domingo, 16 de marzo de 2008
UNA BOTELLA AL MAR. (Cuento en cinco entregas)
Entrega 2
Tanto me marcó ese salto de miles de km en un instante, subrayada por un retorno feliz, que no había segundo de mi vida en que de una u otra forma esa vivencia no pasara por mis pensamientos, ya fuera para tratar de explicarme lo que realmente era inexplicable, como para intentar desembrollar el enredo con la intención de descubrir la clave, no sólo de su mecanismo, sino para descubrir la forma de poder domesticarla, de poseer el secreto que me posibilitara repetirla a voluntad. Nunca jamás comenté con nadie lo que era “mi” secreto. No podía arriesgarme a perder la exclusividad de manejar algún día el portento, o bien de pasar por loco entre la poca gente que me conocía. ¡No señor, nadie más que yo lo sabría! Los días pasaron, y las semanas y alguno meses en los que me vida retornó a golpes de tiempo a la monotonía a la que había estado acostumbrado como lector de los medidores de la compañía de gas, retomando el ritmo anterior al del día de la nevada en Buenos Aires. Hasta llegué a pensar que había una relación directa entre la nevada y el portento; quizás era necesario esperar otra nevada para que el fenómeno se repitiera, pero eso era lo mismo que decir jamás, por lo menos en mi tiempo lógico de vida.... ¡Esperar otra nevada en Buenos Aires, era como decir nunca más! El buen recuerdo se adormeció y quedó como un sueño, larvado en mi subconsciente. Una vez, ya terminando el invierno, me bajaba del autobús 152 para hacer las lecturas en el barrio de La Boca. La mañana estaba espléndida, el sol brillante, ni una nube; la calle Caminito lucía en todo su esplendor el enjambre de colores que hacían de las casas de maderas, restos de la inmigración genovesa, un damero intrincado y a mi gusto chillón, pero que agradaba al turismo que deambulaba por la zona recorriendo los puestos de artesanos y artistas. En realidad lo que más me gustaba cuando trabajaba en esa zona era ver a los pintores en acción, y contemplar a las “estatuas vivientes” que pintadas de blanco permanecían absolutamente inmóviles hasta que alguien les dejaba algún dinero, los que las movilizaba para que hicieran una reverencia de agradecimiento, quizás, pensaba yo, agradecían más el permitirles cambiar de posición, que el valor del dinero ganado. Todo ese ambiente adquiría sabor condimentado por la música de algunos bandoneones y guitarras que desgranaban tangos y milongas poniendo en movimiento a parejas de bailarines, generalmente vestidos a “los locos 20” en versión vernácula, que se desataban en cortes y quebradas para goce de los turistas, sin que faltaron algunos (amantes del ridículo) que aceptaban salir a bailar en brazos de profesionales, configurando cuadros normalmente ridículos, para terminar posando en posiciones más o menos grotescas para la consabida fotografía. Yo me había extasiado viendo a una pareja que simulaban correr contra el viento, adoptando posiciones de mimo realmente bien logradas, con los cabellos despeinados, las ropas en extrañas posiciones que parecían presas de un huracán, hasta la corbata del caballero flotaba increíblemente pasando por sobre su hombro. Dejé algunas monedas y seguí mi camino y al doblar una esquina se produjo el portento al que ya lo tenía casi olvidado. La descarga eléctrica, la crispación, y sin esperar que me sedujese me fui decidido a él y lo pase sin detenerme en el interior. Salí a una plaza al borde de una pequeña bahía que contenía un puerto, en un día tan brillante como el que había dejado en La Boca. Me acerqué a alguien que pasaba y por suerte di con un italiano con el que nos entendimos con facilidad. Estaba en Génova, en la Piazza Caricamento, en el puerto viejo y lo que se veía del otro lado de la bahía era el puerto nuevo, con gran movimiento de buques de pasajeros y de portacontenedores. Este buen hombre me explicó que la vieja torre que se veía era un faro al que llamaban La Lanterne, algo como el símbolo de la ciudad. Que me encontraba a la puerta de la ciudad vieja y que aprovechara si tenía tiempo para recorrer sus “carugi” (así llamaba a las calles angostos y serpenteantes que se trenzaban formando un laberinto casi tan atrapante e hipnótico como mis amigos los “espejos”). Después de recorrer la “piazza” donde admiré los vetustos soportales con arcos, me decidí a aventurarme en la ciudad vieja, comenzando por el menos enredado de los caminos y entré en la calle más ancha, luego vería que era la Via San Lorenzo, y después de pasar dos o tres calles llegué a una hermosa iglesia la que averigüe que era la Catedral de San Lorenzo, recostada sobre la Via San Lorenzo y con su peristilo sobre una plazoleta desde la que la contemplé. Realmente era bella, flanqueada por dos torres, una más alta con campanario y la otra daba la impresión de estar trunca, con una serie de arcos en la parte superior. Lo que digo lo hago sin basarme en fundamento teórico alguno ya que mi formación es muy limitada. Lo que más me impresionó de esta iglesia, a la que no entré ya que no sabía cuando me “atraparía” el “espejo”, fue su entrada con tres arcadas de columnas hermosamente policromadas. Al lado de la iglesia a una cuadra estaba lo que me enteré era el Palazzo Ducale donde antaño vivían los Dogo (así le decían a lo creo que era como el jefe) de Génova; hoy en día es un sitio para eventos culturales. Siguiendo mi caminata incursioné en alguna “carugi” un poco más complicada y aparecí en la Piazza San Marco rodeada de hermosos edificios muy antiguos, perdiéndome luego entre las callejas angostas y zigzagueantes, hasta que vi una calle ancha y despejada. Hacia allí fui, se trataba de la Via Roma, divisando al fondo una plaza con un monumento. En esa dirección caminé, pero no había andado cien metros cuando una nueva descarga eléctrica me paralizó, y como antes, cuando salí de esa situación encontré el “espejo” al que traspuse con naturalidad encontrándome nuevamente en La Boca, en el lugar en que me había evadido de Buenos Aires. (Continuará.- Las entregas se harán los miércoles y domingo)
Alfonso Sevilla
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