viernes, 29 de febrero de 2008

GRANDES LECCIONES


Por Umberto Eco para LA NACIÓN, Viernes 29 de febrero de 2008
El otro día un entrevistador me preguntó (como lo han hecho muchas veces) cuál era el libro que más influencia había ejercido sobre mi vida. Si en el curso de toda mi vida un solo libro hubiera influido sobre mí más que los otros, yo sería un idiota… como muchos de los que responden a esta pregunta. Hubo libros que fueron decisivos para mí a los veinte años y otros que fueron decisivos a los treinta… y espero con impaciencia el libro que me trastornará a los cien años. Otra pregunta imposible: “¿Quién le enseñó algo que fue definitorio y para siempre en su vida?”. No puedo responder a eso (a menos que diga “papá y mamá”) porque en cada recodo de mi existencia alguien me ha enseñado algo. Podían ser personas que estaban próximas a mí o muertos queridos, como Aristóteles, Santo Tomás, Locke o Peirce. En cualquier caso, he recibido enseñanzas no librescas de las que puedo afirmar, con toda seguridad, que cambiaron mi vida. La primera fue la de la señorita Bellini, mi maravillosa maestra de primaria, quien nos pedía preparar para el día siguiente algunas reflexiones sobre palabras determinadas (como “gallina” o “barco”), a partir de las cuales debíamos elaborar algún relato o fantasía. Un día, invadido por no sé qué demonio, dije que podría crear algo en el momento, a partir de cualquier palabra que me propusiera. Ella me miró desde su escritorio y dijo “libreta”. Dicho ahora, retrospectivamente, podría haber hablado de la libreta de apuntes del periodista, o del diario de viaje de un explorador salgariano, pero con jactancia me subí a la tarima y ni siquiera pude abrir la boca. La señorita Bellini me enseñó entonces que no hay que presumir demasiado de las propias fuerzas. La segunda enseñanza fue la que me transmitió don Celi, el salesiano que me enseñó a tocar un instrumento musical. Parece que ahora quieren consagrarlo santo (no por esta razón, que el abogado del diablo podría usar en su contra). El 15 de enero de 1945 fui a verlo lo más campante y le dije: “Don Celi, hoy cumplo trece años”. El me respondió, con tono áspero: “Muy mal aprovechados”. ¿Qué me quería decir con eso? ¿Que al llegar a esa venerable edad yo debía abocarme a un estricto examen de conciencia? ¿Que no debía esperar elogios por haber cumplido simplemente mi deber biológico? Quizás era tan sólo una manifestación del sentido piamontés de los modales, un rechazo de la retórica, incluso de la felicitación de rigor. Pero creo que don Celi sabía, y me enseñó, que un maestro siempre debe poner en crisis a sus discípulos, y nunca alabarlos más de lo necesario.
Después de esa lección, siempre he sido parco para elogiar a los que lo esperaban de mí, salvo casos excepcionales o hechos inesperados. Tal vez con esta conducta he hecho sufrir a algunos y así he desaprovechado no sólo mis primeros trece años, sino también mis primeros setenta y seis. Pero sin duda decidí que la manera más explícita de expresar mi aprobación era no regañar a nadie. Si no regaño, significa que alguien ha hecho algo bien. Siempre me han irritado expresiones tales como “el papa bueno” o “el honesto Zaccagnini”, que permitían pensar que los otros pontífices habían sido malvados y los otros políticos deshonestos. Juan XXIII y Benigno Zaccagnini hacían simplemente lo que se esperaba de ellos, y no había ninguna razón particular para felicitarlos por eso. Pero la respuesta de don Celi también me enseñó a no enorgullecerme demasiado por las cosas que hacía, aunque las hiciera bien, y, sobre todo, a no jactarme. ¿Eso significa que no hay que intentar ser el mejor? Por cierto que no, pero de manera extraña la respuesta de don Celi me reenvía a algo que dijo Oliver Wendell Holmes Jr. y que leí no sé dónde: “El secreto de mi éxito es que desde joven descubrí que no era Dios”. Es muy importante entender que uno no es Dios, y dudar siempre de los propios actos, y pensar siempre que no hemos aprovechado suficientemente los años vividos. Es el único modo de intentar pasar mejor los años que nos quedan. Me pregunto por qué me vienen a la cabeza estas cosas en estos días. Es que se ha iniciado la campaña electoral, y en estos casos, para tener éxito es necesario comportarse un poco como Dios, y decir de las cosas hechas, como el creador después de la creación, que eran “bastante buenas”, y manifestar un cierto delirio de omnipotencia declarándose capaz de hacerlas mejor (mientras Dios se contentó con haber creado el mejor de los mundos posibles). Pero no moralizo: para hacer una campaña electoral hay que actuar así… ¿Se imaginan a un candidato que les dice a los futuros votantes: “Aunque hasta ahora hice mal las cosas, y no estoy seguro de que las haré mejor en el futuro, les prometo que lo intentaré”. No sería elegido. Sin embargo, repito, no lo digo en el sentido de falso moralismo. Sólo que al escuchar los diversos programas de TV sobre los comicios, se me dio por pensar en don Celi.
(Traducción: Mirta Rosenberg)

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