La Vanguardia, Barcelona, España, 23Jun10
Más Flandes, menos Bélgica, más Europa. Esta viene a ser la fórmula que propone Bart de Wever para desbloquear la enquistada crisis institucional del Estado belga
Francesc-Marc Álvaro
Bart de Wever, el líder del partido independentista de centro-derecha Nueva Alianza Flamenca (N-VA), que resultó vencedor en las recientes elecciones al Parlamento federal de Bélgica, apareció en la noche triunfal en un escenario con una inmensa bandera europea en la que una de las estrellas había sido sustituida por el emblemático león de Flandes. La habitual iconografía nacionalista se había transformado: un guiño a la Unión Europea, un mensaje de tranquilidad dentro de la reivindicación rupturista, una voluntad de enlazar las aspiraciones de los flamencos con el proyecto común europeo. Y una excelente noticia, menos destacada de lo que debiera: el éxito del N-VA hace retroceder el independentismo ultra y xenófobo del Vlaams Belang, algo que indica que el crecimiento del populismo no es una corriente imparable y que depende, en gran parte, de lo que hagan las formaciones democráticas.
MÁS FLANDES, MENOS BÉLGICA, MÁS EUROPA.
Esta viene a ser la fórmula que propone Bart de Wever para desbloquear la enquistada crisis institucional del Estado belga, que va acompañada de una tremenda deuda pública del 96,7 % del PIB. El N-VA tiene como proyecto final "una república flamenca, miembro de una Europa confederal y democrática". Pero no es para ahora mismo, ni para mañana. Tal vez para pasado mañana. De momento, De Wever, respaldado por el mejor resultado jamás obtenido por el nacionalismo flamenco, ofrece estabilidad a cambio de reformas para convertir en confederal lo que hoy es una estructura federal, apenas unida por la monarquía y por Bruselas, capital estatal y de Europa, una isla francófona en territorio neerlandófono, indispensable para sostener la economía de Flandes tanto como la de Valonia. Habrá que ver cómo mueve ficha el líder socialista valón Elio Di Rupo, previsible primer ministro.
Lo que sucede en Bélgica provoca un comprensible interés en las Españas. Como siempre en estos casos, algún comentarista de Madrid ya ha advertido que cualquier analogía con Catalunya o el País Vasco indica que debemos ir al oculista. Sin duda, Bélgica y España no tienen nada que ver desde el punto de vista histórico y político. Tampoco el Reino Unido y España, o la antigua Checoslovaquia y España. Por no mentar a la también desaparecida Yugoslavia, cuyo trágico final recomienda quitarla de la vitrina de ejemplos. Pero que el caso español sea tan original e irrepetible como los mencionados (dado que ningún problema nacional es idéntico a otro) no impedirá que busquemos algo aprovechable o inspirador en el enésimo intento de los belgas de salir de su monumental lío. No olvidemos que, al menos en Catalunya, este interés está alimentado por el Tribunal Constitucional, órgano que esta semana –al parecer– podría fallar finalmente sobre el Estatut.
En Madrid y en otras capitales europeas siempre hay temor a un eventual efecto contagio. Y no sólo porque un hipotético cambio de fronteras evoque los peores fantasmas del Viejo Continente. Lo que en verdad se teme y se rechaza es cualquier nueva distribución del poder a partir de argumentos territoriales e identitarios. La mera posibilidad de tener que repartir el poder –de eso va el asunto– es algo que enciende todas las alarmas y anima todas las resistencias imaginables en los gobiernos de los estados.
No obstante, la caída de la Unión Soviética demostró que el mapa de Europa no es inmutable y ello se dio mayormente de manera pacífica y democrática, incluida la unificación alemana, el mayor acto de autodeterminación de nuestra época; un episodio aplaudido también –por cierto– por aquellos que sólo predicen desgracias cuando los que quieren autodeterminarse son pequeñas naciones históricas.
A primeros de los años noventa, Jordi Pujol acuñó una frase que se hizo célebre: "Catalunya es como Lituania pero España no es como la Unión Soviética". No lo dijo para contentar a unos y a otros, sino porque Pujol sabe historia. La emergencia de nuevos estados soberanos ocurría, entonces, en el centro y este de Europa, era producto de la disolución del imperio soviético. Veinte años mas tarde, las sociedades de Flandes, Escocia y Catalunya, en Europa occidental, registran movimientos similares de impugnación del statu quo, reclamando más poderes y mayor soberanía para gestionar sus recursos y el bienestar de sus ciudadanos.
Lo más interesante es que esta exigencia de poder desde abajo coincide con el reforzamiento obligado de las estructuras rectoras comunitarias: la crisis económica está laminando, por arriba, la soberanía de los estados miembros de la UE mediante el establecimiento de mecanismos de intervención y control que favorezcan la coordinación de políticas fiscales y económicas sin las cuales la política monetaria común se hace impracticable. Si los estados quieren que el proyecto europeo no embarranque, deben asumir esta federalización, que se nos cuela por la puerta de atrás, sin solemnidades.
El pánico, los rumores, las advertencias severas, la desconfianza y la necesidad de competir con Estados Unidos y China están acelerando la construcción federal de Europa, un desafío múltiple que nos conduce a un nuevo horizonte institucional. En este nuevo contexto de flexibilización de soberanías interdependientes, flamencos, escoceses, catalanes y vascos podrían encontrar espacio para ejercer su papel como actores de pleno derecho en el tablero europeo. Hoy ya no se trata del viejo y erróneo mito del europeísmo catalanista ("más Europa será menos España"), sino de algo distinto: ¿quién puede frenar el derecho a decidir pacíficamente a unos ciudadanos que se afirman como nación distinta dentro del proyecto común europeo?
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