miércoles, 20 de febrero de 2008

VIDA Y MUERTE, LA RUEDA SIGUE GIRANDO. (Cuento en 4 entregas)


Entrega 3
-Como te llamas muchacho- le dijo.
-En España tenía nombre pero aquí me conocen como Juan Enriquez, mi capitan.
-No quieres un alferazgo, soldado- dijo D. Diego satisfecho por el aspecto del mozo.
-No señor- contestó el ahora Juan Enriquez- Anhelaría algo menos que lo ofrecido por Vuesamerced.
-¿Y qué ambicionas, muchacho?
-Ser verdugo, señor capitán- respondió Juan, ya que por sus sesos se le había pasado la idea de que no sería extraño que en semejante revoltijo de sangre en que se encontraba el Perú, su ofensor, que seguramente por su carácter revoltoso debería estar liado en la lucha, podría caer en sus manos para ser ajusticiado.
-Si eso es lo que deseas, sea- dijo Centeno- Desde ahora eres Verdugo Real, y para comenzar córtale la cabeza a los diez prisioneros que tal merecen. Ya te los traerán.
Y así fue como Juan Enríquez se inició en su nuevo oficio, al que se dedicó con seriedad y profesionalismo, incluso poniéndole creatividad y estilo, ya que antes de comenzar su primera faena, recordó que en su cofre tenía un viejo alfanje árabe de la guerra de Granada y que había sido conservado por su familia como recuerdo de su participación en las jornadas de la Reconquista, y con ese acero desempeñó la tarea, imaginando que cada ajusticiado era el causante de su deshonra, obrando sin maldad, ni cargo de conciencia. Incluso y como producto de su creatividad, ideo desde su primera decapitación una técnica propia la que luego se extendió por todo el Perú; la de decapitar de parado, teniendo al reo por los cabellos con la mano izquierda y cortando la cabeza de un solo golpe de alfanje con la diestra.
El tiempo pasó y Juan Enriquez decapitó con destreza y sin remordimiento cabezas de todos los bandos, ya que la suerte era errática en la política de esos reinos, pero el Verdugo Real seguía siendo el mismos; ¿por qué?, muchos opinaban que era tan diestro en sus decapitaciones que todos los caudillos se preocupaban porque continuara en su cargo, por si alguna vez les tocaba a ellos, cosa que no era nada difícil en tiempos tan revueltos. Por el filo de su alfanje pasaron grandes señores: D. Gonzalo Pizarro hermano del Marqués; D. Francisco Carvajal, más conocido como “El Demonio de los Andes”, el que al enfrentarlo en el cadalso se negó a vendar sus ojos y le dijo “Maese Juan, en el fondo somos de la misma profesión, hazme un corte como de barbero a barbero”, y como decíamos el tiempo pasó, rodaron las cabezas y él vivió recluido en su honra lastimada, apañado sólo por el asco que inspira un verdugo al resto de los semejantes, y a la vez el respeto que ser instrumento de muerte de la justicia inspira entre justos y pecadores. Un día como cualquier otro en que debía ejercer sus funciones, subió al cadalso enfundado como siempre en negro jubón cubierto por su tradicional delantal de rojo cuero. En una mesa en el lateral del tablado, sobre una pieza de terciopelo negro, brillaba como siempre su tradicional herramienta de trabajo, el antiguo alfanje árabe y el guante derecho que acompañaba siempre su tarea protegiendo la mano que blandía el espadón. ¿A quién debería decapitar esa tarde?, no lo sabía como siempre sucedía, ya que los hombres de la justicia conocían su modalidad y evitaban decirle quién sería su cliente para ahorrarse tener que escuchar: “Señores, dejadme que la suerte me sorprenda”. Como siempre inspeccionó con profesionalismo el filo del alfanje y satisfecho se calzó el guante, y con tranquilidad condimentada con unas gotas de soberbia propia de quién era Verdugo Real, recorrió con su mirada el aspecto imponente que presentaba la Plaza Mayor de Lima, deteniendo por un instante su mirada en lo alto de la picota, clavada desde la fundación de la ciudad al lado del cadalso, que lucía en su tope tres jaulas con otras tantas calaveras buriladas por el tiempo y los buitres en las cabezas obras de su arte y del acero moruno, y hasta le pareció que los cráneos parloteaban entre si y dirigían algunos párrafos a él, su hacedor: “Vamos Enriquez, no falles en el primer tajo, majo” - dijo una, contestando otra; “A ver si lo haces tan bien como conmigo”- intervino otra, “Ja, me parece que te tiembla el pulso, jabato”- terció la más desdentada; frases que en su imaginación eran seguidas por risotadas acompasadas con la música de castañuelas de las mandíbulas batidas contra los cráneos. Enriquez sonrió en un gesto mezcla de ironía y orgullo profesional, y les contestó mirando las calaveras con gesto desafiante, acompañado de una histriónica reverencia: “Brindo a Vuestras Señorías, esta faena” para sorpresa de la multitud que llenaba la plaza, y de los alguaciles que se encontraban en el estrado, que luego de unos instantes trocaron su estupor en sonrisas que terminaron en una risotada general.(Continuará- Última entrega el domingo)
Octavio Ochoa

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