domingo, 4 de abril de 2010

EL PROVOCADOR DESPIADADO

La Nación, ADNCultura, Buenos Aires, Argentina, 03Abr10
Retrato hablado de Fernando Vallejo, el polémico escritor colombiano que será una de las estrellas de la inminente Feria del Libro. Y además, de qué tratan los dos nuevos libros que se editan en la Argentina: la novela El don de la vida y la excelente biografía del malogrado poeta José Asunción Silva
Por Leonardo Tarifeño
De la Redacción de LA NACION


Fernando Vallejo llegó a una sobremesa mexicana de ésas en las que primero aparecen los tequilas, luego los habanos, más tarde el mezcalito y al final una larga serie de propuestas que prefiero no comentar aquí. La amable reunión tenía lugar en el restaurante de la Casa Refugio Citlaltépetl, por entonces parte del Parlamento Internacional de Escritores, en la colonia Hipódromo Condesa del Distrito Federal. En el primer piso de la Casa Refugio acababa de ocuparse uno de los dos departamentos dispuestos para recibir a escritores amenazados de muerte en sus países; el anfitrión de esa tarde luminosa, el francés Philippe Ollé-Laprune, coordinaba la sección mexicana de un proyecto que rescataba a autores de distintas partes del mundo, y cada dos por tres se levantaba de la mesa para jugar en el jardín vecino con los niños del poeta albanés Xhedvet Bajraj, quien gracias a las gestiones del Parlamento había conseguido escapar con su familia de la "limpieza étnica" que asolaba Kosovo. Ollé-Laprune festejaba el éxito de su esfuerzo con una comida entre amigos, y al caer la tarde se sumó un señor canoso y risueño, elegante y de espléndido buen humor, quien tras presentarse como "un gramático" enseguida tomó una silla para sentarse a mi lado. En la mesa, entre mis cosas, había varios números de Líneas de Fuga , la revista-libro que aún hoy edita la Casa Refugio, donde podían leerse textos de Salman Rushdie, Wole Soyinka, Rubem Fonseca, José Kozer y Edmond Jabès, entre muchos otros. Mi vecino de ocasión tomó varios ejemplares, uno tras otro, y en tono de reproche y/o broma preguntó en voz alta por qué se publicaba tanta poesía en la revista. Philippe explicó que eran trabajos de grandísimos poetas, ante lo cual mi vecino no hizo más comentarios y se limitó a mirarme, cómplice, con una sonrisa brillante y maliciosa. A través de esa sonrisa creí ver un inequívoco desprecio a la poesía, y todavía no sé si entendí bien o mal. En ese momento estaba seguro de lo que había entendido, pero poco después supe que, aunque a Fernando Vallejo no parecía entusiasmarlo el mundo de los versos, años atrás había escrito las biografías de dos de los más grandes poetas del continente, los colombianos Porfirio Barba Jacob ( El mensajero ) y José Asunción Silva ( Almas en pena, chapolas negras ). ¿Las habría escrito más fascinado por los personajes y sus dramáticas vidas -Barba Jacob vivió en siete países, Asunción Silva se suicidó a los 30 años- que por sus respectivas obras poéticas? Esa tarde, Vallejo recordó letras de boleros, se interesó por lo que hacíamos cada uno de los presentes, contó anécdotas de su amigo Barbet Schroeder (quien dirigió la versión cinematográfica de La Virgen de los sicarios ), preguntó por la salud de otros amigos suyos y se fue rápido porque tenía que sacar a pasear a sus perras. Yo no sabía que era un escritor célebre, para mí era un tal Fernando, colombiano, de profesión gramático. Ahora supongo que así se presenta porque así se ve él.
Para mucha gente, sensata o de la otra, Vallejo es mucho más que un escritor: se trata del enemigo público número uno de las buenas conciencias literarias. En La Virgen de los sicarios , una de sus grandes novelas y un clásico absoluto de la literatura latinoamericana, el cincuentón Fernando regresa a su Medellín natal y allí se enamora del jovencito Alexis, sicario y devoto de María Auxiliadora; cuando Alexis cumple su destino de violencia y muerte, el narrador y protagonista revive aquel amor trágico en el cuerpo de Wilmar, otro asesino por encargo a quien también lo espera la sangrienta justicia de su propia ley. Las nerviosas páginas del libro retratan como ningunas otras el desolador universo del narcotráfico callejero, y lo peor del asunto es que la escena más angustiante es aquella en la que Fernando se encuentra con el cuerpo agonizante de un perro, víctima de una balacera. Por lo que se desprende de la lectura, para el autor las matanzas urbanas tienen mucho de catástrofe, pero ningún alma humana vale más que la castigada inocencia de una mascota. "Lo malo del terremoto mexicano de 1985 es que murieron algunos perros", completaría a su regreso de España, en una entrevista para el diario La Jornada . Su odio hacia el género humano es directamente proporcional al cariño que le despiertan los animales. En 2003, tras obtener el premio Rómulo Gallegos por su novela El desbarrancadero , donó los cien mil dólares del galardón a una fundación privada que atiende a perros y gatos de la calle, especies a las que sin embargo les desea la extinción "para que dejen de sufrir". En el tremendo discurso de agradecimiento que brindó en Caracas, denostó a los musulmanes ("hoy andan los iraquíes muy ofendidos con los gringos porque irrumpen en sus casas con perros a buscar armas. ¡Con perros, qué ofensa, qué horror! Si un perro toca a un iraquí con el hocico, lo saló de por vida porque según ellos el perro es un animal sucio e impuro. ¡Ay, tan puros ellos, tan inodoros, tan limpiecitos!") y una vez y otra también confrontó las enseñanzas de Cristo con párrafos como éste:
¿Y por qué resucitó a Lázaro y sólo a él y no también a los demás muertos? ¿Y cómo supo que Lázaro quería volver a la vida? A lo mejor ya estaba tranquilo, por fin, en la paz de la tumba. ¿Y para qué lo resucitó si más tarde que temprano Lázaro se tenía que volver a morir? Porque no me vengan ahora con el cuento de que Lázaro está vivo. Un viejito como de dos mil años. No, Lázaro se volvió a morir y Cristo no lo volvió a resucitar. ¿Por qué esas inconsecuencias? ¡Una sola resurrección no sirve! Si nos ponemos en plan de dar, demos; y en plan de resucitar, resucitemos. Y si resucitamos a uno, resucitémoslos a todos y para siempre.
Antes y después de la notable El desbarrancadero , su obra crea y reúne la mayor selección de insultos de la narrativa reciente, y los blancos de su rabia siempre incluyen a Colombia, el Papa, los científicos, Colombia, las mujeres embarazadas, Colombia, el darwinismo, los poetas, la literatura en general y Colombia. "De pequeño descubrí que Colombia era un país asesino, el más asesino de todos, luego me di cuenta de que era un país atropellador y mezquino y ahora, con la reelección de Uribe, descubrí que era un país imbécil", apuntó en 2007, en un escrito con el que solicitaba la ciudadanía mexicana. Su intención era renunciar a "esa mala patria que es Colombia", a consecuencia de un juicio que se le siguió por un artículo suyo publicado en la revista SoHo , donde una vez más atacaba al clero sin piedad. Por cierto, antes de renunciar a Colombia, Vallejo ya había renunciado a la otra gran pasión suya, la literatura. Según él, la novela, entendida como un género de ficción en tercera persona, es una pérdida de tiempo, un poco porque ya se hizo durante siglos y otro poco porque nadie puede contar a fondo lo que en teoría le sucede a otro. Como alternativa a las imposibilidades que advierte en las ficciones, él ha dicho que no puede sino convertirse en "novelista de primera persona", es decir, en un autor con una voz narrativa singular y reconocible, de marcado acento autobiográfico, en su caso a mitad de camino entre la ternura y la desesperación.
"Como Marcel Proust, Francis Scott Fitzgerald, Malcolm Lowry y Philip Roth, Vallejo ha aprovechado la novela como una rica variante de la autobiografía: la eficacia de sus alegatos íntimos deriva de la aparente fabulación", apunta Juan Villoro en De eso se trata . El procedimiento surca sus novelas, sus biografías y hasta sus enloquecidos ensayos, entre ellos La puta de Babilonia (donde "nunca tanto mal se contó tan bien", según el novelista colombiano William Ospina), La tautología darwinista y el Manualito de imposturología física . No hay literatura de Vallejo sin esa primera persona furibunda e hipnótica, todo un prodigio de la prosa y el estilo que de todas maneras para él no es suficiente. Después de El desbarrancadero dijo que no escribiría más, para qué, si ya se había escrito todo. Pero luego vinieron las novelas La rambla paralela y Mi hermano, el alcalde , el ensayo-panfleto La puta de Babilonia , el Manualito... y ahora, la última de sus ficciones, la oscura y brillante El don de la vida . El crítico mexicano Christopher Domínguez Michael ha escrito en Letras Libres que Vallejo podría ser un heredero de los grandes moralistas del siglo XVIII. Para otros, es un maestro de la exageración. Él prefiere verse como un artista de la supervivencia. A mí a veces me parece que lo de veras suyo es la risa y la contradicción. Para anunciar que no hará más declaraciones a la prensa, el ateo consumado prometió no dar más entrevistas... ante la Virgen de Guadalupe. Comparado con Thomas Bernhard, subrayó que Bernhard ataca a Austria porque la odia, mientras que él insulta a Colombia porque la quiere. "Y porque la quiero, quiero que se acabe: para que no sufra más", dijo para el diario mexicano Reforma . Será por eso, por culpa y gracia del amor que lo une a su ¿ex? patria (el trámite de la nacionalización mexicana no acepta la doble nacionalidad), que los peores agravios aún se los dirige a la tierra que lo vio nacer.
Durante años espié tarde tras tarde a Fernando Vallejo en el boulevard de la calle Ámsterdam, porque él paseaba a sus perras mientras yo trabajaba en una casa vecina al Parque México, en la Condesa. Para que me enterara de quién era aquel señor encantador y de extrema cortesía, Philippe Ollé-Laprune me regaló, después de aquella sobremesa, Los días azules , muy posiblemente el libro más hermoso del autor, un nostálgico y exquisito retrato de la infancia y del amor por el misterio paterno. Tras la lectura de La Virgen de los sicarios , me costaba creer que el caballero de las perras y el salvaje provocador de La Virgen... convivieran en la misma persona, sentía la perplejidad que se le nota a los testigos de un asesinato cuando dicen que el presunto criminal era un gran vecino y una bellísima persona. La desconfianza y la impresión eran tan grandes que recién me animé a buscarlo varios años después, durante unos días de visita a la ciudad en la que ambos dejamos de sentirnos extranjeros. Primero fui al boulevard de la calle Ámsterdam a la hora señalada, esperé en un banco de la esquina de Ámsterdam y Michoacán pero pasó un buen rato y no apareció nadie; impaciente, fui a un teléfono público muy cerca de su casa y lo llamé. Apenas me presenté, me invitó a comer; yo le pregunté qué podía llevar, y él insistió en que no comprara nada ("¡Aquí hay buen vino!", explicó), me preguntó dónde estaba y quedamos en vernos en unos diez minutos. Vallejo habla rápido, con vértigo impulsivo y preciso, de corredor de 100 metros llanos; sus pausas son producto del cansancio, reflexiona a medida que dialoga y deja entrever que el sentido del humor está en el origen de todas sus ideas y rabietas. Por teléfono habíamos pactado no grabar nada de lo que habláramos en su casa, para que él se sintiera a gusto y yo no pudiera citarlo; ahora contaré lo que me sea posible, sin necesidad de traicionar su confianza.
Ese mediodía, Vallejo tenía más problemas de los acostumbrados en su vista, los anteojos se le habían roto y aún no había podido repararlos. Como no veía bien, agradeció el paquete de revistas culturales argentinas que le llevaba de regalo y no se molestó en mirar ninguna (ahora sospecho que la mala visión le brindó la excusa perfecta para no tener que prestarle atención a aquello que no le interesaba). Su casa es una sobria y cálida construcción antigüa, donde brillan la madera de roble, souvenirs de todo el mundo, postales y un piano; quien haya visto La desazón suprema , el documental que le dedica el cineasta colombiano Luis Ospina, podría reconocer el amplio sillón donde en la película Vallejo besa en la boca a sus perras ("¡el beso más largo en la historia del cine!") y en el que a mí me bombardeó a preguntas. Apenas me senté quiso confirmar si el Bartolomé Mitre de LA NACION correspondía al traductor de La divina comedia , me interrogó sobre unas cartas manuscritas de Manuel Mujica Lainez que tenía sobre un mueble, amenazó con tocar algo al piano (las partituras eran de obras de Ernesto Lecuona), reclamó vino y me pidió que le contara cómo estaban las cosas en la Argentina. Mi primera impresión fue que era un hombre lleno de pasiones y entusiasmos, disminuido físicamente y socialmente aislado, feliz y contento de poder hablar con un completo desconocido. Todo diálogo más o menos literario parecía aburrirlo, y para que yo abandonara mis intentos por arrinconarlo en esa dirección, me preguntó quién era para mí el escritor que mejor había retratado el alma humana. Silencio. Nervios. Más silencio. "¿Kafka?" dije, más cerca de una pregunta que de una aseveración. La sonrisa que le conocí aquella tarde en la Casa Refugio volvió a asomarse, y contestó que Kafka, con todo lo grande que seguramente era, no significaba mucho al lado de Mozart o Glück. La música representaba un arte primordial, serio; en cambio, la literatura y el cine, las musas a las que él había dedicado buena parte de su vida, apenas si eran disciplinas muy menores. Acto seguido pretendí saber por qué no se había dedicado a la música, a lo que contestó que él había querido ser músico, sueño inalcanzable porque no tenía "música en el alma". En la sala había libros de arte y de viajes; en un momento recordé su ambigüa relación con la poesía y arriesgué que, como heredero del moralismo del siglo XVIII, tal vez encontrara el estado puro de la palabra en la poesía y no en la novela. Mi osadía teórica no lo conmovió y dijo que hoy a la poesía habría que hacerla en prosa. "¿Y Barba Jacob, y Asunción Silva?" pregunté, seguro de mi estocada, ya que como biógrafo él debería creer en sus biografiados. Otra vez, Vallejo no se inmutó ni mucho menos, y explicó que El mensajero la había escrito como preparación estilística, un round de estudio para las batallas de la prosa que mantendría tiempo después en sus novelas. Y de Almas en pena, chapolas negras , que bien podría ser uno de sus mejores libros, dijo simplemente que la había escrito "por desocupación". Ahora que no estaba desocupado, ¿cuál era su sueño? Según dijo, tener un poco más de salud, porque ya se sentía viejo. Salud para escribir un libro más, un último libro en el que diría todo lo que aún se sentía capaz de decir. Silencio. Nervios. "¡Para que sepan lo que es bueno!", dijo, entre amenazante y melancólico. Cuando nos sentamos a comer, yo ya había abandonado mi supuesto profesionalismo y dejé que la conversación la guiara él. Me preguntó dónde había estudiado, qué me parecía México, qué otros países conocía, qué músicos cubanos me gustaban más, dónde me había enamorado, qué actrices del pasado se recordaban mejor en Argentina. Salí de su casa y en un rincón de Ámsterdam me puse a tomar notas de lo que había vivido, para no olvidármelo nunca. Se me había escapado lo más importante: no el diálogo que yo quería escuchar, sino el que él quería sostener.
Todavía convencido de que no había aprovechado la oportunidad de conocer de verdad al que tal vez sea el más grande de los escritores latinoamericanos actuales, en 2008 me enteré de que Vallejo era uno de los principales invitados a la Festa Literária Internacional de Paraty (FLIP), en Brasil, y allí fui a verlo y escucharlo. En Paraty, Vallejo aceptaba entrevistas sin la mediación del e-mail, que él utiliza para que sus palabras salgan publicadas sin que el periodista le corrija ni una coma ("y ni así lo logro, me cambian las preguntas, sacan una frase mía de contexto y la ponen de título y quedo como Dios padre tronando desde el Sinaí"). Corrían los días de la liberación de Ingrid Betancourt por parte del ejército colombiano, y en la conferencia de prensa posterior a su arribo Vallejo aprovechó para fijar su posición, siempre polémica. "Ingrid Betancourt es una mujer manipuladora, horrible y oportunista, pero el pueblo colombiano es tan ignorante que es capaz de elegirla en una votación -le escuché decir-; por suerte tiene nacionalidad francesa, ¿por qué mejor no le disputa la presidencia a Sarkozy?". Un colega español, asombrado, le dijo que Betancourt tal vez fuera todo eso, pero también era una víctima de las FARC. "Después de la Iglesia y de Uribe, las FARC son la peor plaga de Colombia -contestó Vallejo- pero Betancourt y su compinche Clara Rojas fueron las únicas candidatas que hicieron todo para ser secuestradas. El tratamiento de este tema por parte de los medios es un verdadero escándalo." Para terminar, un reportero de los provocadores le preguntó por Gabriel García Márquez. "¿A quién se le puede ocurrir ponerle El amor en los tiempos del cólera a una novela? ¿El autor no se da cuenta de que le sobran los artículos? ¡Debería llamarse Amor en tiempos de cólera ! ¿Quién se puede tomar en serio a alguien así?", preguntó al auditorio, siempre con una sonrisa, y dio por concluida la sesión. Cerrados los micrófonos, me acerqué al círculo de periodistas que lo rodeaban. Cuando quedamos cuatro, lo escuché claramente: a uno le preguntaba dónde ir a escuchar música de la región, al otro le daba un horario posible para un encuentro con estudiantes, del tercero quería saber cuáles eran las palabras más bonitas en portugués. El provocador salvaje, el gramático inocente, el enemigo literario número uno, el amable vecino que tarde tras tarde pasea a sus perras, el conversador curioso, todos ellos son el mismo hombre cansado que exorciza sus fantasmas a fuerza de pólvora verbal. "Yo soy mis muertos", escribe en El don de la vida , novela escrita a partir de una libreta en la que cuenta todas las personas que conoció y que hoy están muertas. Lo curioso es que en Vallejo no hay nada más inestable que el "yo", el corazón delator que jamás detiene su marcha en favor de sus convicciones. O como se lee en El don ...:
-Dígame una cosa maestro: cuando usted dice "yo" en sus novelas, es usted?
-No, es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé.
Y cuando leí este diálogo, pude imaginarme su sonrisa.

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