viernes, 24 de julio de 2009
REPORTAJE: VIAJES VENTANAS / PONT-AVEN. GAUGUIN EN BRETAÑA
El País, Madrid, España, 24Jul09
J. M. MARTÍ FONT
Pero no era en Tahití? También, pero antes de perderse por el Pacífico y dejarnos sensuales imágenes de un incierto paraíso, Paul Gauguin estuvo en Bretaña. Llegó por primera vez en el verano de 1886 a Pont-Aven, en la costa sur, al final de una ría; un bucólico lugar que ya acogía una colonia de artistas, y durante los cuatro años siguientes volvió varias veces, alternando esas estancias con viajes a París y también con el tempestuoso episodio de su visita a Arles, en Provenza, en 1888, para pintar con su amigo Vincent van Gogh.
¿Es realmente verde? Entonces ponga el verde más bonito de su paleta
Lugar de peregrinación para muchos amantes del arte, enclavado en la Bretaña más mágica, este lugar acogió varias escuelas de pintores y a muchos de quienes participaron en las rupturas que cristalizaron en el siglo XX
Pont-Aven se alinea con un riachuelo que desciende impetuoso hasta el mar. Inevitablemente todo recuerda al pintor, incluidas las cajas de las sabrosas galletas sablès, de mantequilla. Y es inexcusable darse una vuelta por el Bois d'Amour, un bosque primigenio como sólo los hay en Bretaña, que sigue congregando a los enamorados, aunque pocos sepan que el famoso cuadro que identifica este lugar, Le Talisman, l'Aven au bois d'Amour no es de Gauguin, sino de Paul Sérusier.
Contaba Sérusier que Gauguin, como quien transmite una revelación, le había enseñado la tapa de una caja de puros en la cual había pintado un paisaje sin forma, sintéticamente expresado en violeta, bermellón, verde veronés y otros colores puros, tales como habían salido del tubo, sin casi mezcla de blanco. "¿Cómo ve este árbol?", le preguntó. "¿Es realmente verde? Entonces ponga verde, el verde más bonito de su paleta; ¿y esta sombra es un poco azul? No tenga miedo de pintarla tan azul como sea posible". De vuelta a París, Sérusier mostró la obra a todos sus amigos que la bautizaron como El Talismán, y entorno a esta pieza surgió el movimiento de los Nabi y también se abrió la puerta de la abstracción.
Pero Pont-Aven se acaba pronto. Por eso es preferible retrasar la llegada atravesando la Península para impregnarse de la magia de este finisterre celta por el camino, y como aperitivo dejarse seducir por el Mont Saint Michel, que no está en Bretaña, sino en Normandía.
No cabe más que extasiarse ante el espectacular artefacto inventado por Violet le Duc en el siglo XIX. Este arquitecto, que reconstruyó media Francia con los criterios fundacionales de todos los nacionalismos modernos -incluida la catedral de Notre Dame-, realizó su obra maestra sobre lo que no era más que un viejo convento medio en ruinas, edificado en lo más alto de una gran roca flotante en el canal de la Mancha. Y para coronarlo se inventó la grandiosa flecha gótica que transformó la abadía en el icono que hoy conocemos.
Al Mont Saint Michel hay que llegar por la mañana, pronto. Enterarse de los horarios de las mareas, coger aliento, subir hasta arriba y contemplar cómo el océano cubre la llanura fangosa a una velocidad inesperada. Y después partir raudo hacia Saint Maló, el gran puerto corsario, ya en Bretaña, y darse un buen atracón de fruits de mer. Como en Galicia, el marisco es extraordinario, y también las ostras, concretamente las de Belon, una variedad que debe su nombre a la localidad de Riec-sur-Belon.
Cruzar la Península, de Dinan a Quimperle, por las pequeñas carreteras que serpentean por un paisaje boscoso, es sumergirse en ese mundo rural que sedujo a Gauguin, que se hartó de pintar a dulces campesinas con cofia; bosques misteriosos con árboles milenarios y gigantescos; iglesias y ermitas cubiertas de musgo. Y antes de llegar a Pont Aven conviene pasarse por Tremalo, donde se encuentra el crucifijo que sirvió de modelo para Le Christ jaune, una de las piezas clave del simbolismo.
El interior bretón, no dista mucho del que amaba Gauguin, que reivindicó su carácter "rústico y primitivo", en contraste con la sociedad industrial que ya se adueñaba de las grandes ciudades. De Bretaña salió hacia la Polinesia y acabó muriendo en las Marquesas. Pero lo cierto es que tenía también razones más prosaicas para escoger Pont Aven: una vida barata en la pensión Gloanec donde un grupo de artistas, de amigos, se divertían pintando y discutiendo y metiéndose con los turistas ingleses reaccionarios y los burgueses locales.
Altamente recomendable es pasarse a la ría siguiente y subirse al barco que recorre la ruta entre Benodet y Quimper. Es un barco restaurante en el que, mientras se remonta por entre bosques pespunteados por grandes mansiones del esplendor del XIX y se divisa elegantes garzas reales pescando en sus orillas, sirven un almuerzo inolvidable.
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