sábado, 11 de octubre de 2008

EN BUSCA DE ATAHUALPA YUPANQUI


AdnCULTURA. La Nación, Buenos Aires, Argentina, 11Oct08
Tras dos años y medio de trabajo, quien firma este texto acaba de publicar En nombre del folclore (Emecé), en el que recorre la vida del primer cantautor de la Argentina moderna, un hombre que se fundió con la cultura anónima del país
Por Sergio A. Pujol
Para LA NACION


"Querida, acabo de matar a Yupanqui." Así, con estas palabras, mi mujer se enteró de que había terminado de escribir En nombre del folclore (Emecé), mi biografía de Atahualpa Yupanqui. Dos años y medio fatigando a mi familia con una andanada de milongas, zambas y vidalas. Dos años y medio contándoles la historia de "El arriero" y "Luna tucumana" y describiéndoles, una y otra vez, la noche en la que don Ata salió a un escenario parisino de la mano de Edith Piaf. El tema se me había impregnado de tal manera que hasta empecé a hablar como un gaucho zen, consustanciado con una sabiduría de la que, al menos hasta el momento en que decidí cuál sería el tema de mi nuevo libro, me había sentido algo lejano.
Durante los años de la investigación no suspendí mis fervores jazzísticos ni dejé de solazarme con la melancolía del tango, pero todo lo que no fuera folclore, o más específicamente Atahualpa Yupanqui, pasó a un segundo plano. Durante las horas más productivas del día, los versos y melodías de don Ata me sitiaron, y yo feliz de la vida, buscando -¡y encontrando!- documentos inéditos, cartas privadas, viejos recortes de diarios que nadie recordaba y, entre otras fuentes, perlas de una discografía y una bibliografía amplias y algo escondidas. Tiempo completo para el payador perseguido, el primer cantautor de la Argentina moderna, el hombre que fundió su vida en el magma de una cultura anónima, para emerger de esa fundición como la encarnación de todo un género.

Contar una vida
Mi entusiasmo a la hora de investigar debió, no obstante, lidiar contra una serie de dificultades. En principio, en mi condición de investigador del Conicet tuve que justificar en términos científicos las razones del trabajo. Al respecto hice lo que pude, confiando en que mis pares sabrían tolerar mis veleidades de escritura "menor", puntualmente camufladas en los informes de avance del trabajo, ahí donde habita el material "duro" en el que suelen basarse mis libros. En general, la biografía como especialidad o género no cuenta con mucho prestigio epistemológico, al menos en la Argentina. En una reciente entrevista, Tulio Halperin Donghi definió la biografía como una historia sin problemas. La verdad es que me sentí un poco tocado. Sin ánimos de polemizar con el gran historiador argentino -no me da la talla para eso-, me pregunto a qué biografías se refería Halperin Donghi. Seguramente no a la que Peter Gay escribió sobre Freud. Ni a la que Herbert Lottman le dedicó a Camus.
Sin volar tan alto, puedo asegurar que el trayecto que va de la elección del personaje al libro terminado estuvo cargado de problemas. Pequeños problemas, quizá no los que se formula quien desee entender el funcionamiento de una sociedad o los traumas de un país, aunque algo de eso pueda vislumbrarse desde el caballo de Troya con el que un género "menor" penetra en el pasado. Veamos. Eso de "acabo de matar a Yupanqui" fue dicho en sentido figurado, pero no demasiado figurado. Había que elegir: o moría él o moría yo en la prosecución de la biografía perfecta. Pero al exclamar, entre la pena y el alivio, que acababa de matar a Yupanqui, quise también significar que había narrado su final, esa potestad divina que tiene todo biógrafo. ¿Cómo contar el momento en el que el poeta se pierde en "el gran silencio", como a él le gustaba decir? Bueno, ése es un típico problema de biógrafo.
En los casos de las biografías de escritores, músicos y artistas en general, existe un número limitado de momentos clave que el autor no puede ignorar. Son los que luego sobresalen en la textura de la historia, como ese punctum que Roland Barthes describió a propósito de la fotografía. Un lector ducho en biografías podrá determinar, a partir de cómo han sido resueltos esos nudos de la reconstrucción vital, si está ante una labor exhaustiva o ante alguna de esas penosas biografías noveladas.
Obviamente, están el nacimiento, el primer amor, la llegada de los hijos -si los hay- y la muerte. En esto, el biografiado ilustre no se diferencia mucho de cualquier terrícola, si bien brotarán de cada hecho cotidiano exhumado hilos invisibles que conducirán -discúlpenme los estructuralistas- a las obras o, para decirlo en términos menos románticos, a la producción cultural. Luego habrá que referirse a los hechos de dominio artístico: la primera publicación, grabación o concierto, la primera gran crítica -que a veces es negativa, como enseña la leyenda negra de los críticos-, el compromiso político o su ausencia, y el momento del ocaso, triste revelación que sólo evitan los que mueren jóvenes como Jimi Hendrix o los se retiran temprano como Greta Garbo.
Atahualpa Yupanqui hecho personaje no escapó a ninguno de estos casilleros. Lo que en realidad hizo fue complicarlos, llenarlos con datos superpuestos -era extremadamente preciso en la remembranza de nombres y lugares pero confuso con las fechas-, como si en verdad Héctor Chavero y Atahualpa Yupanqui fueran dos o más personas. "Tengo a veces la impresión de haber caminado durante siglos, en todas las praderas y en todas las montañas del mundo." Esta bellísima confesión -rara vez Atahualpa habló de un modo que no fuera fundadamente poético- revela, si no el misterio Yupanqui, al menos su carácter.
Casi no hay episodio relevante de su vida sobre el que no existan versiones distintas o acerca del cual falten pruebas, como en una leyenda. Nació en los campos de Pergamino, pero existe una creencia -sólo eso, claro- de que vino al mundo entre vecinos de Francisco Madero. Dijo haber terminado el secundario en Junín, aunque no hay registro de que así haya sido. Se afirma que fue "telonero" musical en la transmisión radial de la pelea Firpo-Dempsey de 1923, pero él aseguraba haber llegado a Buenos Aires por primera vez en 1927 o 1928. Cada uno de sus varios amores fue un "primer amor", a juzgar por la retórica que empleaba en su correspondencia sentimental. Fue padre cinco veces, aunque sólo asumió una paternidad plena con el hijo que tuvo con su querida y admirada Nenette.
Grabó cientos de discos y viajó incansablemente por la Argentina y el mundo, pero nunca se preocupó mucho por tener "una carrera artística". Durante el boom folclórico de los años 60 fue objeto de devoción, a la vez que se lo excluía del circuito de actuaciones. Pasó entonces por el ocaso dos veces: de la primera emergió con la bendición del éxito en París, luego irradiado a escala planetaria, para cobrar así una segunda y brillante vida.
Fue radical de Yrigoyen y luego comunista de Stalin; por ambos compromisos fue castigado con el ostracismo y, durante el gobierno de Perón, con la cárcel y la tortura, para dolor propio y de sus miles de seguidores, muchos de ellos peronistas. Después de alejarse del PC, profesó una suerte de humanismo libertario, aunque para la derecha siguió siendo "ese viejo comunista"; para los comunistas, un traidor, y para los peronistas, un gorila. Cosas de la Argentina.
En alguna medida, sus canciones nos representan a todos, pero en términos artísticos él fue un solitario empedernido, casi un Vito Dumas de la cultura argentina. Enfrentó a los auditorios más diversos y exigentes -hizo incontables viajes a Japón, donde lo adoraban- sin otro acompañamiento que el de su guitarra y sin cantar jamás en otra lengua que no fuera su castellano acriollado. En un mundo saturado de ruidos y distracciones, él pudo hacerse oír con una voz pequeña y una guitarra intimista. ¡Qué proeza! La imagen de Atahualpa ya viejo, con la digitación defectuosa y la voz disminuida, nunca llega a ser patética.

La invención del folclore

Como puede verse, su vida no fue un apacible galopar rumbo al gran silencio sino un viaje más bien turbulento y crispado. ¿Qué hacer con eso? Como aquel investigador de Junín al que sólo le interesa el Atahualpa de los primeros años -es decir, no Atahualpa, sino Héctor Chavero-, uno bien podría concentrarse en algún tramo de esa vida fascinante. Pero, al menos esta vez, el tamaño de mi esperanza fue enorme, y por eso intenté unir con cierta coherencia todas las facetas y períodos de quien supo escribir, cantar y tocar la guitarra en nombre del folclore argentino. En el proceso de hilvanado de tanta documentación y tanto testimonio, corroboré la sospecha de que a Yupanqui siempre lo recordamos viejo, como a Borges.
A propósito de esto último, quiero compartir una pequeña anécdota de la producción del libro. Cuando anduve por San Miguel de Tucumán rastreando las huellas de una etapa decisiva -les adjudico a los años tucumanos de Yupanqui su adscripción al comunismo y la creación de sus mejores canciones-, descubrí en el archivo del diario La Gaceta una foto prácticamente desconocida de un joven Atahualpa concentrado sobre su guitarra. Debía de ser de 1935 o un poco más tarde. Para mí, y también para el diseñador del Grupo Planeta, Mario Blanco, ésa era la tapa del libro: una fotografía nunca vista atrae a todo lector en busca de rarezas y revelaciones. Sin embargo, después de una consulta interna, llegamos a la conclusión de que muy pocos reconocerían en el guitarrista casi debutante al maestro del folclore. Y yo había escrito una biografía, no un ensayo sobre folclore. Había, entonces, que recurrir, una vez más, a un Yupanqui maduro, ya más cerca de la leyenda que de la Historia. En mi investigación, en cambio, puse todos los esfuerzos en llegar a ese Yupanqui joven, base invisible pero esencial del que vino más tarde.
Era evidente que para convertirse en la autoridad máxima de un género musical, asumiendo a puro talento la representación de prácticamente todas las provincias (una proeza extraña y en verdad poco "folclórica"), Atahualpa tuvo que transitar un peregrinaje enorme, tanto en kilómetros como en experiencia. (Hoy que la fama se gana y se pierde súbitamente, quizá cueste entender un proceso de maduración artística que mucho se parece a una ascesis.) Después de observar como un etnógrafo cada rasgo de lo anónimo, terminó por situarse él mismo en ese sitio inefable. Podríamos decir que su mímesis superó cualquier original: el explorador ocupó el lugar de lo explorado y Héctor Chavero devino folclore. Aquí tienen, a modo de adelanto, una de las conclusiones a las que arribé en mis dos años y medio de vida con Yupanqui. Una conclusión que, si se me permite el tono militante, sólo se puede lograr por el camino de la biografía.

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