lunes, 3 de agosto de 2009

GENERALA AZURDUY, HEROÍNA DE LA INDEPENDENCIA


La Nación, Buenos Aires, Argentina, 03Ago09
Luisa Valenzuela
En medio de tantos temores gripales y de los otros, vale la pena destacar temas celebratorios. El hecho, por ejemplo, de tener una primera generala, nombrada por decreto número 892/2009, firmado por Cristina Fernández de Kirchner y Nilda Garré para "saldar la deuda histórica de agradecimiento que el Estado nacional tiene con la memoria de la teniente coronel doña Juana Azurduy de Padilla, guerrera heroica e indoblegable de la independencia, por su destacadísima actuación en las filas de nuestras fuerzas libertarias".

Julia Kristeva, en su libro sobre Hannah Arendt (1998), afirmó que el siglo XXI "será femenino, para mejor o para peor. El genio femenino, tal como nos aparece aquí, permite la esperanza de que no sea para peor". No se trata de una revancha, sino de ir restableciendo el equilibrio en procura de un reparto más equitativo, porque si bien hombres y mujeres no somos iguales -gracias a Dios, como dice el chiste-, no hay razón para no ser considerados equivalentes ante la ley y en la vida cotidiana, laboral, afectiva. En todas esas instancias, en las cuales, de una forma u otra, media humanidad ha sido relegada a un segundo plano por los siglos de los siglos.

En la Argentina, hemos dado pasos adelante al respecto. Tenemos una presidenta con conciencia de género y una ministra de Defensa que ha sabido crear un comité de género para asesorarla al respecto. Y tenemos ahora una primera generala de la Nación. Nombrada post mórtem, cierto es, pero por algo se empieza. Las mujeres que cada vez en mayor número integran las filas de nuestras Fuerzas Armadas tienen ahora un espejo de valentía en el cual mirarse y una meta a la cual aspirar.
La figura de Juana Azurduy, nacida en 1780, puede también ser interpretada como un símbolo de la integración sudamericana, de la patria grande soñada por Simón Bolívar. Fue, justamente, Bolívar quien la reconoció como la Libertadora de América y le concedió una pensión vitalicia, que el flamante gobierno de la flamante Bolivia, que ella con su lucha ayudó a independizar, tuvo a bien dejar de lado al poco tiempo.
Juana Azurduy estaba acostumbrada a semejantes desreconocimientos. Se había entregado a la causa respondiendo a sus propios ideales de libertad y de justicia, no sólo por seguir a su marido, el coronel Manuel Asencio Padilla. Obtuvo resonados triunfos y, después, el olvido. Como mujer, no le cabía otra cosa. Hasta tal punto que, siendo una guerrera de renombre en las llamadas Guerras de las Republiquetas, nunca pudo tener un ejército de criollos bajo su mando. Sólo indios, sobre todo los hombres que le entregaba su amigo, el cacique chiriguano Cumbai. Peleaban con lo que tenían a mano: piedras chicas y grandes, las armas que secuestraban durante las batallas, aunque después venían los porteños a requisarles el parque.
El Río de la Plata controlaba el Alto Perú. Los esposos Padilla se debían a un ejército que, bajo las órdenes de Belgrano, supo reconocerles su valor. Bajo las órdenes de Rondeau se lo fueron quitando. Fue, precisamente, Belgrano quien le consiguió a Juana Azurduy el nombramiento de teniente coronel, firmado por Saavedra el 13 de agosto de 1816. Le llegó mucho más tarde, cuando ya ningún triunfador le ofrecía mando de tropa.
A doña Juana no la conocí en nuestros manuales escolares, que apenas la mencionan. Me la encontré por casualidad a principios de los 80, cuando cayó en mis manos una novela menor que romantizaba su extraordinaria saga. Me propuse, entonces, escribir mi propia novela, porque sospecho que al narrar se develan hilos que la retaceada historia oficial nos ha ido escamoteando. Mi investigación fue lenta. Otros mil proyectos se interpusieron en el camino, y diez años más tarde viajé a Sucre, la antigua Chuquisaca, antigua Charcas, y conocí al padre Valentín Manzano y al gran Joaquín Gantier (grande de edad, también) que fue su real biógrafo y era por entonces director de la Casa de la Libertad, donde está la urna con los supuestos restos de Juana Azurduy, enterrada en la fosa común.
Las demoras no son saludables. Cuando ya había empezado a escribir la novela, Pacho O´Donnell me ganó de mano publicando su biografía. Pero no resulta fácil liberarse de una presencia fantasmática. Es más como un hechizo. A veces, una está habitada por un personaje, ya sea de ficción, de carne y hueso, de tiempos presentes o remotos. Me temo que no es privativo de la gente de letras. Me jacto de no ser obsesiva, pero también me jacto de ser pacifista y, sin embargo, el personaje que me habita es esta guerrera indómita. A las figuras del entresueño no se las elige. Nos asaltan por sorpresa, se instalan en nosotros. Somos sus anfitriones. Ellas nos hacen comprender que "la cuestión de la hospitalidad se articula con la cuestión del ser", como dice Jacques Derrida.
Hoy quisiera rescatar hitos en la vida de esta ahora generala, que tuvo un lugarteniente poeta, Juan Huallparrimachi, un ejército de indios, los Leales, y varias amazonas que supieron secundarla, convencidos todos por esta mujer que no se lanzó a la lucha para seguir a Manuel Asencio Padilla, su marido, sino por propia convicción. Ciertos historiadores dicen que Juana Azurduy había leído a Rousseau, que los había escuchado a Monteagudo y a Moreno. Puede ser o no ser.
De todas las instancias documentadas, tres en particular me conmueven. En la primera, Padilla y otros jefes guerrilleros están presos en un campamento realista, a la espera de ser ajusticiados. Por allí rondan Juana y su fiel Huallparrimachi, el hondero poeta descendiente de una princesa inca y de un capitán español. Están solos, pero tienen a su favor la sabiduría del monte y, cuando empiezan a soplar fuertes ráfagas que hacen tronar el cañaveral como galope de caballos desbocados, ellos aprovechan. Juana y Juan, una mujer supuestamente aterrada y un jovencito, arremeten al grito de "¡Zárate, Zárate! Se acerca el feroz guerrillero con sus huestes salvajes". Los soldados realistas se dan a la fuga, abandonando a los prisioneros a su buena suerte.
Segunda instancia. En 1814, en el fragor de la batalla, doña Juana da a luz a su quinta hija, Luisa. Para ponerlas a salvo, Padilla la obliga a buscar refugio acompañada por dos hombres de su tropa. Mientras vadean un río, Juana los oye conspirar para entregarla a los realistas, que habían puesto alto precio a su cabeza. Cabalgando con su hija recién nacida atada a su cuerpo, a la manera india, logra decapitar a uno de ellos, Romualdo Loayza, y poner al otro en fuga.
Corre 1816. La cabeza de Manuel Asencio Padilla está en la picota en el pueblo de La Laguna, para escarnio y escarmiento de los insurrectos. Meses le lleva a Juana Azurduy lograr su cometido, pero finalmente, con un puñado de sus Leales y con muchos hombres enfurecidos que se le van uniendo en el camino, entra a sangre y fuego en La Laguna y rescata esa cabeza amada, ya el puro hueso. Como nueva Antígona, la lleva con unción a la pequeña iglesia donde se le brindan los honores fúnebres tan merecidos. Después ya nada será igual para doña Juana Azurduy de Padilla, que habría de morir en el mayor anonimato el 25 de mayo de 1862, cuando todos en Chuquisaca, ya Sucre, festejaban la independencia olvidando a quien se había jugado de lleno por ella.
Escritores y escritoras solemos regalarles aspectos propios a nuestros personajes. A la protagonista de El mañana , recién salida del horno, le pasé mi obsesión por Juana Azurduy. Es ésta una novela de suspenso, centrada en el tema del lenguaje, esa "casa del ser" heideggeriana que estructura nuestra cosmogonía. Con la historia de Juana Azurduy me interesaba justamente explorar dicho aspecto, la capacidad de la mujer para conectarse a través de la palabra con el mundo indígena, y hacerse respetar.
En estos últimos tiempos, ha habido mociones para cambiar la figura de Roca en los billetes de cien pesos por la de Juana Azurduy. Ahora que ella también es generala, hay más motivo para hacerlo. Sería verdadera justicia poética, pienso.

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