viernes, 24 de octubre de 2008
HISTORIA Y NOVELA
La Nación, Buenos Aires, Argentina, 24Oct08
Por Marcos Aguinis
Para LA NACION
El arte no sólo ha provisto de infinitas riquezas al mundo, sino que lo consuela de sus desgracias. Por eso, ante la angustia universal del temblor financiero, me ha parecido conveniente ofrecer un interludio y dedicar mi columna a una de sus expresiones más notables: la novela. Seguro que los enervantes acontecimientos del presente recibirán aportes ficcionales del más variado matiz. Hechos que huracanean por los medios de comunicación y pensamientos que vacilan en la intimidad de cada mente son semillas de narraciones que ya deben estar germinando en las sinapsis de muchos artistas. Vuelve a confirmarse que la realidad supera a la imaginación, pero la imaginación nunca deja de proveerse de un madero real para flotar sobre el mar embravecido. Algunos lo encuentran más rápido y hasta dan con un madero muy robusto. Algunos llegan con él hasta la orilla, otros se hunden impotentes. Pero, ¿qué diferencia existe entre la novela y el informe periodístico, o entre la novela y la ciencia histórica? El periodismo y la historia deben referirse a las evidencias; la novela, en cambio, las corrige. Esto no significa que el periodismo y la historia brinden siempre la verdad irrefutable, pero se espera y desea que su esmero intente aproximarse a la verdad de los hechos. La novela, en cambio, pone luz sobre oscuridades que ni el periodismo ni la historia pueden iluminar, porque funciona de otro modo. En efecto, la novela se basa en una ilusión. No en la alucinación, que carece de objeto. La novela siempre, como la perla, tiene un grano concreto inicial. No se refiere a cosas ajenas al hombre, sino a cosas donde cada hombre puede encontrar algo que lo conmueva o identifique o haga reflexionar. Se funda en un pacto tácito entre el autor y el lector, que marchan juntos en una bella conspiración que modifica la realidad, creando otra, más rica, más comprensible, más tierna o más cruel. Con esta nueva realidad ?sobre ello ha insistido Mario Vargas Llosa? nuestra única vida tiene la opción de multiplicarse por mil. Gracias a la novela experimentamos aventuras, sensaciones, riesgos, heroísmos y miserias que nos compensan del derrotero pobre y limitado de nuestra única existencia. Provee alas al espíritu, impulsa sueños y ensueños, nos hace más libres y menos prejuiciosos, aumenta la capacidad de comprensión. Es un estímulo potente de la libertad. Quien no lee novelas se priva de un gran placer, pero también se desenchufa de la usina que llena de brillos al lenguaje y el pensamiento. Por eso debemos reconocer que la Inquisición tuvo buen olfato al prohibir que ingresaran en nuestro continente las novelas. Sabía que en sus páginas laten gérmenes de subversión, el pensamiento emancipado, la pluralidad de enfoques. En la raíz de toda novela vibra la inconformidad, el deseo insatisfecho. Sus páginas procuran superar esa falencia, pero nunca lo consigue del todo. Por eso es un manantial que jamás se seca. Y mueve siempre la renovación. Como dije al principio, se basa en guijarros de la realidad concreta. Pero los mira de otro modo, ve aspectos que nadie había descubierto antes, incorpora ingredientes amontonados en la memoria, juega con sentimientos y conflictos, escucha los susurros de la fantasía. En toda novela existen elementos autobiográficos, y quien lo niega, miente. Pero no corresponden a la vida concreta del autor, sino a todo aquello que ingresó en su mente, sea porque le gustó o disgustó, porque quiso y no pudo, porque lo escuchó, vio, intuyó, amó o despreció. Su sensibilidad le inunda de humo mágico la cocina creativa y puede describir escenarios que nunca pisó con más exactitud que una fotografía. Confieso que me ha sucedido a menudo. Narro un par de anécdotas: después de publicar La gesta del marrano, en Tucumán me ofrecieron llevarme a Ibatín, el abandonado emplazamiento del primitivo Tucumán, donde había nacido el personaje de esa novela histórica, porque les había dicho que jamás había andado por allí. Durante el viaje, me sobrevino la agitación culposa de haberla descrito en forma errada, con los escasos materiales consultados y el predominio de mi imaginación desenfrenada por un argumento que no me dejaba dormir. Mi agitación se transformó en perplejidad al ver que la temperatura, la vegetación, el sonido del río cercano, los colores pastel y el aroma dominante correspondían a lo escrito, como si me hubiera dictado alguien que pasó años en ese lugar. Me volvió a suceder con La pasión según Carmela. Estudié con prolijidad mapas y fotos, leí crónicas y escuché a testigos, pero jamás visité Cuba. Muchos lectores no lo creen e insisten en preguntarme cuándo estuve ahí y cuáles fueron mis verdaderas peripecias. Cuesta aceptar que la imaginación es el instrumento secreto, poderoso ?y travieso? de un novelista. Crea realidades nuevas y, a veces, dibuja las existentes con cartabones de academia. Por eso, es frecuente que muchos lectores pregunten si lo contado en una novela "es cierto", si los personajes "son reales". Esas preguntas revelan que el lector aceptó la construcción ficcional, que el pacto entre él y el autor funcionó bien porque los dos navegaron abrazados en la misma ilusión narrativa. Es cierto que, como en toda ilusión, existen datos de la realidad que ayudan a proveer la carnadura de los tramos imaginativos. La narración teje un tapiz donde resulta difícil desbrozar lo factual, porque incluso lo factual es objeto de permanentes y hasta magníficos ajustes.
Los días finales de Bolívar, por ejemplo, no son como los describió García Márquez, sino como García Márquez los fantaseó a partir de documentos, modificados con habilidad, por orden de sus sentimientos y deseos. Tampoco esos días fueron tales como los describieron Emil Ludwig o Salvador de Madariaga. Estos fueron historiadores y biógrafos, no novelistas. Revisaron con paciencia los documentos, pero han diferido en su lectura e interpretación, motivada por la perspectiva personal que tenían del prócer. Se los puede cuestionar y hasta refutar en muchos párrafos. Los historiadores son distintos unos de otros en cada generación y todos ellos distintos de las generaciones anteriores, aunque se basen en los mismos datos. Pero nadie con criterio puede refutar una novela, aunque pertenezca al género histórico. Sería absurdo señalar los errores de obras clásicas de la literatura, algunas de las cuales han sido más frecuentadas que los estudios eruditos. El cardenal Richelieu no fue como lo pintó Alejandro Dumas, ni las guerras napoleónicas como las narró Tolstoi. Borges hasta llegó a brindar fuentes apócrifas, en su afán de vencer ese absurdo. En conclusión, la obra histórica falla cuando ignora evidencias. La novela falla cuando no consigue convencer de que su mentira es una suerte de extraña verdad. En la novela el desorden de la vida adquiere orden. Ese orden es invención. Aunque el relato se interne en los vericuetos de la innovación formal, el tiempo adquiere un recorte preciso. Pretende lograr efectos y apela a recursos variados como el Viaje a la semilla, de Alejo Carpentier, que empieza con la muerte de un anciano y continúa hasta la gestación en el útero materno. O simula un eterno presente, como en las ficciones de Beckett, o intenta una mezcolanza de pasado, presente y futuro. Pero siempre lo hace con perspectiva y responde a una coherencia. Efectúa una rectificación que se sintetiza en la palabra "contar". No se excluye de esta ley el "nunca jamás" o la ciencia ficción, porque sucesos que se describen en el año 3000 son aceptados por el pacto del autor y el lector como si se los leyese dos, cinco o mil años más adelante. Siempre se hace referencia a lo ocurrido, aunque haya intentos por quebrar esa regla. Se la llama narración ucrónica, sin tiempo. La utópica, en cambio, no tiene un lugar preciso y ha sido más utilizada. La novela ucrónica pretende desafiarnos con hechos que no han sucedido: Alejandro Magno orientó sus ejércitos hacia el oeste de Europa, en lugar de dirigirse al Asia; Aníbal entró en Roma y la destruyó; Juliano consiguió restablecer el helenismo pagano sobre el cristianismo incipiente; los musulmanes vencieron a Martel y completaron la conquista de Europa en el siglo IX; Hitler tuvo éxito como pintor y no se metió en política, y así hasta el infinito. El mexicano Fernando del Paso viene en mi ayuda con algunos buenos ejemplos de narraciones ucrónicas que acaba de publicar en la revista Letras Libres. Winston Churchill firmó un cuento sobre lo que hubiera pasado con la Guerra de Secesión si el general Lee no hubiera ganado en la batalla de Gettysburg. El ingenioso Chesterton fantaseó sobre las consecuencias de un presunto casamiento entre los católicos Juan de Austria y María Estuardo. Philip K. Dick describió el triunfo de los alemanes y japoneses en la Segunda Guerra Mundial, y la aparición en ese momento de una novela ucrónica que narra su rendición incondicional ante los Aliados, como de verdad sucedió, enrollando un bucle digno de Borges. Fernando del Paso se pregunta qué hubiera pasado si Zapata no hubiera sido asesinado y terminaba su vida en el jolgorio de París, junto a su amigo Patiño, rey del estaño. Entonces el subcomandante Marcos no hubiera sido subcomandante, ni zapatista, ni siquiera se hubiera llamado Marcos. "Por supuesto, la Historia nos engaña siempre, pero uno siempre la perdona, porque cada uno de sus amantes estamos convencidos de que es a los otros amantes a los que miente, no a uno. En cambio la historia ucrónica nos miente a todos por parejo", sentencia del Paso. Por talento que se tenga, es difícil hacer funcionar el pacto autor-lector mediante la ucronía. Por eso es una técnica poco aceptada. En cambio, funciona cuando se corrigen los elementos germinales de una historia o se llenan sus huecos o se elige alguna de las versiones conflictivas, sin imponer una ilusión ucrónica que apenas conseguiría mantenerse en pie debido a las convicciones del lector. CIERTAS narraciones han sido tan insistentes, que se las tomó como verdad histórica. Son literatura y son historia. La Ilíada y la Odisea, así como los múltiples relatos de la Biblia fueron creídos a pies juntillas, luego descalificados como fantasías y por fin objeto de confirmaciones. En el imaginario colectivo hay relatos que tienen más poder que las evidencias. Por eso nadie puede dejar de reconocer a Don Quijote y Sancho Panza. Shakespeare ?"el creador del hombre", según Harold Bloom? nos dejó obras inspiradas en muchas historias distorsionadas con enérgica libertad, y son más creídas que la misma historia, porque nos abren a los secretos del alma, sus rencores, miedos, deseos y fantasmas. La literatura ficcional muestra desnudo, con impúdica eficacia, al esquivo ser humano.
(Nota de Clave 88: lamentamos que por alguna causa en el texto figura al Grl. Lee como Jefe de la Unión, cuando fue el Jefe del Ejército de la Confederación, y por lo tanto nunca ganó, "en la realidad" la batalla de Gettysburg". No obstante, ese error que no podíamos ignorar al publicar la importante nota, no desmerece para nada el fondo de la cuestión que se trata.)
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