domingo, 29 de mayo de 2011

LA MANO BOBA

LA NACIÓN, por Brascó, 29May11
Aparte de comer pipón, un morfi bien da materia prime para un rato largo. Pero hay muchas cosas que no ocurren por su puesto, si comemos en casa. Una invitación para una comida high class en lugar piripipí, organizada bien en alguna noche de las que trae el año, puede, debe y suele apaciguar expectativas de diversa índole.
En primer lugar las ansias elementales de achicar angurria gourmet, que el mero masticar la pastasciutta con el tuco satisface un montón.


En segundo lugar, todas las otras. Desde el placer social del rumorete malvadito sobre terceros no presentes en la mesa hasta el delicado ejercicio de la mano boba sobre rodilla ajena por debajo de la mesa como ni dándose cuenta. Aparte de comer pipón, un morfi bien da materia prima para un rato largo.
Obvio, la mano boba debemos posponerla hasta que el marido correspondiente se distraiga con alguna monserga belinuna sobre, ponele, el Club de París o sobre los aromas a otras cosas -desde cuero sobado hasta regaliz del sotobosque-que le olfatea al vino tinto.
Pero tranquilos: en un más tarde o más temprano de la noche, ese despiste de dorima ocurre. Si llega a demorarse demasiado, usted la mano boba mándela igual, roce colateral rodilla con sofaldeo, pero aumentando la expresión cara de nada hasta alcanzar los excitantes placeres subrepticios del pecado.
Que es venial en este caso. Con dos pésame Dios mío en el day after se arregla todo bien sin dejar rastros de remordimiento.
No, no: si comer en grupo grande tiene sus encantos, pese a las reservas en contra de los fastidiosos. Sofaldeo es -conocimientos útiles- el corrimiento de pollera.
Los fastidiosos también dirán que más de seis personas sentadas a una mesa deparan diálogos deshilvanados, lo cual es cierto, pero también falso. Se pueden conseguir deshilvanes similares en comidas de sólo dos comensales, mediante el recurso supersimple de invitarlos a restaurantes fashion con extremado despiporre acústico ambiental. Con tanto ruido nadie puede escuchar lo que le dice ni siquiera quien se sienta a su costado. Eso, unido a luces bajas con reflejos mortecinos, favorece, claro está, la mano boba en regocijante escala.
Antaño ésos eran reductos dedicados al comer debute, opíparo por lo menos; pero ya no más. En vez de hornear sabores ricos los cocineros arman platos thai o fusión y look únicamente opíparo, pero para la foto. El mozo viene, pone el plato de crocantes, compresiones, yamaníes, los sashimis, emulsiones y espirales de pétalos sobre la mesa y uno medio mira todo en la vaga oscuridad, pero se abstiene de probarlo. Primero porque su artefactuoso decorado da la exacta sensación de haber sido minuciosamente toqueteados shiitake por shiitake y cilantro por cilantro por chefs con pañuelos floreados sobre los pelos largos, barbitas ralas, aritos en los labios y tatuajes por donde los mires. Lo que tras cartón y sin remedio te retira el apetito. Y segundo, porque tenemos nuestras propias manos bobas curioseando diferentes sofaldeos.
Eso no ocurre, por supuesto, si comemos en casa. Hay un silencio calmo y están la nonna con memoria tembleque; papá, al que sacaron recién de un ministerio; tres primas con jeans de ombligo corto casi al ras, y el tío fashion que no termina de asumirse gay.
También su amigo actual, que es un señor de aspecto maso, y el resto de la familia normal tipo clase intermezza. Todos en los prolegómenos de la convocatoria y esperando que la madre termine de sobrehornear el estofado con tuco para el tallarín hervido y las tiritas de pimiento verde con aroma a piraxina sommelier.
Pero con la madre no meterse, Pepe. Ese estofado es de los que nunca más.
Por Brascó
mbrasco@fibertel.com.ar

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