martes, 11 de marzo de 2008
UNA BOTELLA AL MAR. (Cuento en cinco entregas)
Entrega 1.
Soy un tipo solitario, cosa que no me angustia porque tengo mucha vida interior, nunca estoy sin pensar en algo; en realidad me defino como un “rumiador de ideas” las que elaboro, las dejo reposar un lapso para volver luego sobre ellas. Reconozco que muchas veces construyo castillos en el aire, pero ¡que le voy a hacer, soy así!, y además, el no poder concretar proyectos no me frustra para nada. Trabajo en la compañía de gas como lector de medidores domiciliarios, quehacer que si bien es rutinario me permite recorrer permanente mente la ciudad, cosa que me agrada. Este último año he vivido una experiencia que me arrastró a lo que puede ser una tragedia, y por eso escribo estas líneas.
La primera vez que me sucedió fue uno de esos días como cualquier otro, estaba como siempre en la calle, todo era normal salvo el frío que calaba hasta los huesos y me obligaba a meterme dentro del sobretodo. Para sorpresa mía comenzó a nevar... ¡Nevar en Buenos Aires me pareció imposible! Y sin embargo nevaba, aún recuerdo la fecha, fue el 8 de mayo de 2007. De pronto algo extraño me conmovió, fue como una descarga eléctrica que recorrió mi cuerpo por sólo un instante, contrayendo mis músculos y cerrando crispados mis ojos. Cuando pude abrirlos todo estaba como antes, la calle de barrio, el frío, la nieve que descendía flotando... Todo igual menos ese extraño “espejo” de cuerpo entero, plantado en la vereda cerrándome el paso. En realidad no era un “espejo” común, su superficie ondulaba como agua de un lago a impulsos de una suave brisa, deformando levemente las imágenes. En él había algo hipnótico que me atraía hacia su luna, era una compulsión extraña, rara mezcla de curiosidad, ansiedad ante lo nuevo, y deseo irresistible de aventura que me obligaba a aproximarme hasta extender un brazo para palpar la ondulante superficie. Mis dedos lo tocaron y vi con estupor que se introducían, penetraban su superficie y con naturalidad, sin resquemor alguno me introduje en su superficie sin sentir sensación física alguna, entrando en un recinto pequeño como una cabina de teléfono, sólo iluminado por la tenue fluorescencia que emanaba de los “espejos”. Y digo “espejos” en plural porque los límites de ese espacio eran otras superficies similares a la que acababa de trasponer. Sin extrañeza gocé del silencio y la placidez que percibía en aquel cubículo. Fue sólo un instante tras el cual nuevamente apareció la suave compulsión embriagante, hipnótica que me empujó a través de la luminiscente superficie a mi frente. Salí al otro lado y extrañado pero sin temor alguno me encontré en la calle central de Río Gallegos, la capital de la provincia austral de mi país, ciudad donde había vivido un tiempo prolongado hace ya de esto algunos años. Nevaba copiosamente, lo que allí no era extraño, y el frío viento patagónico me azotó el cuerpo obligándome a empujarlo inclinándome hacia adelante para poder avanzar. Todo me parecía normal, coincidía con mis reminiscencias de aquel lugar; el cielo cubierto de trágicas nubes grises; la luz del día que se extinguía a las cinco de la tarde; los autos andando con precaución por la nieve en la calle; la gente metida dentro de sus parcas asemejaban duendes del invierno bajo las capuchas, transitando cuidadosas para no resbalar en los charcos de hielo que tendían arteras trampas; incluso me reí para mis adentro al comparar la velocidad de los transeúntes que iban contra el viento lenta y trabajosamente, con la de aquellos otros que lo traían a sus espaldas y se esforzaban por no tomar un peligroso trote. Entré en la tienda La Anónima buscando tomar un respiro del frío y comprobé que como siempre la calefacción allí era buena aprovechando, como todos, para sacarme mi abrigo y gozar del colorido de las góndolas resaltada por la buena iluminación, que contrastaba con el gris ambiente exterior. Recorrí algunos pasillos, y de pronto, sin que mediara nada en particular, se repitió la escena de la descarga eléctrica, los “espejos”, y el pasar a su través encontrándome nuevamente en el lugar de la calle de Buenos Aires donde había comenzado mi aventura. Seguía nevando, pero en comparación de lo de Río Gallegos esto no era nada, así que aún asombrado continué mi marcha, pero con una dulce sensación de haber vivido una aventura placentera, embriagante, la que me gustaría repetir.
A partir de ese momento nada fue igual en mi vida, esa experiencia me marcó para siempre, pero no con un estigma doloroso o con sabor amargo; al contrario, fue como una aventura amorosa vivida en la adolescencia, de aquellas que uno saborea a cada minuto y lo único que desea es reincidir en el momento de placer. (Continuará.- Las entregas se harán los miércoles y domingos.)
Alfonso Sevilla
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