaw con Hitler (Península), Paul Preston con Franco, caudillo de España (Grijalbo) y Geoffrey Parker con Felipe II (Planeta). Todas ellas son monografías monumentales, canónicas, pero una vez más hay que recalcar que nuestro autor escribía en 1939. Llama poderosamente la atención que muchas de las cosas que sostuvo entonces coincidan con las conclusiones que, más de medio siglo después y con la perspectiva histórica, alcanzó Kershaw en su impresionante biografía sobre el Führer o con las explicaciones de los autores de otro manual de referencia sobre la Segunda Guerra Mundial, La guerra que había que ganar (Crítica), de Allan R. Millet y Williamson Murray.
Hitler era, en palabras de Ludwig, un "convulso demencial", un ser de aspecto insignificante "proclive a las locas empresas". La guerra, sostiene, acabaría indefectiblemente con su derrota. En caso de que todavía estuviese vivo, "este hombre incapaz de amar y con una capacidad inagotable de odiar" debería afrontar un juicio por crímenes contra la humanidad ante un tribunal especial, que él sitúa en la corte de justicia de La Haya, lo cual vuelve a ser insólito, puesto que el tribunal penal internacional de esta ciudad no se creó hasta 1998 (acertar con Nuremberg ya hubiera sido cosa de brujos o augures). El autor agrega que la vista oral sería el momento en que psiquiatras serios deberían decidir sobre la cordura del acusado y su imputabilidad, aunque "si le consideran un enfermo mental, entonces habría que castigar a todos los cuerdos que le han obedecido".
Del retrato que Emil Ludwig traza sobre el personaje "se deduce cuán poco significa un tratado con él o una promesa suya". Francisco Ayala, que iba traduciendo a medida que el historiador le enviaba sus manuscritos, precisa que este capítulo le llegó el 15 de septiembre de 1939. Apenas un mes antes se firmó la alianza de no agresión entre el III Reich y la Unión Soviética, el pacto Ribbentrop-Molotov. Tres dictadores... ya dejaba claro en su época que ese acuerdo era papel mojado y que Hitler sólo trataba de ganar tiempo antes de lanzarse sobre la URSS, como ocurrió el 22 de junio de 1941 con la operación Barbarroja. Ludwig también se adelanta al desenlace de aquella terrible tormenta de fuego: "Todo el mundo puede comprender –admitió con modestia– que Hitler y Stalin quisieran engañarse el uno al otro al concertar su pacto. Pero no todos saben que el segundo tiene muchas perspectivas de ganar en este gran juego". El autor acertó incluso al asegurar que sólo el Padrecito Stalin seguiría en el poder tras la guerra.
A pesar de declararse un enfervorizado enemigo del fascismo, Emil Ludwig no puede evitar una sombra de ternura por Mussolini, el más humano de los tres sátrapas. De ellos, "el único loco es Hitler; el único convencido, Stalin; y el único con personalidad, Mussolini". Del Duce explica algo que parece alcanzar en el tiempo al mismísimo Silvio Berlusconi: "Es tan consciente del efecto de la apariencia externa que de buena gana daría una batalla ganada a cambio de no ser calvo". Por desgracia para él, no hizo caso de la advertencia del libro: si decide apoyar a Hitler, "se hundirá con él".
Los vaticinios no acaban ahí. El autor barrunta la operación Walkiria, uno de los atentados fallidos para asesinar a Hitler en las postrimerías de la guerra, cuando afirma que podría llegarle "un fin violento por parte de su propia gente en circunstancias malas". La guerra, añade, "terminará con la partición de Alemania". El biógrafo se humaniza con algunos errores de bulto y afirma, por ejemplo, que Estados Unidos ayudaría a las democracias europeas contra el nazismo "con todo lo imaginable, a excepción de hombres". No tenía una bola de cristal para ver el enorme tributo en sangre que pagarían los estadounidenses, tanto en Europa como en el Pacífico.
Es una isla negra en un mar de aciertos. El escritor está convencido de que llegará un día en que diremos adiós al tiempo de los dictadores y "nuestros hijos viajarán con pasaportes europeos". Probablemente ese optimismo sea su peor fallo. Hoy más que nunca hay que estar alerta ante el peligro de los totalitarismos. Nadie lo resume mejor que la periodista y escritora Martha Gellhorn en el capítulo Una mirada a la madre Rusia, incluido en sus Cinco viajes al infierno (Altaïr):
–La situación nunca volverá a ser tan mala– dije.
–¿Qué?–El mundo. Nunca volveremos a tener un Hitler y un Stalin, ni siquiera un Mussolini.
–Oh, Martha– dijo la señora M., y se puso a reír y a toser.
Sin escrúpulos, sin enemigos y sin moral
Emil Ludwig también fue profético al meter en el mismo saco a Hitler, Mussolini y Stalin. Muchos años después, Sartre seguía siendo condescendiente con el régimen soviético y Juan Benet lanzaba herrumbrosas lanzas contra Solzhenitzin y su Archipiélago Gulag (Tusquets). El desastre del estalinismo no ha penetrado tanto en la conciencia colectiva occidental como el nazismo. A la historiadora estadounidense Anne Applebaum, autora de Gulag, la historia de los campos de concentración soviéticos (Debate), le sorprendió ver en Praga cómo otros turistas que no tolerarían lucir la esvástica se compraban recuerdos con la hoz y el martillo. Es la misma inconsciencia con la que los músicos de la Fundación Tony Manero pedían en la carátula de su disco Bikini: "Amor, unidad y todo el poder para los sóviets". Quizá la explicación sea que los ideales del nazismo eran intrínsecamente perversos y los de la URSS no, aunque se acabaran pervirtiendo. Así lo reconoció Martin Amis en el 2002 con Koba el Terrible (Anagrama), un mazazo contra la tolerancia de los intelectuales occidentales ante el estalinismo. En 1939, Emil Ludwig, hijo de una acomodada familia de judíos alemanes, políglota y culto, periodista e historiador, lúcido y clarividente, ya dijo que Stalin, como Hitler o Mussolini, se caracterizaba por "una voluntad de poder que no consiente ningún escrúpulo, aniquila a todo enemigo y no conoce moral alguna". Su voz tardó en oírse.
Otros estudios comparados
Andrew Roberts. Napoleón y Wellington (Almed)
La obra de Roberts es la de un clásico. Napoleón, explica, denostaba en público a Wellington y le admiraba en secreto; Wellington le elogiaba ante los demás y le criticaba en privado. Debemos a este historiador de Cambridge, de 48 años, más revelaciones sorprendentes, como los accesos de locura que asaltaban al mariscal Blücher y que le hacían creer a sus 74 años que estaba embarazado ¡de un elefante!
Stephen E. Ambrose. Caballo Loco y Custer (Turner)
Ambrose (1936-2002) es el gran historiador estadounidense del siglo XX. Esta biografía comparada, subtitulada Vidas paralhttp://www.blogger.com/img/blank.gifelas de dos guerreros americanos, es un hito en su brillante obra y narra los destinos de los protagonistas con la objetividad de un ensayista y la pasión de un novelista. Dos existencias marcadas desde su nacimiento y condenadas a encontrarse al final en la batalla de Little Bighorn.
NOTA DE CLAVE 88: Información sobre Emil Ludwig, clic aquí.
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