miércoles, 5 de agosto de 2009

LA IDENTIDAD HISPANOAMERICANA


La Nación, Buenos Aires, Argentina, 05Ago09
Carlos Escudé
Pocos ejercicios aportan tanto a la comprensión de quiénes somos los hispanoamericanos como comparar el origen del sentido de identidad en nuestra región con el de los europeos. Sorprenden tanto las diferencias como los paralelos, que enseñan incluso por qué la guerra es menos frecuente entre nosotros.
Curiosamente, en ambos casos la cadena causal que condujo a la formación de las identidades nacionales actuales se origina en el colapso de un imperio: el romano, en el caso europeo, y el español, en el nuestro.

En la temprana Edad Media, la quiebra de las instituciones imperiales produjo anarquía e inseguridad, aislando las comarcas europeas unas de otras. Siguiendo el conocido planteo de Benedict Anderson, en las regiones más romanizadas el latín del vulgo se transformó en forma acelerada, dando lugar a una multitud de lenguas vernáculas diferenciadas. A lo largo de siglos se produjo una segmentación cada vez mayor de estos romances, de modo que casi en cada valle se hablaba un dialecto diferente. Simultáneamente, en la Europa menos romanizada las lenguas indígenas recobraron su vitalidad, configurando un mosaico no menos segmentado. A la vez, el clero y las aristocracias permanecieron vinculados lingüísticamente por medio del latín eclesiástico.
Este cuadro cambió cuando, hacia 1450, Johannes Gutenberg introdujo la imprenta de caracteres móviles en Europa. El libro impreso representó una revolución político-cultural. Aunque en un primer momento se imprimió en latín para un mercado paneuropeo, pronto se comenzó a publicar en lenguas vernáculas para mercados geográficamente acotados.
La contingencia de que en una ciudad emergiera una imprenta y en otra no determinó que un idioma lugareño pasara a dominar una región circundante en que se hablaban dialectos distintos pero afines entre sí. Unos idiomas vernáculos se convirtieron así en lenguas literarias, mientras otros se mantuvieron como dialectos vulgares. De este modo, comenzó un proceso inverso al que había tenido lugar con la caída de Roma. Las lenguas vernáculas tendieron a aglutinarse y así surgieron las identidades lingüísticas, que se convirtieron en "protonacionalidades".
Por eso, las incipientes identidades nacionales europeas se establecieron sobre una diferenciación étnica anclada principalmente en la lengua. Con ellas surgió la ideología del nacionalismo, que reclamaba un Estado para cada "nación".
Eventualmente, ésta condujo a una duradera y violenta saña étnica, elocuentemente presente en la Segunda Guerra Mundial y en las recientes guerras civiles de la ex Yugoslavia.
También se vislumbra, benignamente, en el desmembramiento de Checoslovaquia, a la vez que se verifica en el incierto futuro belga y en las quizá más controlables cuestiones vasca y catalana.
Este recorrido es el opuesto del de la América hispana. Porque la imprenta ya existía cuando colapsó el imperio español, el castellano no se dividió en dialectos diferentes, sino que se consolidó pese a la segmentación política del inmenso territorio.
Más aún, nuestras elites del período independiente continuaron con la tarea de latinización lingüística y religiosa iniciada por los españoles.
Como señala Tulio Halperin Donghi, hacia 1810 la América hispanizada era una suerte de archipiélago de islas rodeadas por un heterogéneo océano indígena. Los habitantes de la Ciudad de México y de Buenos Aires tenían casi todo en común, a la vez que estaban rodeados por un "otro" absoluto: indígenas con lenguas y culturas muy diferentes entre sí. A diferencia de los "españoles americanos", que constituían una sola identidad colectiva, estos indígenas configuraban múltiples identidades incapaces de hacer causa común. Con pocas excepciones (Bolivia por caso), la hispanización siguió avanzando hasta que eventualmente hubo un océano hispanizado y apenas un archipiélago de islotes de culturas y lenguas indígenas.
Es así como surgió la contigüidad lingüística más extensa del planeta. Desde el río Bravo hasta Tierra del Fuego se habla una misma lengua.

Un chileno y un madrileño se entienden casi como si pertenecieran a la misma sociedad, pero lo mismo no ocurre entre el mismo madrileño y un aldeano de la provincia catalana de Gerona, ambos ciudadanos del mismo Estado español. Los apenas 505 km que separan a Madrid de Barcelona han alcanzado para la erección de una barrera lingüística significativa. Y la distancia entre mundos tan diferentes como los de Moscú y Washington DC es de apenas 7827 km, cifra bastante inferior a los 10.777 km que separan a nuestra Ushuaia de Tijuana, en el estado mexicano de Baja California.
Esta singularidad hispanoamericana refleja un hecho frecuentemente olvidado de nuestra historia: hacia 1810 existía una protonacionalidad panhispanoamericana. Los rasgos compartidos por los Estados incipientes eran tantos y tan relevantes que el concepto de "nación" no resultaba aplicable para ellos en el sentido en que lo fue en Europa a partir de la emergencia de las protonacionalidades lingüísticas. Un caraqueño en Santiago de Chile era un forastero, pero no un extranjero.
Como recuerda José Carlos Chiaramonte, entonces operaban dos identidades colectivas superpuestas. Por un lado estaba la lugareña (cordobés, limeño, quiteño) y por encima de ella funcionaba el paraguas identitario "español-americano". Este aunaba en un solo "nosotros" a los criollos de toda la región.
Estos fuertes lazos hicieron posible que, durante un período que se extendió algunas décadas, nuestros padres fundadores fueran casi intercambiables. Paradigmático fue el caso del caraqueño Andrés Bello, arquitecto de la primera política exterior estable de Chile. Hoy, el instituto formador de los diplomáticos chilenos porta el nombre de ese venezolano. Casos análogos (entre muchos) fueron el director supremo interino de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Ignacio Alvarez Thomas, que era peruano; el primer presidente de Chile, Manuel Blanco Encalada, que era porteño, y el primer embajador de Bolivia en Buenos Aires, el cordobés Deán Gregorio Funes.
Por cierto, en 1810 aún no había argentinos, salvo en un sentido muy restringido: un "argentino" era un porteño. Este dato fue sacado a luz por Angel Rosenblat en una serie de artículos precursores publicados en LA NACION el 17, 24 y 31 de marzo de 1940.
El hallazgo surge de numerosos documentos de época. Entre ellos, Chiaramonte cita las Memorias póstumas del general José María Paz. Asentadas en un tiempo posterior en que el uso del gentilicio ya se había ampliado, su autor rememora la insistencia de Alvarez Thomas en que la honrosa condición de argentino le estaba vedada, por cordobés. En cambio, el director supremo era considerado argentino porque, aunque oriundo de Arequipa, se había avecindado en Buenos Aires, donde había comprado una casa, cumpliendo con los requisitos del Derecho de Indias.
Y más papistas que el papa, las hijas de Alvarez Thomas aleccionaban a una "sirvienta de distinción" del hermano de Paz, exhortando: "Tú, Gertrudis, eres argentina y no debes emplearte en el servicio de una familia provinciana, pues eres mejor que ella".
Irónicamente, Alvarez Thomas terminó sus días como ciudadano peruano. ¿Puede haber mayor evidencia de indefinición nacional?
Esta ausencia de diferenciación en los tiempos fundacionales ayuda a explicar por qué la Argentina y Chile jamás han librado una guerra. En cambio, desde que nosotros somos independientes, Francia y Alemania han protagonizado tres, dos de las cuales fueron las más trágicas de la historia humana.
El origen de la diferencia fue la presencia o ausencia de la imprenta al momento de producirse los colapsos imperiales que hicieron posible el nacimiento de estos Estados.
Aunque nuestro análisis demuestra que no todo resultado virtuoso es el producto de la virtud, en los umbrales del Bicentenario éstos son logros de civilización que debemos celebrar. Ilustran el significado profundo del cliché "nación hermana".

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