sábado, 12 de septiembre de 2009
AJEDREZ Y LITERATURA: EL ARTE DE LEER A UN RIVAL
La Nación, ADNCultura, Buenos Aires, Argentino, 12Sep09
Un viaje en compañía de escritores y ajedrecistas a través de la Historia. Secretos y significados de un juego que es una metáfora de la vida
Por Matías Serra Bradford
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
Cinco, casi seis de la tarde de un día de semana. Chalet de dos plantas y ladrillo a la vista, en las afueras de Buenos Aires. El que me hace pasar al jardín del fondo tiene aspecto de esquiador vitalicio, lleva remera blanca de cuello alto y mangas largas. No me escruta como a un rival -por cortesía; nunca podría haber sido su contrincante, ni en una partida a ciegas-, pero la mirada es de una cordialidad impiadosa. Su paso, el de un monarca retirado. Responde con demasiada paciencia en un castellano extranjero, encantador: fuerte, persuasivo.
Me limito a tartamudear inexactitudes. Su mera presencia tiene la deferencia de colocar al interlocutor en otro plano (nunca el mismo). Su amabilidad, la falta de prisa atestiguan que si bien el ajedrez no permaneció del todo ajeno a los embates de la puerilidad y la aceleración -que parecen en las últimas décadas de rigor-, el juego y sus fieles mejor dotados han preservado un aura imposible de extinguir.
Por inverosímil que sea, estoy sentado frente al gran maestro danés Bent Larsen, vecino del barrio de Martínez desde 1982. Acabo de estrechar la mano que saludó a Bobby Fischer, unas veces victorioso; otras, derrotado; que saludó a Mijaíl Tal; que saludó a Botvinnik; que saludó a Alekhine; que saludó a... y en segundos uno cree rozar mágicamente el linaje del pasatiempo más insondable, tentado de imaginar que está siendo bendecido por un mero apretón de manos. El "Gran Danés" fue el primer occidental en batir a los rusos y es, según Boris Spassky, el último artista del ajedrez.
Larsen pertenece a esa raza de figuras más enigmática que la de las celebridades. Ha sido un rey sin corona, que por motivos azarosos -azarosamente secretos- nunca alcanzó la consagración más pública, vulgar, con la que un ajedrecista sólo se convierte en genio, en loco, o en ambas cosas.
De esa visita hace ya unos años, pero a las frases de Larsen no las he olvidado hasta ahora y no creo que vaya a olvidarlas nunca: "Karpov hace buenas jugadas muy rápido, Korchnoi hace muy buenas jugadas despacio". O, con ironía, señalando cierta posición en el tablero: "Y ahora la partida es más tablas que antes de empezar". Pocos meses más tarde estaría tomando debida nota de sus lecciones en el Club Argentino, rincón mítico que potenciaba la resonancia de sus pasos y palabras: "Me gusta ganar pero no tengo miedo de perder". La rapidez y naturalidad con que disparaba esos epigramas sólo subrayaban su precisión -"con presión de tiempo un caballo es más peligroso que un alfil"- y la mera oportunidad de compartir unas horas con semejante coloso era un sueño realizado, claro que en compensación por el malogrado de convertirme en un distinguido jugador profesional.
Fuera de las casillas
El índice y el pulgar en el aire, a punto de tomar una pieza: golpe magistral o error fatal, a menudo no se sabe con certeza, aun siendo un destacado maestro. Una mínima oscilación en el ánimo y en milésimas una jugada tuerce el destino. ¿Pero qué es distracción y qué, falla de cálculo? Movimientos, celadas: el curso de un cerebro, pensamiento graficado. La atención, desde luego, es la llave, aunque concentrarse no siempre garantiza que las ideas vengan con naturalidad. Los dedos acarician o estrangulan las piezas que están fuera de juego. Torneo abierto. Silencio de biblioteca. Algunas de las partidas, de hecho, serán historia en futuras recopilaciones. (Ciertamente, un libro de ajedrez puede volverse una máquina de relatos: cada partida reproducida supone una narración, una fecha, una geografía y dos antagonistas.)
Hace siglos que expertos y amateurs han jugado para ser otros, para no ser nadie, para perderse en otra dimensión, en lo posible sin perder. Creando debilidades en la defensa del contrario, rogando que una movida cumpla varias funciones a la vez, que cada jugada implique una ofensa hacia el rival. Siglos procurando situarse en posiciones convenientes para el propio temperamento, recurriendo de urgencia al sacrificio como lance para romper con lo predecible. Intentando evitar la humillación, ante el adversario, ante los espectadores y, peor, ante uno mismo (ante la falsa imagen que uno se había hecho de sí como jugador). Siglos sentándose ante un tablero para ponerse a prueba: a ver qué tan lejos llega nuestra inteligencia sobredimensionada, nuestra audacia vacilante, nuestra capacidad de absorber el fracaso. "Los juegos constituyen una prueba continua de habilidad dentro de una confianza fluctuante: el rival percibe la humillación y la duda, y busca redoblarlas", apuntaba Adrian Stokes. Suele repetirse que el ajedrez enseña a saber perder, pero con excesiva frecuencia la derrota invita al mutismo, al olvido. Morder el polvo de lo irreversible no le era ajeno al holandés J. H.
Donner, que decía que "es precisamente su impiadosa falta de ambigüedad y su claridad lo que vuelve a una partida lo opuesto de la vida. La vida oculta nuestros errores". Según Donner, es justamente "la irreparabilidad de un error lo que distingue al ajedrez de otros deportes".
Se ha dicho del ajedrez, también, que enseña a anticiparse al otro, a leer su mente, a administrar el tiempo. Pero como me comentó Oscar Panno en una ocasión, "el reloj fue siempre un enemigo. El reloj es siempre un enemigo de la verdad".
A capa y espada
Analizada en retrospectiva, la Argentina podría ser considerada una Atlántida del ajedrez, un lugar donde sucedieron acontecimientos históricos que, vistos desde hoy, parecen pertenecer a otra era, hundida, borrada, apenas reivindicada por islotes de empeño y entusiasmo en clubes y jugadores tenaces. Los hitos incluyen las Olimpíadas de 1939 y de 1978. Los destierros del polaco Najdorf, el sueco Stahlberg, el alemán Eliskases. Figuras como Pilnik, Pleci, Grau, Jacobo y Julio Bolbochán, Sanguinetti, Rossetto y Panno, seguramente el argentino nativo que más lejos llegó. La visita en 1910 del entonces campeón Emanuel Lasker (que se preparaba para los torneos estudiando las fotografías de sus futuros oponentes). Los subcampeonatos en las Olimpíadas de 1950, 1952 y 1954. Los grandes matches en Buenos Aires, como Fischer-Petrosian en el Teatro San Martín en 1971. Los sucesivos magistrales de Mar del Plata. Sin olvidarnos de otro duelo legendario disputado aquí, Capablanca- Alekhine. Al primero se le caían losboletos de los bolsillos cuando venía de apostar en Palermo y según Cabrera Infante, fue un pionero entre los ajedrecistas interesados en las mujeres: "Se dice que la noche de la partida decisiva contra Alekhine estuvo bailando tango tras tango con una belleza local".
Regresa, entonces, la historia de mi abuela materna, repetida al infinito, contando que su padre había conocido y jugado con Capablanca, que visitó Buenos Aires en 1911, 1914, 1927 y 1939. Las peripecias de Capablanca -nombre predestinado- pueden rastrearse en la magnífica biografía de Edward Winter, autor también de misceláneas como Chess Explorations y Kings, Commoners and Knaves. Ya en 1925 Capablanca decretaba lo "mecánico" del juego de elite, augurando que "dentro de no más de diez años una media docena de jugadores será capaz, cuando lo desee, de hacer tablas a voluntad", algo que décadas más tarde Fischer buscó contrarrestar creando su Fischerandom, que sortea la posición inicial de las piezas mayores. Según Fischer, el conocimiento disponible hoy en día es tal que las partidas entre maestros sólo se ponen interesantes a partir de la jugada número 20. El papel que juega la memoria ha sido siempre central y lo es cada día más. Si recordar posiciones se asemeja al arte de la memoria tal como lo describe Frances Yates, el tablero se vuelve un teatro, los casilleros se convierten en las habitaciones de un palacio y pensar, al modo de Giordano Bruno, equivale a "especular con imágenes". A propósito de la memoria, Novela de ajedrez de Stefan Zweig cuenta un viaje en barco a Buenos Aires -como el que hicieron en 1938 Miguel Najdorf y un aficionado insigne, Witold Gombrowicz- y el protagonista, el gran maestro Mirko Czentovic, nunca es capaz de rehacer una partida de memoria, algo "que los del gremio criticaban tan ásperamente como si entre los músicos un eximio virtuoso o director de orquesta se hubiese mostrado incapaz de interpretar o dirigir una obra sin tener ante sus ojos la correspondiente partitura". El crítico argentino Federico Monjeau, dicho sea de paso, tiene una teoría: que el mejor modo de escuchar música es jugando al ajedrez.
Ars combinatoria
Ha habido tantos intentos de definir el ajedrez como tentativas de agotar las contingencias del tablero. El arte de un jugador de ajedrez, declara el incomparable David Bronstein en Secret Notes, consiste en la habilidad "de encender una chispa mágica de la tediosa e insensata posición inicial". La mencionada novela de Zweig propone delimitarlo así:
un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aún así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu. El ensayista George Steiner, autor de The White Knights of Reykjavik, asegura que los problemas que plantea el ajedrez son a la vez muy profundos y completamente triviales. Y que el punto en común entre música, matemática y ajedrez "puede ser, finalmente, la ausencia de lenguaje". Ludwig Wittgenstein recurrió al ajedrez en diversas oportunidades para elaborar o ilustrar símiles, y escribió: "El uso de una palabra es como el uso de una pieza en un juego, y uno no puede comprender el uso de una dama excepto que comprenda los usos de las otras piezas". Son incontables las oportunidades en que la literatura y la filosofía asaltaron la torre del marfil del ajedrez. Robert Burton aludía a "ficciones geométricas". Borges intimaba con "mágicos rigores" y un "severo ámbito en que se odian dos colores", tan similar a la "lucha cuerpo a cuerpo entre dos laberintos" de André Breton. En otro plano, en un texto sobre Alfonso X el Sabio y Capablanca, Lezama Lima aventuraba: "El rey queriendo cerrar cuentas, sellando fijas minuciosidades. El rey queriendo pagar en exactos cuadrados... Una imaginación saludable engendra sus propias causas". Por su parte, E. H. Gombrich se detenía en el efecto visual de un tablero. Jugar con un tablero, para el autor de Meditaciones sobre un caballo de juguete, es replicar "la alternancia perceptiva entre figura y fondo... No en vano los pintores del renacimiento demostraron primero las leyes de la perspectiva por medio de un suelo ajedrezado". Para el cineasta Stanley Kubrick,
el ajedrez es una analogía. Es una serie de pasos que uno da, uno por vez, y se trata de equilibrar los recursos contra el problema, que en el ajedrez es el tiempo y en el cine son el tiempo y el dinero? Grandes maestros a veces dedican la mitad del tiempo asignado a una sola movida porque saben que si no es correcta todo su juego se cae a pedazos.
Cuando Walter Benjamin y Bertolt Brecht disputaban partidas en Skovbostrand, Dinamarca, no se decían una palabra, pero cuando se ponían de pie "era como si hubieran terminado una conversación". No menos curiosas deben de haber sido las partidas que no consiguieron enemistar a Beckett y Giacometti, o a Beckett y Duchamp. El autor de Esperando a Godot -¿metáfora de la idea que nunca llega?- jugaba contra su hermano y su tío, que había vencido a Capablanca en unas simultáneas en Dublín. Para referirse a una jugada, en la novela Murphy se habla de la "ingenuidad de la desesperación". Las narraciones de Beckett se leen, indudablemente, como los devaneos de un ex prodigio y en cierta medida parecen copiar el modo y el método del ajedrez: las oraciones avanzan respondiéndose una a la otra, en estricta sucesión, como si hubiera en efecto dos rivales (y sólo dos) que únicamente pueden dar por terminada la narración cuando queden los dos reyes a solas -la escena absoluta- o por repetición de jugadas, típica circunstancia beckettiana. La defensa, de Vladimir Nabokov, es tal vez la ficción que mejor describe el aleteo del descubrimiento del ajedrez en un niño y las posteriores disfunciones de un gran maestro, aunque omite el salto de un punto a otro. Omisión que, presumamos, justifica el que se trate de un prodigio, para quien todo son atajos.
Fueron muchos los escritores que leconsagraron horas al ajedrez y lo tradujeron en sus páginas: Lewis Carroll, Raymond Roussel, Rodolfo Walsh, John Healy, Braulio Arenas, Juan José Arreola, entre otros. Científicos como Alan Turing, filósofos como Wittgenstein y Daniel Dennett. Una de las analogías que rige El sobrino de Rameau, de Diderot, es el ajedrez. Más cerca, Silvina Ocampo escribía: "El jugador de ajedrez, el matemático, el equilibrista, actúan limpiamente; mientras cumplen su trabajo no tiene tiempo de ser morbosos: cabría decir lo mismo de los autores de novelas policiales". En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, leemos:
En adelante Kublai Kan no tenía necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez. El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida. El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego, pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta?
Naturalmente, la visión de los grandes maestros es más puntual. Para J. H. Donner, "hay un gran encanto en las partidas en las que uno de los oponentes no juega con sensatez y sin embargo gana... Es mucho más fácil ganar una posición un poco inferior que una de tablas clavada. Nadie piensa cuando va ganando. Sólo se piensa cuando algo va mal. Siempre ha sido muy difícil para mí liquidar a un adversario. ¿Para qué ganar si ya probaste ser el mejor de los dos?". Provocador, Donner señaló una vez que el ajedrez es en realidad un juego de azar: lo que hará el otro no se puede saber.
Con respecto a las virtudes pedagógicas del juego, Panno opina que "el ajedrez es una herramienta formidable, ayuda a razonar. Es una escuela de responsabilidad porque prepara a los chicos a tomar decisiones". Para Larsen, que un chico nunca llegue a conocer el ajedrez es una catástrofe, "algo tan malo como un niño que no conoce lo que es un caballo o un piano".
Vocaciones derrotadas
El de ser jugador de ajedrez es un sueño que me persiguió sigilosa, persistentemente, y que acaso todavía no he abandonado. Hubo un momento crítico, hacia los doce, trece años, en que habría querido torcer el destino (entonces, ahora) y dedicarme incondicionalmente al ajedrez. La decisión de hacerlo -el coraje para saltar al vacío- era lo que faltaba, porque a decir verdad, lo que faltaba era el talento prodigioso que anula la indecisión de antemano, sobrepasándola e imponiéndole un porvenir. No tenía la madurez -no veo otra palabra- con que hoy veo y estudio el ajedrez (distinto, por cierto, al nivel con el que lo juego). Siempre seré un jugador mediocre: ansío salir rápido de la apertura, confío demasiado en la combinatoria -sobre todo, de la mano de la pareja de caballos- y en el sacrificio atropellado. Sigo sin descifrar aquellas horas que recuerdo, en passant, en Villa Gesell, encorvado sobre un tablero en un chalet cerrado mientras toda la familia partía a la playa. Casi un verano entero jugando a solas, reproduciendo partidas, haciéndome pasar por este y aquel jugador, reviviendo torneos remotos en un teatro privado: un solo titiritero para treinta y dos marionetas. Cultivando una larga obsesión por los nombres extranjeros, no importa de qué origen. Húngaros como Lajos Portisch y Zoltan Ribli, holandeses como Max Euwe y Jan Timman. Ajedrecistas que alcanzaban la categoría de criaturas fantásticas, como el papirólogo y especialista en jeroglíficos Robert Hübner, o los encendidos precursores Tarrasch y Schlechter. Embobado con topónimos (tara que sigo puliendo), desde el balneario de Gesell extendía tentáculos invisibles a otros: Mar del Plata, Palma de Mallorca, Wijk aan Zee, Oostende, Eastbourne, Hastings. "Muchos balnearios he recorrido durante mi vida, pero ninguno tan extravagante, abrumador y decadente como Mar del Plata. En cuanto al ambiente, se parece en algo a nuestro Oostende, pero diez veces más grande", cuenta Timman, y confiesa que recobraba fuerzas nadando en el mar.
En sus Smoking Diaries, Simon Gray revela que las partidas contra su hermano terminaban con los dos rodando por el piso, pateándose, tirándose piñas, agarrándose del cuello, y que cuando jugaba contra su padre, intentaba hacer trampa, pero no calculaba las consecuencias de haber cambiado una pieza de lugar y volvía a perder. Del otro lado del Canal de la Mancha, a los cuatro años, un niño sonámbulo llamado Max Euwe se levantó de la cama y fue a despertar a su madre para decirle: "Mamá, al rey le dieron jaque mate". Ese pequeño holandés mal dormido se consagraría campeón del mundo.
Reyes sin corona
Frente a mí tengo al ganador de innumerables torneos en los años 60 y 70, de quien Donner decía:
Tiene en abundancia una cualidad que es más inusual entre jugadores de ajedrez que lo que se supondría. Siente un gran placer al jugar al ajedrez. Es uno de los poquísimos jugadores que conozco para quienes ganar es menos importante que jugar. Y, es notable, jugadores así ganan con más frecuencia.
Bent Larsen me mira sin parpadear y responde: "Juego todas las posiciones, lo único que me disgusta es hacer tablas". Le pregunto qué es lo que hace a un gran maestro: "Probablemente algo en el carácter". Autor de un compendio excepcional, Larsen?s Selected Games, entre sus admiradores contó con Marcel Duchamp, que una vez le dijo "de todos los pintores, algunos son artistas, pero todos los jugadores de ajedrez lo son".
Holanda es el país al que Heine decía que, si el fin del mundo estuviera cerca, emigraría de inmediato, porque allí todo sucede cincuenta años más tarde. En ajedrez ha sido todo lo contrario; parece ser, incluso, el corazón secreto de su reloj. La pasión que despierta en ese país es comparable a la que provoca en Islandia (dos países que flotan) y se nota en la excelente revista y editorial New in Chess, en los cafés de Ámsterdam, en los torneos de Hoogeveen, Groningen y Wijk aan Zee. En Holanda se refugiaron, después de la Primera Guerra Mundial, Lasker, Reti, Maroczy. En la Olimpíada de Buenos Aires de 1939, Capablanca decía en el diario Crítica que "Holanda es un país en el que el ajedrez se ha desarrollado a un nivel que secunda sólo a la Unión Soviética, y si se tiene en cuenta que se trata de un país pequeño, perfectamente podría llamárselo la nación más ajedrecística del mundo". Esos territorios bajos, anegados, tal vez hayan dado al mejor escritor sobre ajedrez hasta la fecha, J. H. Donner, cuyos artículos se recopilaron en el extraordinario The King. En 1955 decía esto del argentino Panno:
Su principal fortaleza es saber que una partida se juega sobre el tablero, entre dos jugadores, y que la voluntad de ganar es más importante que las ideas brillantes, la voluntad de ganar y la confianza absoluta en las propias capacidades. Su mayor fortaleza -y debilidad- reside en mezclar la confianza con la confianza excesiva. Éste es el sello de los grandes campeones.
Donner vino con el equipo holandés a la Olimpíada Mundial que se jugó en 1978 en Buenos Aires y aquí este barbado fue el primer occidental en perder contra un maestro chino. (A propósito, en un cuento de Julian Maclaren-Ross, dos chicos están jugando una partida y uno le dice al otro que mire la barba del rey, porque "por supuesto que tiene barba, necio, las barbas van con el ajedrez. Todos los ajedrecistas tienen barba".) En The Human Comedy of Chess, Hans Ree comenta:
Donner una vez declaró que era probablemente el único maestro en saber la fecha exacta del día en que aprendió las reglas del ajedrez. Fue en el colegio el 22 de agosto de 1941, cuando tenía catorce años. Lo recordaba con claridad porque cuando regresó a su casa ese día le dijeron que su padre había sido arrestado por los alemanes y deportado.
El ser humano parece ser más exigente, más preciso, cuando se ocupa de lo improductivo: contemplar unas rocas, unos insectos, unas piezas sobre un tablero. Su fervor por lo intangible es capaz de llevarlo a la cima de la perseverancia y la vanagloria más misteriosas. En una clase, Bent Larsen habló del día que Emanuel Lasker perdió una partida en unas simultáneas y los organizadores no se atrevieron a anunciarlo: "Por los altoparlantes dijeron: "Treinta y nueve partidas ganadas, una partida tablas". No hubo aplausos". Larsen no oculta sus lágrimas: "Cada vez que pienso en eso, lloro. No entiendo a los actores cuando dicen que necesitan diez minutos y una luz especial y otras cosas para emocionarse. Pienso en eso y lloro enseguida". En esta inmediata y profunda comprensión del sentido del orgullo y de la humillación, en la reverencia de un maestro por otro, se me ocurre que residen al menos dos de los secretos de un arte que no tiene fin. El ajedrez: novela de suspenso entre dos lectores que tratan de adivinarse, cuyo vencedor será el que mejor lea al otro, el que se convierta en el verdugo.
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