martes, 12 de febrero de 2008

VIDA Y MUERTE, LA RUEDA SIGUE GIRANDO. (Cuento en 4 entregas)


Entrega 1
Sevilla era una ciudad con muchos mesones, que pese a su abundancia no daban abasto para satisfacer sus necesidades ya que era una de las comercialmente más importantes en la Europa de 1533. El tugurio donde estaban, igual a todos los otros: en su interior, semipenumbra; aroma a los guisos que hervían en los peroles colgados en la amplia chimenea; acre olor a marineros que saciaban su sed y su hambre, tan acre como el del humo de los leños que ardían en el hogar; las figuras de los parroquianos se agigantaban contra las paredes danzando al son de las llamas de leños y velas incrustadas en el cadalso de rústicas botellas cubiertas por el cebo que sangraban; bullicio tejido por susurros de secretos inconfesables, serias conversaciones de negocios; risotadas de truhanes; maldiciones de quién descubría la trampa a que pretendían arrastrarlo; gritos airados de algún pendenciero; risas histéricas de las meseras que alternaban su quehacer con caricias a probables clientes para otras funciones non sanctas, que susurraban requiebros y requerimientos sazonados por manos que recorrían sus cuerpos con soeces caricias; sones de algunas guitarras desgranando la triste alegría mezcla de la sobriedad castellana y la lubricidad de lo árabe que conformaban esa nueva simbiosis generada en el Al- Andalus, la que se hacía revoleo de faldas y brazos elevados al cielo contorneándose como sensuales víboras.
-Toma otro vino, Carlos -dijo Rafael a su amigo, sentados en una de las tantas mesas.
-Sí, porqué no- contestó Carlos llenando su cubilete- Pero será el último, debo ir a visitar a alguien que yo me sé- Una sonrisa se dibujaba en su rostro, enigmática y cargada de picardía, matizando con un dejo de ironía su perfil duro de aguilucho, acentuado por la cicatriz que desde un ojo se desbarrancaba sobre el pómulo para perderse en la negra barba que terminaba en punta, alargando un palmo su rostro- ¿Y tú, que harás?
-Si Vueseñoría no se enfada, tengo pan por amasar en la tahona que tu conoces, en Triana, y me quedaré allí hasta que el sol espante la noche- miró a su amigo y le guiñó un ojo. Ambos rieron, con alegría juvenil Rafael, y con aire misterioso Carlos.
Los dos, cuyos apellidos se omitirán para salvaguarda de sus estirpes, mozos que por sus modos y ropas denostaban su acomodada alcurnia, retornaron a reír, chancearon, terminaron el vino de sus cubiletes y se retiraron entre crujidos de sillas sobre el piso de laja, tintineo de espuela en las vainas de las toledanas y saludos al patrón, a alguna moza de servicio, y a parroquianos conocidos.
Al salir el airecillo del Guadalquivir les castigó el rostro, obligándolos a embozarse en sus capas, y ajustarse los sombreros de anchas alas, mientras se adentraban en la calle, verdadero túnel de sombra horadado de tanto en tanto por la luz de algún candil en una ventana enrejada, o los brillos de la luna en el Guadalquivir que corría más allá del arenal.. Caminaron unos minutos charlando mientras esquivaban a los numerosos transeúntes, apenas sombras desdibujadas por sombreros y capas, discurrían en las penumbras dejando tras de si murmullos componiendo un orfeón de dulces notas en hebreo y árabe; compases más conocidos de idiomas romances, y tonos más duros que sonaban a lenguas germánicas; verdadero muestrario del cosmopolitismo de la ciudad donde se traficaba la mayoría de los bienes que iban y venían del Nuevo Mundo. Al llegar a la altura de la Torre del Oro, ambos se separaron, cada uno en pos de los placeres que tenían en mente, Carlos en dirección del Alcázar y Rafael en busca del muelle donde tomar un bote que lo llevara a Triana, en la otra orilla del río. Rafael caminó siguiendo el arenal del Guadalquivir, y mientras caminaba su pensamiento estaba fijo en la dueña de la tahona, viuda joven que lo había envuelto en la red tejida por sus ojos moros, su espigado cuerpo carenciado de cariño que buscaba con ansiedad el agua capaz de apagar el fuego de su carne ansiosa.
Mientras la figura de la tahonera brillaba en la noche de sus ansiedades guiando sus pasos con el ardor de sabores ya catados, un relámpago centelló, estalló como un chispazo y le hizo cambiar su rumbo... ¡El anillo! El anillo que había comprado para iluminar aquel encuentro y que impensadamente había dejado en su casa, en la parroquia de La Blanca, próxima al alcázar. Abandonó el sendero próximo al río y se dirigió a su vivienda, vieja construcción con ínfulas de castillo, donde reinaba como jefe de familia, pese a sus cortos 23 años, desde el fallecimiento de sus padres.
A paso vivo llegó al portón de la casona, horadado bajo una piedra armera donde campeaba el blasón de su linaje, y cuando sacaba la llave de su escarcela vio una luz, tenue fantasma de algún solitario candil, en una de las ventanas del piso alto, habitación del único familiar que lo acompañaba en la casa paterna, su hermana, Dña. Isabel. Pensó en una enfermedad y recorrió presuroso la galería superior, y con suavidad para no despertarla en caso de que hubiera logrado conciliar el sueño, se introdujo en la habitación. (Continuará- Las entregas se harán los miércoles y domingo)
Octavio Ochoa

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