jueves, 11 de marzo de 2010
EL FENÓMENO AVATAR
La Gaceta, Suplemento Literario, Tucumán, Argentina, 07Mar10
La superproducción de James Cameron se convirtió en el film que más ingresos generó en todos los tiempos y es una de las grandes candidatas a llevarse esta noche, entre otros, el Oscar a la mejor película.
Avatar no es El acorazado Potemkin, con la que Eisenstein dejó hace 85 años poco margen para inventar en materia de montaje y narración cinematográfica; no evolucionó la concepción del discurso fílmico como Ladrones de bicicletas; no será un jalón de la filmografía romántica como Casablanca, ni una epopeya inolvidable como Lo que el viento se llevó; no es un paradigma de la construcción dramática como El ciudadano; no es la definición del "thriller" como Psicosis; no bucea en las profundidades del alma como Amarcord, Persona o Los 400 golpes; por cierto, Avatar no es muchas cosas. Pero es, sin dudas, el fenómeno más resonante de los últimos años en la industria del cine cuya capital global es Hollywood. Se pretende ver a Avatar como una bisagra en la historia del séptimo arte, y que habrá un antes y un después de la película de James Cameron.
Esta es, cuanto menos, una amable exageración; pero no por ello debe minimizarse la importancia de esta gigantesca producción, histórica por muchos motivos: uno de ellos (tal vez, el central) es el formidable aprovechamiento de una tecnología capaz de procesar colosales cantidades de información; y uno de los principales méritos del realizador reside en su poco común capacidad de servirse de esta tecnología para lograr un espectáculo magnífico en lugar de sucumbir a la tentación de sepultar a la platea bajo una desmedida dosis de trucos visuales y efectos especiales sin mayor sustento dramático. Por el contrario, el fascinante desafío de concebir un planeta completo, con habitantes, flora y fauna cósmicamente exóticas fue resuelto por el realizador y sus equipos con una destacable libertad creativa en función de un concepto estético más que sólido y coherente.
Cameron ha conseguido su objetivo: el filme lo ha colocado en la envidiable situación de discutirse a sí mismo la condición de amo de las taquillas mundiales, sitial en el que había quedado entronizado desde el clamoroso éxito de Titanic hace más de una década. Pero además, el realizador logró desatar con su última película una serie de polémicas y de discusiones que exceden la esfera habitada exclusivamente por los aficionados al cine. La historia de los azulados habitantes de Pandora no sólo ha dividido a la platea en defensores y detractores (con absoluta preeminencia de los primeros) y ha despertado el previsible apoyo de grupos ecologistas y defensores de la preservación del medio ambiente, sino que ha merecido embates y reivindicaciones en nombre de la ciencia, de la fe, de la economía o de la política; las referencias a las aventuras plasmadas por Cameron en la pantalla han desbordado los espacios específicos del mundo del espectáculo y se han disparado en todas las direcciones. Desde luego que el director y los productores aceptan con beneplácito este estrépito informativo, que contribuye a acercar espectadores a los cines; pero seguramente se trata de una consecuencia que excede a sus expectativas. Por ejemplo, grupos que luchan contra la adicción al tabaco han atacado a la película porque sostienen que es indulgente con el hábito de fumar (el personaje de Sigourney Weaver se desvive en un par de oportunidades por encender un cigarrillo) y han obligado al director a realizar una desmentida oficial acerca de su intención de promocionar el consumo de tabaco. El idioma de los Na´vi (los nativos de Pandora), desarrollado exclusivamente para el filme, mereció el estudio (y el elogio) de no pocos lingüistas, quienes se manifestaron sorprendidos por la consistencia del resultado obtenido. Y la película también disparó estudios antropológicos acerca del desdoblamiento entre los seres humanos y sus "avatares", réplicas creadas a partir de la manipulación de ADN y gobernadas desde una especie de sueño hipnótico inducido tecnológicamente.
El realizador desliza un mensaje ecológico, pero siempre apuesta al espectáculo. Si bien la anécdota gira alrededor del enfrentamiento de los nativos de Pandora con los invasores humanos para defender su planeta amenazado por la explotación irracional de sus recursos naturales, Cameron jamás renuncia a centrar el relato en el despliegue visual, y lo hace con recursos legítimos.
Si el realizador hubiera querido proponer una reflexión sobre la condición humana, el ritmo de su relato hubiera sido fundamentalmente distinto: Avatar está más cerca de La guerra de las Galaxias o de Viaje a las estrellas que de 2001, odisea del espacio o de la Solaris de Tarkovsky. Con sus nueve postulaciones a los Oscar, el filme ha perdido la posibilidad de imponer una nueva marca; no será, definitivamente, la película que más premios consiguió. Hay muchas cosas que Avatar no es, y muchas otras que tal vez será; una trilogía, por ejemplo (la imagen final del filme abre francamente una puerta para, por lo menos, la secuela). Lo cierto es que al conducirnos a través de la espesura de Pandora, en tres dimensiones y con sonido envolvente, Cameron nos ha fascinado, nos ha sorprendido y nos ha divertido. Seguramente no era otra cosa lo que esperaban provocar con su invento, hace ya más de un siglo, los hermanos Lumière.
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