miércoles, 23 de junio de 2010

VORAZ DESARROLLO PETROLERO EN CANADÁ BAJO LAS ARENAS BITUMINOSAS DE ALBERTA (II de III)


INFORME DIPLÓ II, 10Jun10
A fuerza de regalos fiscales, ausencia de regulación y laxitud medioambiental, los conservadores en el poder en Alberta, Canadá, transformaron el norte de la provincia en un supermercado de petróleo sucio en provecho de las multinacionales y de su vecino estadounidense. Se sacrifica el bosque boreal y a las primeras naciones de la región.
Por Emmanuel Raoul, enviado especial. Periodista.
Traducción: Patricia Minarrieta

Nada que no se pueda comprar

Con sus miles de millones de dólares, y el apoyo provincial y federal, la industria petrolera parece intocable. Para comprar la paz social, algunas compañías reparten algunas migajas de sus colosales ganancias: por ejemplo, Syncrude puso 500.000 dólares para el equipamiento del centro para la juventud. En noviembre de 2009, la compañía invitó a los Chipewyan a una cena de Navidad en el salón de fiestas. El ex jefe Archie Cyprien defiende a los generosos donantes: “Syncrude hace mucho por la comunidad, con sus subvenciones y la creación de empleos. La industria está allí para quedarse, más vale aprender a convivir con ella”. Al final de la velada, cada familia recibe un pavo, y los niños chocolates. “Éste es el aspecto más agradable de mi trabajo –explica entusiasta Steven Gaudet, de Syncrude–. Es cierto que las primeras naciones (10) tienen distintas actitudes hacia nosotros, pero nosotros las necesitamos y queremos que sus comunidades crezcan con nosotros. Les ofrecemos formación y empleos: entre el 8% y el 10% de nuestros empleados son aborígenes.”
Mercredi, por su parte, realiza una breve visita. Se niega a ser el pato de la boda: “A los dirigentes de Syncrude lo que más les importa es la imagen de la empresa; saben muy bien el mal que hacen y entonces, para aliviar su conciencia, le dicen al mundo: este pueblo está en vías de extinción, pero sus habitantes están muy contentos de comer pavos”.
Syncrude dice haber gastado más de 1.200 millones de dólares en la subcontratación de empresas aborígenes desde 1992. El aislado Fort Chipewyan sólo firmó unos pocos contratos con la industria. Pero si remontamos el Athabasca, encontramos a Fort McKay en una situación muy distinta. Con seis minas en un radio de 30 kilómetros, la aldea se encuentra rodeada por esas extensiones lunares de arena gris que reemplazaron bosques y pantanos; lagos artificiales llenos de 720.000.000 m3 de sopa tóxica ofrecen a los pájaros una pausa eterna y empapada en fueloil; las fábricas escupen llamaradas y humo junto a unas colinas amarillas de azufre. El jefe Jim Boucher admite: “Es una decisión difícil, pero intentamos desarrollar la capacidad de la comunidad para extraer el máximo de ventajas de estas posibilidades”.
Fort McKay Group of Companies, consorcio 100% aborigen, produjo una cifra de negocios de 85 millones de dólares en 2007, proveyendo diversos servicios a la industria. También firmó una sociedad con Shell para explotar conjuntamente 33 km2 de arenas bituminosas. Los habitantes están acostumbrados a los procedimientos de evacuación y al olor a petróleo en el aire. El jefe elogia los beneficios de estas actividades: una tasa de desempleo inferior al 5%, una clínica, un centro para la juventud, 170 viviendas nuevas…
Ninguno de los funcionarios responderá nuestros pedidos de entrevista. En cambio, una anciana de Fort McKay, Celina Harpe, nos recibe en su casita, a orillas del Athabasca. A los 71 años, evoca con tristeza un mundo desaparecido: “Toda mi vida bebí el agua de este río. Pero desde que están estas fábricas, ya no se puede. Se ha puesto amarronada y no hace falta ser científico para darse cuenta de que no es buena para beber. Así que tenemos que comprar agua embotellada”. Su marido, Ed Cooper, alias Muskwa –“el oso”, en lengua dené–, agita una botella de cincuenta centilitros: “Cuesta 2 dólares en la tienda más cercana. ¿Caro para ser agua, no?”.
Hace unos años, Harpe interpeló a algunos representantes de Suncor y Syncrude: “Ustedes envenenaron el agua, ¡ahora tienen que dárnosla!”. Su esposo comenta que desde ese momento “nos envían agua gratuitamente dos veces por mes, pero sólo a los ancianos; los demás tienen que pagarla”. La señora Harpe saca los mocasines de cuero de alce y piel de castor que fabrica con sus propias manos. “Soy la última que cose en Fort McKay. Toda nuestra cultura desapareció, nuestro modo de vida tradicional no existe más, se acabó.”

Una ciudad que huele a dinero
Basta hacer 45 kilómetros hacia el sur para descubrir qué sustituyó ese modo de vida. Atestada de pickups y vehículos pesados, la autopista 63 conduce a Fort McMurray. Una vitrina del mundo occidental en pleno bosque boreal: supermercados y centros comerciales, fast-foods y tiendas de bebidas alcohólicas en cada esquina, casino y bares con chicas strippers, abundancia de drogas y de sin techo con aire despavorido. Este antiguo pueblo de tramperos y leñadores, antes apodado “la fábrica de pieles”, se ha convertido en Fort McMoney, con efluvios de petróleo que las cohortes de jóvenes activos huelen a dinero. El número de habitantes se triplicó desde el boom de las arenas bituminosas, pasando de 34.000 en 1994 a 101.000 en 2009.
¿Cómo maneja su mutación la ciudad hongo? “No tan bien”, reconoce sonriente Melissa Blake. Esta intendente electa en 2004 dirige una de las comunas más grandes del mundo, la municipalidad regional de Wood Buffalo: más de 63.000 km2 cubiertos de bosque, repleto de sitios mineros e industriales –una superficie aproximadamente igual a la de Irlanda–. Fort McMurray es la única ciudad. “En términos de infraestructuras, no estábamos preparados para un crecimiento tan brutal.” El crecimiento de la población –8% por año– convirtió al sector inmobiliario en el más caro del país: una casa de cuatro habitaciones vale más de 620.000 dólares. Y más vale no caer enfermo, ¡porque hay 1,7 médicos cada 10.000 habitantes, y uno de emergencias puede recibir hasta 156 pacientes en doce horas (11)!
“Detesto esta ciudad: me fui siete veces, pero siempre vuelvo, porque sólo acá puedo ganar tanto dinero”, confiesa un joven en un bar. Este obrero gana 32 dólares por hora, o sea cuatro veces más que el salario mínimo de su provincia, Columbia Británica. Pero el 98% de los habitantes de Fort McMurray no piensa jubilarse allí (12), por eso no se preocupa mucho por el impacto de la industria petrolera en el medio ambiente o en las primeras naciones.
Varias generaciones de una familia chipewyan comparten unas pizzas y comida china frente a la tele. Todos trabajaron o aún trabajan para la industria petrolera. Una joven recuerda: “Desde la escuela nos preparan para eso: los dibujos para colorear, los juguetes… Es un lavado de cerebros”. “No nos queda otra opción que trabajar para ellos si no queremos ser pobres –cuenta Herman, de 41 años, que fue conductor de máquinas para Suncor, Syncrude y Shell–. Antes cazábamos para vivir, pero ahora me convertí en un ‘Sobeys boy’(13).
” Después de algunos problemas de salud, se dispone a retomar su empleo: “Lo detesto, pero debo regresar; tengo que pagar 1.400 dólares por mes por el terreno de mi caravana”. Todos se expresan con severidad respecto a la tribu de Fort McKay: “La idea del éxito individual corrompió a nuestro pueblo. La industria nos dividió”, lamenta Max.
Una visita al Consejo tribal de Athabasca confirma esta constatación. Este organismo, que reúne a las cinco primeras naciones de la región –alrededor de 5.000 personas–, les da consejos y servicios, pero no tiene poder político, y cada tribu se autogobierna. Su director, Roy Vermillion, se expresa con prudencia respecto a las arenas bituminosas: “Las tribus tienen puntos de vista distintos. Si bien todas se preocupan por el entorno, no tienen las mismas oportunidades según su localización. Su posición es difícil: al igual que la mayoría de los pueblos indígenas, se consideran protectoras de la ‘Madre Naturaleza’, pero al mismo tiempo hay una demanda mundial de petróleo que nuestra región puede satisfacer. Nosotros intentamos lograr un equilibrio”.

NOTAS AL PIE10 Término utilizado por los autóctonos de Canadá para designar a los amerindios.
11
Michel Sauvé, “Canadian dispatches from medical fronts: Fort McMurray”, Canadian Medical Association Journal, Ottawa, 3-7-07.
12
Andrew Nikiforuk, Tar sands: Dirty oil and the future of a continent, Greystone Books, Vancouver, 2008.
13 Sobeys es la segunda cadena de supermercados de alimentos del país.

Próxima entrega, 24Jun10

E.R.

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