domingo, 24 de junio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 2)
Pensaba que sólo vibro al son de la sinfonía que componen los mil matices del poder, ese instrumento hipnótico, embriagador, erótico; su evocación hace aparece en mi fantasía el cuerpo atlético de Tammuz, mi hermano, el único ser que me hizo temblar de placer entre sus brazos, hasta la locura... Su recuerdo, los gemidos de goce que juntos exhalamos, retornan para hacerse cálido vaho y estoy segura que me harían ruborizar, si de piedra no fuera.
Y me ruborizaría no por mi entrega a la pasión, sino el pensar que alguien me pudiera haber visto ablandar mi fortaleza, desfallecer, no ser yo la dominadora, para entregarme por entero a la voluntad de aquel que me poseía... Tal vez fueron esos eternos momentos de brutal y sabio apareamiento los que hicieron surgir en mi mente la idea de agregar a mi culto la entrega sexual como un rito más, para lo cual doté a mis santuarios de lujosos lupanares donde jóvenes de ambos sexos, mis sacerdotes y sacerdotisas, bendecían con la entrega de sus cuerpos y la posesión carnal, a los hombres y mujeres que llegaban hasta mí para adorarme...
Pese a ser una diosa me confundo cuando hurgo en la neblina de mi memoria eterna; allí se mezclan en horrible confusión lo que sé desde siempre por mi condición divina, con las vivencias que por mis pétreos sentidos penetraron hasta mi alma de estatua, durante mi larga vida de piedra antropomorfa...
Es tal la maraña en que me debato, que en algunas de mis ensoñaciones atisbo una partición, difusa pero partición al fin, labrada por el escoplo que me liberó de la roca. Antes, absolutamente diosa... después... después, no me atrevo a decirlo, pero es como si algo de mi deidad se hubiera evaporado, como si se hubiera perdido arrastrada por las lascas que caían a mi derredor y por el baño de las aguas del tiempo... Siento como si hubiera dos eras; un antes omnipotente, y un después atisbado por pupilas de piedra... Y en el medio, separando dramáticamente ambas eras, el escoplo del cantero... escoplo que yo misma impulsé cometiendo el gran error en el que antes meditaba. Esa percepción lentamente se hizo lucha en mi interior: ¿por qué mi impulso de llamar liberador al artesano autotitulado artista?... ¿de qué me liberó?... ¿de mi gloria plena, condenándome a mera representación de mi esencia?, no lo sé... ¡y esta duda tampoco la hubiera tenido en mi época de absoluto poder divino!...
No, no lo sé con certeza, dudo y me revelo contra mi propia limitación, si es que una diosa pudiera estar en algo limitada, para establecer la frontera que separa ambos ámbitos; pero me guste o no, satisfaga mi ego omnipotente o tienda un velo de vergüenza sobre mi orgullo, esa es la realidad de mi mundo interior. A cada instante de este viscoso transitar las penumbras del tiempo, pareciera que más me aparto de mi esencia eterna para atarme a la mediatez del tiempo, dentro de mi caparazón de piedra confinada en el templo en que ahora he sido entronizada; hasta me parecería que los cientos de peregrinos que diariamente concurren a él y se agolpan a contemplarme, insignificantes escarabajos sin personalidad, lo hacen con menos devoción que el Gran Señor del Mundo, Assurbanipal, que desde su grandeza se humilló para rendirse ante mi majestad divina...
A medida que medito me reafirmo en mi sospecha, dolorosa por cierto: ¡ya soy más estatua que diosa!, de mi deidad sólo quedó la capacidad de dotar de memoria a una piedra; memoria y capacidad de percibir y razonar... Memoria, madre de los recuerdos... ¡que difícil es traerlos hechos imágenes, sensaciones, cuando el bagaje se remonta a veinticinco siglos de mi vida como estatua, a los que se le suman las nieblas indescifrables de la eternidad en la que viví como diosa! Hoy ya no son tan nítidos como en mis primeros tiempos de piedra; hay veces que caigo en un foso de confusión, como si los efluvios del pasado se mezclaran en una sinfonía ininteligible; otras, los recuerdos surgen pujantes, nítidos, pero en tal cantidad que me sería imposible atender a todos y recrearlos en su frescura original. Ante ese sino me parece como si en un viaje alternara las soleadas crestas de la montaña donde todo es paisaje, luz y color, con los valles umbríos, tenebrosos incluso los más profundos. En los momentos de mayor lucidez debo concentrarme en unas pocas rememoraciones, y es lo que intento hacer ahora; trataré de poner toda mi atención en aquellas que han dejado las huellas más profundas en mi alma de piedra.
Quizás la evocación que más me ha marcado, y a la que suelo volver cuantas veces puedo, es la que originó mi pasaje de diosa absoluta a esfinge pétrea... Muchas veces trato de desentrañar la causa estigmatizante de este recuerdo... ¿será porque ella marcó la transición entre mis dos esencias?... ¿tal vez porque fue la última vez en que pude, en total plenitud, trascender a la distancia, sugerir acciones, injertar ideas en la mente de los elegidos para que obraran en mi nombre como parteros de la historia?... quizás la amalgama de ambas cosas hizo que ese lapso se marcara a fuego en mi inconsciente.
En aquellos tiempos, yo, la diosa del Amor y la Guerra, había entrevisto una hermosa oportunidad para conmocionar al universo apresurando el paso de los cambios; no la podía ignorar, hacerme la distraída y mirar para otro lado. Presentía que las piezas se acomodaban en el tablero y que si obraba con la astucia que eternamente me había caracterizado, podría desatar un sismo sangriento, brutal, que sembrara la tierra de destrucción y terror siempre grato a mi particular sensibilidad... ¡la posibilidad de asegurar la supervivencia de los más aptos y apresurar la eliminación de la escoria, se encontraba a la vista!
Mi percepción de diosa atisbó en el laberinto de la eternidad la personalidad de Aristágoras, el griego caudillo de Mileto, en la Anatolia, embriagado de ambición y temeroso de que su poder se disolviera en la pequeñez de su dominio ahogado en la marea del imperio persa; ¡esa era la clase de hombres que necesitaba!, sólo faltaba regar con incertidumbre la semilla de su ambición, abonarla agregando una pizca de vanidad a su genio altisonante, e insuflar en su mente un plan que asegurara el incendio que yo deseaba; ¡ah que tiempos aquellos!... una oportunidad como esa no se me escapaba... Silenciosamente me introduje en la mente de Aristágoras, exacerbé su temor a perder su majestad nacida de su origen heleno, ahogada en la marea persa y sin dudarlo encendí en el horizonte de sus esperanzas el faro salvador de la traición... ¡Traición, hermosa elegía a cuyo ritmo compuse alguna de mis creaciones magistrales!
En sus noches de insomnio Aristágoras creyó elaborar el plan maestro que yo ya había columbrado con mi experiencia de siglos: él debía aliarse a los poderosos, los persas, y un buen primer paso sería su conversión al culto imperial, es decir a mi adoración, ¡y que mejor que entronizar en Mileto una estatua de esa gran diosa que soy! Todo funcionó con precisión, se encargó al picapedrero de Rodas, la isla de las rosas, que me sacara de la roca, y tan bella me vieron las autoridades que por un tiempo estuve exhibida en la Acrópolis, encaramada en ese peñón fabuloso que tiene la ciudad de Lindos, en donde trabajó el cantero.
Muchos pensarán, en una equivocada interpretación de lo que es la sensibilidad, que la diosa de la Guerra no tiene sentido estético... ¡cuán equivocados están!... Siempre fui amante de la belleza; claro, quizás exista un matiz en el significado que se le puede dar a ese concepto: para mí es bello todo lo que sea armónico; tanto un efebo bien formado, una carga de caballería sableando a los débiles en su huida, una composición musical magistralmente ejecutada, un plan de dominación bien elaborado, o el saqueo de una ciudad... y en esos días descubrí un cuadro armónico desde mi atalaya del espolón de piedra que avanza incrustándose en la mar: la dramática anarquía del monte Attaviros; el infinito de un cielo inmaculado que se abría para dar paso al sol más brillante que haya iluminado la tierra; las aguas con sus intensos azules surcados por las aletas dorsales de algunas velas dibujando tras de si las huellas blancas de sus estelas, o las diseminadas majadas de olas arriadas por la brisa; el contraste de los sepias de la costa sensualmente sinuosa de la bahía, y a mi derredor la Acrópolis con la liviandad de sus piedras esbeltamente sostenidas por columnas de fustes tan gráciles como piernas desnudas de hermosas doncellas bailando al son de la flauta... (Continuará- Las entregas se harán los jueves y domingos)

Alfonso Sevilla

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