domingo, 24 de febrero de 2008

VIDA Y MUERTE, LA RUEDA SIGUE GIRANDO. (Cuento en 4 entregas)


Entrada 4 (y última)
Un toque de trompeta anunció la entrada a la plaza del carro tirado por bueyes que conducía al reo. La chusma como siempre lo abucheó, arrojándole todo tipo de hortalizas e inmundicias que el hombre de manos atadas a la espalda, alto y altivo, no se ocupó en esquivar, proceder que no imitaba el religioso a su lado.
Llegó el carruaje al pie del cadalso y el condenado, sin demostrar temor alguno, saltó con agilidad a tierra, desprendiéndose con gesto brusco de los corchetes que pretendían aprisionarlo, para subir con paso ágil la breve escalera que lo llevaba a su destino, para plantarse frente a Juan Enriquez y mirarlo a sus ojos. Tremenda fue la sorpresa de ambos cuando sus miradas se cruzaron.
-Hermano Rafael, haz un buena faena- dijo Carlos mientras se negaba a que le vendaran los ojos, torciendo la boca con la sonrisa irónica que siempre lo había caracterizado.
-Descuida Carlos, cuando nos encontremos en el Paraíso no tendrás de que quejarte- contestó el verdugo a la vez que, cambiando su costumbre, lo tomó de la barba y levantándole la barbilla le rebanó limpiamente la cabeza, la que mostró a la multitud, que como siempre había cambiado el blanco de sus abucheos: ahora los dardos verbales eran para hombre del alfanje.
Una rara sensación sintió Rafael; cuando la sangre le baño el delantal, como si hubiera sido un baño purificador; en un sólo instante se había quedado sin odio y sin razón de vivir.
A partir de aquella tarde nada volvió a ser lo mismo para el Verdugo Real; siguió ejecutando su función con el profesionalismo de siempre, pero ya estaba seguro que nunca más la suerte lo sorprendería; realmente su vida se tiño con el gris del tedio, no tenía más razón para seguir en el Perú, y un buen día se embarcó para el Darién, cruzó el istmo y nuevamente en la flota convoyada por buques de guerra, emprendió su retorno a Sevilla. Esta vez la travesía se hizo con buen tiempo, pero no se salvaron del enjambre de piratas ingleses los que suscitaron numerosos combates con los buques de guerra, los que si bien en general los pusieron en fuga, no pudieron evitar que un galeón con importante carga fuera robado por aquellos depredadores que quizás por su éxito recibieran algún título de nobleza.
Ya en Sevilla Rafael arregló en primer lugar lo concerniente con la casa paterna, y unos días después, acompañado por Maese Juan marchó a la encomienda, donde encontró todo en orden pese a los veinte años de ausencia. El olivar bien cuidado, la almazara arrancando de las aceituna el oro de su aceite, y la dehesa con el ganado bien dispuesto. Le llevó todo un día recorrer sus posesiones, merendaron con Juan en una alameda y recién al anochecer regresaron a la casa de encomienda, donde lo esperaba su cena. Un mozo espigado recortó su figura en la puerta de entrada al comedor, y pidiendo permiso se acercó a la mesa a la que se había sentado Rafael.
-Buen olor tiene este potaje- dijo Rafael observando el plato que el mozo colocaba a su frente.
-María es buena cocinera, Vuesa Merced- dijo el mozo atrayendo con sus palabras la mirada de su amo.
-¿Cómo te llamas?- preguntó Rafael.
-Carlos, señor.
-¿Y tú de donde sales, Carlos?- dijo el indiano, que observaba con detenimiento al joven, alto, de buena planta, rostro alargado y nariz ligeramente aguileña, que lo miraba con respeto pero sin mostrar cohibición alguna ante el encomendero.
-Las monjas me dijeron que fui dejado en el torno del Convento de Clausura; ellas fueron las que me dieron nombre, me criaron hasta los cinco años y después el capellán del convento, el buen padre Mario me trajo a la encomienda y me dejó a disposición de Maese Juan y su mujer, quienes me han criado prácticamente como un hijo, señor; ¡si hasta me han hecho aprender a leer y escribir! -¿Cuántos años tienes, Carlos?
-Cerca de veinte Vuesa Merced.
-¿Y como te apellidas?
-Las monjas me pusieron Expósito, por haber sido dejado en el convento, D. Rafael.
-Dile a Juan que venga.
Cuando el mozo salía de la estancia, Rafael dejó caer su cabeza entre las manos, quedando con los ojos cerrados perdido en sus pensamientos.
-Ordene D. Rafael- la voz de Juan lo sacó de sus elucubraciones.
-¿Aún existe el arcón donde dejé algunas pertenencias mías?
-Tal cual lo dejó Vuesa Merced.
-Ve y me traes de él un acero toledano, aquel al que hice hacer una vaina porque lo tenía sin ella, los últimos días ante de viajar a Indias- dijo Rafael, y volviéndose al joven le preguntó- ¿Te disgustaría venirte conmigo a Sevilla?
-No, pero sepa Vuesa Merced que aprecio mucho a Maese Juan y su mujer que son como padres para mí.
-Me imagino muchacho, pero he decidido adoptarte y darte mi apellido y todas las prerrogativas de hijo. Esto no quiere decir que debas cortar tu relación con Juan y su mujer, Carlos, y además...- la frase quedó trunca por la entrada de Juan portando una espada.
-Mira esa espada... ¿Te gusta?
-Vaya Vuesa Merced, claro que me parece magnífica- dijo el mozo que la había desenvainado y probaba su temple arqueándola contra las lajas del piso.
-Lee lo que dice en su hoja.
-“Soy de Carlos y en su temple me fío”- dijo el mozo, y levantó sorprendido su mirada hacia D. Rafael- ¿cómo es esto, señor?- preguntó atónito.
-Cosas del destino, hijo. Bueno, prepárate que ahora mismo salimos para Sevilla.
Octavio Ochoa (a) “El 88”

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