ABC, MANUEL DE LA FUENTE / MADRID, Madrid, 11Abr11 - 18.42 hora española.
EFE
Paul Preston, hoy en Madrid
Nunca sobre la milenaria tierra de Gárgoris y Habidis se había desatado tal tormenta de violencia, de venganza, de crueldad. Hacía ya tiempo que el dedo del ángel exterminador había señalado la casa de Sefarad y las campanas del odio tocaron a rebato. Los hijos se volvieron contra los padres, los padres contra los hijos, los
hermanos contra los hermanos. Fue un repicar de sangre (a menudo inocente) que manaba a borbotones, una hemorragia fratricida sin freno, una carnicería que se extendió por las cuatro esquinas de España a partir del 18 de julio de 1936, aunque la siembra de esta odiosa cosecha hubiese comenzado antes, mucho antes.
Paul Preston, uno de los más reputados hispanistas de la actualidad y gran experto en la historia contemporánea de nuestro país, ha viajado a ese mundo de tinieblas, de checas y sacas, de paseos y paredones, en «El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después» (Ed. Destino). Aunque Preston reconoce que su especialidad no son las cifras, la aportación de muchos historiadores locales le han servido de mucha ayuda. Los cálculos son aterradores: cerca de doscientas mil personas fueron asesinadas lejos del campo de batalla, eliminadas extrajudicialmente o en juicios sin garantías. Duele hasta la angustia, pero los últimos estudios, como el José Luis Ledesma Vera, apuntan a cerca de 50.000 simpatizantes del bando nacional asesinados, y no menos de 130.000 republicanos. Pero las cifras son seguramente aterradoramente mayores. Sin ir más lejos, en el caso de la represión republicana en Madrid aún no ha podido determinar con exactitud el número de asesinatos, que podría ser muy superior.
Paul Preston no tiene dudas sobre la magnitud de este terremoto cainita («por supuesto que se puede hablar de holocausto, murieron decenas de miles de inocentes en ambas zonas») y argumenta que éste no «es el libro de un inglés que piensa que los españoles son unos bárbaros, y una gente especialmente violenta. Es un libro que me ha supuesto años y años de estudio, de libros leídos y consultados, de investigación, especialmente en lo referente a la represión en la zona republicana, y es un trabajo que también me ha supuesto un enorme coste emocional, que me ha provocado muchísima rabia y tristeza. Y, sobre todo, quiero que sea un libro que contribuya, a pesar de su crudeza, a la reconciliación».
Los muertos fueron los mismos, igual da una checa que la tapia del cementerio de La Almudena, pero el historiador inglés apunta que «sí, hay diferencias cuantitativas y cualitativas entre la represión ejercida por los dos bandos. Por ejemplo, la violencia franquista se dio mayormente en zonas rurales, sin testigos, debido a la férrea censura militar, y grandes problemas de identificación, ya que muchas de las personas eran asesinadas fuera de sus lugares de origen y sin papeles encima. La represión republicana se ejerció las grandes ciudades como Madrid y Barcelona, y también en algunas zonas rurales que controlaban los milicianos anarquistas».
El origen del odio
El libro arranca en los años inmediatamente anteriores a la guerra, en lo que Preston denomina «Los orígenes del odio y la violencia», deteniéndose en las raíces ancestrales de la violencia, acumulada durante años de injusticia, de excesos por ambas partes, que sostenían las teorías de los que Preston llama «los teóricos del exterminio». Los de la bomba en la calle Mayor, o los de botas lustradas como el General Mola cuyas palabras citadas por Preston cortan la respiración: «Eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros».
Seguidamente, el libro se detiene en la represión en Andalucía según avanzan los rebeldes, o también en Castilla la Vieja, León. Y se asienta detenidamente en el terror revolucionario en las dos grandes capitales, Madrid y Barcelona, donde el golpe no triunfó y que quedaron en manos de grupos de milicianos armados descontrolados, delincuentes comunes, comités de barrio....Y, por supuesto, las matanzas de Paracuellos. Con las tropas de Franco en La Moncloa, el Gobierno huye a Valencia. El general Miaja preside la Junta de Defensa de Madrid. Los comunistas se hacen fuertes, y Santiago Carrillo es nombrado Consejero de Orden Público.
A las pocas horas, en la madrugada del 7 de noviembre empieza la pesadilla, la «evacuación» de los prisioneros ante la que parecía probable entrada de Franco en Madrid. «Las mentiras de Carrillo me parecen infantiles. Ha llegado a decir que él no era comunista. Pero si había estado en Rusia en 1935 en reuniones del Politburó. Algo o mucho tiene que saber, alguna responsabilidad tiene. A su mando estaba Segundo Serrano Poncela, Director General de Seguridad, que tenía que darle cuenta de todo lo concerniente a estas “evacuaciones”». Algo ya destacado por ABC el pasado 27 de marzo. Probablemente, en los crímenes, además de gente incontrolada, quizá del Quinto Regimiento de los comunistas, no faltaron los agentes soviéticos, como el italiano Vittorio Vidali. Tristemente conocido como Carlos Contreras, de él contó Hemingway que se decía que «disparaba tan a menudo que tenía la piel quemada en los dedos índice y pulgar de la mano derecha».
Tras la contienda, la pesadilla continuó todavía para muchos españoles. La represión de los vencedores no se hizo esperar, y Preston cree que sí «existía un plan preconcebido de exterminio. Al fin y al cabo es lo que había dicho Mola, y no olvidemos que entre muchos partidarios de Franco se tenía una interpretación casi biológica de España. Consideraban que estaba llena de venenos: liberalismo, socialismo, ateísmo, anarquismo, liberalismo... que había, sencillamente, que extirpar».
No es conveniente hacer adivinanzas sobre la Historia, ni jugar a los acasos. Pero Paul Preston apunta una última opinión: «Tal vez si los militares hubieran apoyado a los republicanos moderados se podrían haber evitado tantos males».
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