La Nación, ADNCultura, Buenos Aires, Argentina, 30Ago08
¿Hasta qué punto una serie televisiva moldea y condiciona la manera de ver la vida cotidiana? La respuesta que sugiere el notable escritor mexicano es contundente: después de ver 24, no se puede volver a confiar en nadie
FOTO: Juan Villoro
Por Juan Villoro
Para LA NACION
El conteo comienza: 12 p. m.
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Llegué a la cita y encontré la mirada insomne que a últimas fechas encuentro en muchas partes. Jacinto Van Beuren, coguionista de un proyecto en el que me embarqué a última hora, había pasado varias noches en vela viendo un DVD tras otro de la serie de televisión 24 . Lo mismo me ocurría a mí. No recuerdo otro programa tan adictivo, capaz de alterar tanto la conducta y la percepción de la realidad.
24 narra una historia de acción pura en el perturbador ritmo del tiempo real. Durante un día, el agente Jack Bauer vive acribillado de intrigas. En esa jornada sin tregua, la paranoia se convierte en la forma elemental del sentido común. Sólo sobrevive quien sabe desconfiar. Poco importa que un fleco de la trama carezca de lógica; los sucesos se precipitan a tal velocidad y con tal sentido de la urgencia que el espectador no tiene otro anhelo que llegar al final. 24 exige ser vista con el angustioso impulso de los fugitivos: la única forma de sobreponerse a la presión es seguir adelante.
La atmósfera de la serie depende de la amenaza terrorista. En un planeta donde la guerra ha perdido las nociones de línea de fuego, retaguardia y tierra de nadie, el espanto puede surgir de cualquier parte. A diferencia de otros combatientes, el terrorista no busca ganar sino persistir. Su estrategia no es la del triunfo sino la del daño. Uno de sus recursos básicos consiste en infiltrar al enemigo para afectarlo en mayor proximidad. Por eso el combate del terrorismo implica una doble defensa: contra el adversario y contra los compañeros que pueden estar a su servicio. En esta encrucijada nada es tan difícil ni peligroso como creer en alguien.
La influencia social de 24 es decisiva para entender lo que me pasó con Van Beuren. Nos habían pedido que hiciéramos una adaptación del episodio de los gemelos prodigiosos del Popol-Vuh , libro sagrado de los mayas. Como la mayoría de los proyectos cinematográficos, nadie sabía si éste se llegaría a filmar pero el guión se necesitaba para ayer. Unos productores norteamericanos confiaban mucho en el México prehispánico porque habían visto la película que Mel Gibson rodó en maya. Mis credenciales para participar eran las siguientes: mi madre es yucateca, escribí un libro de viajes por la península y me gusta el fútbol (los gemelos del Popol-Vuh practican el juego de pelota y para los productores eso tenía que ver con el soccer ). Por su parte, Jacinto tenía a su favor haber estudiado antropología, ser chiapaneco y escribir con solvencia en inglés. Mi colega adquirió esta última destreza en Los Ángeles, donde se dedicó a la dianética durante algunos años.
Nos pareció estupendo trabajar de noche. Habíamos visto suficientes películas policiacas para envidiar la energía de quienes luchan a deshoras. Antes de reunirnos hablamos por teléfono. Jacinto ofreció llevar un estupendo café de Tapachula.
Al llegar a la oficina, respiré el aroma del café. Me serví la primera de las muchas tazas que esperaba convertir en episodios de película. El café me supo raro, pero no dije nada. De cualquier forma, cometí un error protocolario. Le pregunté a Jacinto si le gustaba la serie 24 . "¿Cómo sabes?", se mostró extrañado. ¿Debía contestarle que se veía tan desvelado como el agente Jack Bauer? Sus ojeras eran tan preocupantes como las mías. Me limité a comentar que se trataba de la serie de moda. "¿Crees que me gusta lo que está de moda?", preguntó con un filo agresivo. Respondí que a veces lo magnífico se pone de moda. Esto no lo tranquilizó.
"¿Todavía te odian en Yucatán?", me vio como si dispusiera de información confidencial. El tema podía ser delicado. Los productores se habían interesado en mí por mi libro sobre Yucatán, pero algunos lectores habían sentido que yo ridiculizaba a la gente del lugar sin conocerla. Como no quise entrar en esa polémica, dije una frase del general Torrijos: "Uno escoge a sus amigos pero no a sus enemigos". "¿Te gusta el café?", me preguntó. Sabía a sopa de ratón. "Está buenísimo", bebí un largo trago para confirmarlo y me despellejé el paladar. "Lo compré en Coyoacán -informó él-. Se me acabó el café de Chiapas y traje esta porquería". Entonces recordé que los grandes grupos de rock convierten sus pleitos en música. Nuestro guión tenía futuro.
Van Beuren había ordenado la trama del Popol-Vuh en estampas, al modo de un cómic. El recurso era útil para situar las escenas. Ahora necesitábamos encontrar el tono de la narración. "Me han dicho que eres bueno para eso", Jacinto metió una cuchara en su taza y la hizo girar con parsimonia, en espera de que yo comentara algo. "¿Soy bueno para tener un tono?", le pregunté. "Eso dicen", contestó, como si se tratara de una habilidad parecida a la de depilar cejas.
Me asomé a la ventana y vi una camioneta blanca. Recordé la película Traffic . La camioneta podía estar llena de radares para captar nuestra conversación. ¿Estábamos en una oficina de seguridad o en una oficina cualquiera? ¿De dónde salía Van Beuren? ¿Me estaba alterando con una técnica dianética o simplemente era insoportable?
Encendí la computadora en la página de Google. Busqué "Jacinto Van Beuren". Nada. En una esquina de la pantalla vi la agenda electrónica que me envió mi amigo Philippe. Un directorio muy completo de escritores. Ahí sí estaba Van Beuren. Anoté su teléfono. ¿Era tan mal guionista que no había alcanzado una mención en Google?
A las 2:32 a. m. Jacinto fue al baño. No eran horas para hablar por teléfono pero yo estaba ante una emergencia antiterrorista. Marqué el número que había copiado de la agenda electrónica. Una voz pasmosamente despierta me informó que Jacinto Van Beuren ya no vivía ahí. No vivía ahí porque estaba muerto.
Colgué de inmediato, temiendo que mi llamada fuera interceptada.
Si Jacinto Van Beuren había muerto. ¿Quién era la persona que salía del baño y se me quedaba viendo? "Te tiemblan las manos", dijo.
"Es por el café", contesté.
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El homo videns se deja influir por lo que mira. Esto cobró especial relevancia a las 3:23 de la mañana. Me encontraba en una oficina para escribir un guión sobre el Popol-Vuh . Mi coguionista se había presentado como Jacinto Van Beuren y yo acababa de averiguar que la persona que respondía a ese nombre estaba muerta. A esas alturas no había lugar para las simples coincidencias. Descarté la posibilidad de que el verdadero Jacinto Van Beuren tuviera tocayos. Estaba ante un impostor. Tuve ganas de decir que yo era Jack Bauer, agente antiterrorista, pero me contuve. No podía revelar mis cartas.
Fui al baño y me lavé la cara con agua fría. Me vi al espejo: "Has visto demasiada televisión; estás grave", me dije, pero no sirvió de nada.
El café se había enfriado en mi taza. Sabía aún peor que antes. Sentí un leve mareo. Jacinto no había bebido nada después de su primer sorbo. ¿Por qué anunció tanto que llevaría café? ¿Me estaría envenenando? No: yo no le servía muerto; me necesitaba vivo; subordinado, pero vivo.
Después de discutir por una escena de persecución, me preguntó: "¿No tienes visa para Estados Unidos, verdad?" Era cierto, mi visa estaba vencida. Se lo había dicho a uno de los productores. En caso de que hubiera una reunión en Los Ángeles, yo no podría asistir. Esto le daba ventajas a Jacinto. Aprobó mi idea para la secuencia de persecución. Tal vez lo hizo porque podría modificarla en una reunión en Los Ángeles.
A las 5:56 me atreví a preguntarle si usaba seudónimo. "A veces -respondió-, cuando el trabajo me avergüenza." Nos volvimos a dirigir la palabra a las 6:25. ...l trabajó más que yo. Me dediqué a vigilarlo y a pensar en su seudónimo.
No tengo teléfono celular y aproveché que él se agachó a recoger una galleta para quedarme con el suyo. Fui al baño y le hablé a mi amigo Philippe. En voz bajísima le di el teléfono del "otro" Van Beuren y le pedí que averiguara cuándo y de qué había muerto. "¡Son las 6:48!", protestó, como si eso importara. "Si no hablas, estas palabras serán las últimas que oigas", colgué con manos trémulas. Me pregunté si Jacinto podría rastrear la llamada que yo acababa de hacer. De cualquier forma volví a hablar con Philippe. "No me pude comunicar, está descolgado", informó. Aunque podían haber descolgado para evitar más llamadas a deshoras, temí que mis imprecisos enemigos hubieran entrado en casa de Van Beuren.
Regresé a confrontar al falso Jacinto. "Estuve revisando Internet", me dijo en tono acusatorio. Desvié la vista a un grueso libro de historia de los mayas. Jacinto lo había consultado para sacar datos. Un regusto amargo me subió a la boca. El guionista me había dado un café infame y quizá tóxico, y el verdadero Jacinto Van Beuren estaba muerto. Eran las 7:13 y las manos me temblaban. Actué obedeciendo un impulso ciego. Tomé la historia de los mayas y me lancé sobre Jacinto. Lo golpeé con el lomo, abriéndole la mejilla. Arranqué una hoja y la presioné sobre su sangre para tener una muestra y poder identificarlo. "¿Quién eres?", le pregunté.
Jacinto logró zafarse: "¡Estás enfermo!", gritó. Luego señaló una página de Internet: "Te estoy investigando. Hoy tienes que entregar un artículo para adn CULTURA. Es jueves, publicas los sábados. No has dormido en toda la noche. No has ayudado en nada en el guión. Estás pensando en otra cosa. ¿Por qué propusiste que trabajáramos hoy?", preguntó. "Yo no lo propuse", contesté. "¡No mientas! Te dije que nos viéramos mañana, pero insististe en que fuera hoy. Sé cómo operas: no tienes información fresca, has salido del circuito, tus fuentes han dejado de confiar en ti, la presión te está afectando: necesitas un tema para un artículo, lo del guión no te interesa", me vio con ojos encendidos. "¡Jacinto Van Beuren está muerto!", lo confronté. Con inquietante sangre fría me dijo: "¿Y?" "¿Por qué usas su nombre?" "Soy poeta. Me da vergüenza escribir guiones. Jacinto era amigo mío", y añadió, con resignado desprecio: "...l se hubiera conformado con esto", hizo una pausa, se tocó la mejilla: "¿Tenías que partirme la cara? ¿Tan desesperado estás? ¿A qué hora cierran en adn CULTURA?"
Le pedí disculpas pero advertí que un objeto le abultaba la cintura. Me sorprendió no haber notado antes su pistola. "¿Estás armado?", señalé el bulto. Se levantó la camiseta y mostró el estuche de su celular. Le volví a pedir disculpas. Luego pensé en su capacidad de manipulación y dije: "Has visto demasiados programas de 24 ". "¿ Yo he visto demasiados programas?", tomó un abrecartas y se acercó hacia mí: "No me hables golpeado, Jack Bauer. Estás aquí para buscar un artículo. Nunca quisiste escribir el guión", sentí el abrecartas en mi yugular.
A partir de las 8:22 estuve de acuerdo en todo con Van Beuren. ...l me dio el tema de este artículo. Juro que no se me había ocurrido antes. Su estrategia fue infame y perfecta: desvió mi atención para quedarse como único guionista. Es un conspirador de alta escuela. A las 11:30 me dijo: "Son las 11:30". Esto significaba que en media hora iban a ir por el guión. "Muéstrame lo que has hecho", Van Beuren sonrió: mis apuntes eran un desastre. Había pasado la noche en blanco sin hacer otra cosa que desconfiar de él.
"Es mejor que entreguemos mi versión y quedes fuera del proyecto. Estás a tiempo para entregar en adn CULTURA; si no escribes de esto estás liquidado." Pensé en otros temas. Todos eran pésimos. Me rendí a las 12 a. m. Mi tiempo con Van Beuren había terminado.
Terminé este artículo a las 19:20. A pesar del cansancio tardé en dormirme. "Es el café -me dije-, el café de Jacinto Van Beuren." A las 24 horas, poco antes de entrar en el sueño, escuché una voz en mi cabeza: "Soy el agente Jack Bauer y éste es el día más largo de mi vida".
viernes, 19 de marzo de 2010
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