sábado, 25 de julio de 2009

DEL IMPERIO AL PARAÍSO DE LOS MILLONARIOS


La Nación, adnCULTURA, Buenos Aires, Argentina, 25Jul09
En este artículo la periodista explica cómo se gestó la idea de escribir Rusos (Tusquets), su nuevo libro, en el que se propone develar las claves de uno de los pueblos más complejos que ha dado la historia
FOTO: ALEXANDER DEMIANCHUK / REUTERS
Por Hinde Pomeraniec
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
Pocos años atrás, durante una cumbre energética en París, el representante del coloso Gazprom tomó el micrófono y comenzó a hablar en ruso a la audiencia. Desesperado por la falta de traductores, uno de los organizadores se acercó para recordarle que los idiomas oficiales del encuentro eran el inglés y el francés. Sin mirarlo, el empresario preguntó, arrogante: "Discúlpeme, pero ¿no estamos en una cumbre de hidrocarburos? Sepa, señor, que, desde ahora, en estas cumbres el ruso también es idioma oficial".

Mientras escuchaba esta historia, la imaginaba como una metáfora perfecta del renovado orgullo ruso, producto de la era Putin. Luego del colapso de la Unión Soviética y el descalabro económico de los años 90, Vladimir Putin encarna para los rusos la imagen del orden y la sobriedad, en contraposición al caos que dominó la salida del comunismo. Con una política que aún rinde tributo al estatismo de la ex URSS pero bucea en el liberalismo económico, Putin representa la mano fuerte y el billete seguro, además de ser el restaurador de la dignidad y el nacionalismo perdidos. Putin llegó al poder hace casi diez años y aunque hoy no ocupa la presidencia, sigue digitando la política rusa como primer ministro. Occidente lo mira con cautela y prejuicio. Su pasado como espía y su irritante insensibilidad lo vuelven objeto de críticas. Su mano férrea con cualquier tipo de oposición y la cuestionable actuación de sus tropas en la guerra de Chechenia le valieron denuncias en materia de libertad de expresión y por abusos a los derechos humanos.
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Por momentos, creo que empecé a pensar en los rusos como posibles protagonistas de un libro en octubre de 2002, la noche en que un comando integrado por decenas de terroristas chechenos tomó el teatro Dubrovka de Moscú en plena función.

Los guerrilleros mantuvieron a más de ochocientas personas como rehenes durante dos días y medio, y la toma terminó en masacre, cuando las fuerzas rusas, contrariando las normas internacionales, introdujeron en la sala un gas venenoso que mató a los guerrilleros pero también a parte del público y de los actores secuestrados. Según informes oficiales, murieron ciento veintinueve personas, muchas de ellas porque las autoridades no entregaron la información necesaria para impartir el antídoto del gas tóxico.
El presidente Putin se había mantenido inflexible: Rusia no negocia con terroristas.
Otras veces creo que Rusos nació en septiembre de 2004, cuando otro comando mesiánico tomó la Escuela Nº 1 de Beslán, en Osetia del Norte, con unas mil doscientas personas adentro, el primer día de clases.

La épica canalla culminó cincuenta y tres horas después, con el ingreso a sangre y fuego de los militares rusos. Murieron trescientos setenta personas, ciento ochenta y uno eran chicos. Otra vez el gobierno de Putin había elegido no negociar.
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Hay algo provocador en la mirada de Putin; sus ojos tienen el impacto de una bruma helada o, mejor, del filo de un cortaplumas. Siempre me pregunté qué pasaba por su cabeza cuando tuvo que tomar decisiones que costaron tantas vidas inocentes, decisiones que en otro país podían haberle costado apoyo pero que, entre los suyos, acentuaron su imagen de líder.
Hubo otros casos estremecedores que tuvieron a Putin en el centro de las acusaciones, como el asesinato de la periodista opositora Anna Politkovskaya, acribillada a balazos en el ascensor del edificio donde vivía. O la muerte de Alexandr Litvinenko, alias "Sasha", un ex espía ruso envenenado en Londres con polonio 210, una sustancia radiactiva. Ambos fueron eliminados en 2006, con pocas semanas de diferencia.
Las preguntas que me hice durante estos años comenzaron a dibujar respuestas en mi primer viaje a Moscú, adonde llegué para cubrir las elecciones presidenciales de marzo de 2008, una votación con final cantado. Todos sabían que iba a ganar Dmitri Medvedev, el delfín de Putin. Meses después llegaría otro viaje a Rusia y también a Londres, lugar estratégico para desentrañar la telaraña rusa de conspiraciones, ya que allí viven varios "oligarcas", multimillonarios que hicieron sus fortunas con las privatizaciones de Yeltsin y hoy son enemigos políticos de Putin.
Para desentrañar el carácter inasible de los rusos de Putin conté con la gentileza de investigadores y escritores, así como de personas comunes y militantes de derechos humanos, quienes me cedieron su tiempo y su conocimiento. También con la confianza de gente como Marina Litvinenko, la viuda del ex agente envenenado, que accedió a contarme su historia una soleada mañana de junio, en el exclusivo barrio londinense de Myfair.
No hubiera podido hacer nada en Rusia sin Galina Rozemberg. Ella fue mi luz en las tinieblas de un idioma ajeno durante las entrevistas con Dmitri, el papá de Nina, muerta a los catorce años en el teatro Dubrovka, y también con Ella, la mamá de Zarina, que sobrevivió en Beslán sin saber que su tío y sus dos primos habían muerto en la escuela.
Mis abuelos y sus familias llegaron a la Argentina desde el Este europeo y cada vez que se les preguntaba por sus orígenes, no importaba si habían nacido en Ucrania o Lituania, siempre decían que eran rusos, amparados en el paraguas de la gran patria maternal y opresora. En rigor, primero decían que eran judíos y después, ante la insistencia, que eran rusos. Eran judíos rusos perseguidos por otros rusos en sus propias aldeas o ciudades. Judíos rusos que habían tenido que huir de donde habían nacido para seguir siendo judíos. Y rusos, a su pesar.
Si cuento esto, es para que se entienda, para entender yo también, que quizá mi libro nació de una necesidad: la de comprender el espíritu del pueblo de donde provengo, sus singulares conceptos de solidaridad y ciudadanía, que permiten que sus habitantes puedan ser indiferentes al crimen por encargo de una periodista que piensa distinto o a la detención y los apremios ilegales de los pocos opositores que aparecieron durante el reinado de Putin.
Un pueblo que supo ser un imperio poderoso, transformarse luego en el escenario de la primera revolución proletaria y convertirse, décadas después, en el centro internacional de los millonarios esnobs. Para entender, en suma, cómo ese pueblo culto y lector, cuna de enormes poetas, novelistas, músicos y cineastas, es capaz de apagar su espíritu crítico sacrificando la libertad al orden.

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