sábado, 26 de septiembre de 2009

UN EPISODIO DEL RISORGIMENTO

La Nación, adnCULTURA, Buenos Aires, Argentina, 26Sep09
Tras haber matado a Fernando Carlos de Borbón, soberano de Parma, el republicano Antonio Carra, bajo otro nombre, inició una nueva vida en Buenos Aires
Imagen: Fernando Carlos de Borbón
Por Miguel Ángel De Marco
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009
El 26 de marzo de 1854, cuando Fernando Carlos de Borbón, soberano del ducado de Parma, regresaba a su palacio tras recorrer las calles de la imponente capital, fue muerto de un certero golpe de punzón en la mitad del pecho por el ebanista Antonio Carra, que huyó rápidamente por un sector de la muralla fácil de escalar y volvió a penetrar en la ciudad durante la noche, luego de vencer con adecuadas palabras y una botella de buen vino la resistencia de quien custodiaba el gran portón de acceso.



Aquel hombre de cuerpo aparentemente frágil, pertenecía a un grupo de conspiradores republicanos que se reunían en la posada de la Cruz de Malta, para tramar el asesinato del joven y disoluto monarca. Sabían que un suceso de tamaña magnitud conmovería a cuantos esperaban que se encendiera una nueva guerra por la independencia italiana.
Cuando en la noche del 25 se propuso efectuar un sorteo para decidir quién protagonizaría el magnicidio, Carra afirmó que no era necesario, pues él reclamaba para sí esa misión. Aparte de la fidelidad a sus ideas, el artesano tenía un serio agravio que vengar. Fernando Carlos -de quien dijo el diario socialista español La Vanguardia , décadas más tarde, que "era un verdadero Juan Tenorio con trono" objeto de la furia de "una serie de maridos, amantes y hermanos deseosos de venganza"-, había intentado abusar de su joven y bella mujer, una vendedora de cigarros a la que el duque miraba con pasión en sus paseos. Según algunos escritos de la época, Carra no estaba casado con ella, pero los unía un hijo en común.
Lo cierto es que después del ataque, el soberano de Parma vivió apenas una hora pero no pudo articular palabra, lo que dificultó la identificación del magnicida. De todas maneras, Carra fue a dar a la cárcel, desde donde se lo llevó a la presencia de la duquesa Luisa María de Borbón-Dos Sicilias, que acababa de asumir apresuradamente la regencia y tenía múltiples motivos para pensar mal de su difunto esposo. Luego de un diálogo por momentos áspero y por momentos comprensivo entre la augusta señora, el general austríaco Jablonowski y el victimario, del que participó también la odiada favorita Irma Combrisson, Carra introdujo serias dudas sobre su culpabilidad y pidió que se hiciese comparecer al guardia que le había franqueado el acceso a la ciudad, para que dijera si estaba seguro de que había sido él quien había entrado a deshora. El ebanista lo encaró con decisión y el alabardero respondió que no podía afirmarlo. Apenas liberado, Carra desapareció, convencido de que se descubriría la verdad, como ocurrió enseguida.
El telégrafo difundió por todo el Viejo Mundo tan conmovedora noticia, y la prensa, según su orientación política, calificó al autor del asesinato de héroe de la libertad o de sicario abominable.
La Mala de Europa, según era denominado corrientemente el correo británico, distribuyó tal información por el resto del orbe. Los diarios argentinos publicaron la noticia a fines de mayo de 1854, pues se necesitaban cerca de dos meses de buenos vientos para cruzar el océano. La prensa porteña reseñó el episodio, y el primer órgano rosarino, La Confederación , que apareció el 25 de mayo de dicho año, inició con la mención de lo acaecido en Parma su columna de sucesos internacionales.
No era extraño que en aquella Argentina dividida en dos estados interesase un episodio como el que había tenido lugar en Italia. En Buenos Aires y en las ciudades ribereñas del Paraná residía gran número de piamonteses, genoveses y lombardos, aparte de naturales de otras regiones de la península. La mayoría proclamaba abiertamente su pertenencia carbonaria y mazziniana. Ejercían diversas profesiones y oficios y prosperaban con los servicios de transportes fluviales y los comercios destinados a diversificar la monótona dieta alimentaria autóctona. También formaban parte del ejército y la marina de Buenos Aires, algunos de ellos con jerarquías elevadas.
Tal vez por conocer las facilidades de los países del Plata, Carra se embarcó hacia Buenos Aires. Algunos dijeron más tarde que se había dirigido a Estados Unidos y muerto en Filadelfia, tras soportar una existencia miserable. Pero se trataba de un homónimo. El nombre y apellido, muy parmesano, era frecuente. Tan luego uno de los hombres más cercanos al duque Fernando Carlos y luego senador del Reino de Italia, quien quizá residía a pocas calles del matador, se llamaba también Antonio Carra.
El artesano decidió iniciar una nueva vida, sin desaprovechar la experiencia ganada en su oficio, y al desembarcar en Buenos Aires, se dio a conocer en la Capitanía del Puerto como Giuseppe Baratta. Pronto se acercó a sus compatriotas afines a la independencia, que eran mayoría, y brindó sus contribuciones económicas y su ardiente palabra a la causa del Risorgimento . Sin embargo, muy pocos conocían su secreto.
Un día se presentó en su casa, para pedir la mano de su hija Clementina, un joven, orgulloso partícipe de las batallas de Magenta y Solferino, donde los ejércitos del Piamonte y Francia habían derrotado a las odiadas tropas de Austria. Se llamaba Napoleón Gardelli. No podía ser mejor candidato, cuando había regado con su sangre el suelo patrio para expulsar a los extranjeros y conseguir la unidad de los estados peninsulares bajo la bandera tricolor.
Carra -o Baratta- de cuya existencia en la Argentina se sabe muy poco, murió en Buenos Aires en 1895. Hace mucho tiempo, al iniciar mi prolongada carrera periodística en el diario La Capital , a la vez que hacía mis primeras armas como historiador, uno de los editorialistas de entonces, Raúl N. Gardelli, me refirió la historia de sus abuelos -Antonio se la había comunicado a su yerno- y me mostró orgulloso el diploma y la medalla otorgados a los vencedores de Magenta, que conservaba devotamente. Así comenzó una larga amistad. Él llegó a jefe de redacción y escribió varios libros de fina prosa, que demostraban su vasta cultura. Yo ocupé su lugar como jefe de editoriales.
Ya retirado Gardelli de la labor de la prensa, pero encargado de la Revista de la Bolsa de Comercio , nos encontramos en un café y luego de divertirnos ambos con las anécdotas del "viejo hogar periodístico", le hice saber que había reunido con bastante dificultad datos que corroboraban su historia. Manifestó su complacencia con esa sonrisa pacífica que se tornaba rictus imperioso a la hora de cierre del matutino.
Felizmente para mí, nunca dejé, como historiador, de vincular el pasado con la historia de aquella Italia de la segunda mitad del siglo XIX. Y ahora, la lectura de las redescubiertas páginas de Las confesiones de un italiano (Acantilado, 2009), de Ippolito Nievo, me inducen a trasladar al lector un episodio poco difundido, que trae a mi espíritu el recuerdo de un maestro del diarismo y un amigo.

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