Por Abel Posse
En una bochornosa tarde de febrero de 1938, precisamente el viernes 18, un hombre de traje marrón, con rancho de paja y camisa rayada, viajó en tren desde Retiro al Tigre. Allí tomó la lancha Egea, de helénicas reminiscencias, hasta el recreo El Tropezón, en la desembocadura del canal Arias, sobre el Paraná de las Palmas. El hombre llevaba su portafolio de poeta y un extraño paquete envuelto en papel de diario. Algo había comprado en alguna ferretería.El hombre aparentaba la sesentena que tenía, con sus anteojos de borde de metal que denunciaban al lector, al intelectual caído en el verde exuberante y ocioso del Delta. Ese hombre determinado y terminal era el mayor poeta en nuestra lengua.
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