miércoles, 27 de junio de 2007
OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)
(Entrega 3)
¡Ah, esos días!, esos días con sus noches estrelladas y con la luna que fundía en plata la mar, para luego hacerse cobre y oro en los amaneceres con resplandores de alquerías incendiadas o destellos de sangrante lucha entre la oscuridad declinante ante el día que se imponía con su afán de dominación... ¡Esos tiempos dejaron huella profunda en mi ser, que se hace imagen de tanto en tanto en mi interior!
Del viaje a Mileto poco recuerdo, o bien algunos jirones del pasado que como prófugos se escabullen ante mis ojos, quizás avergonzados por el tratamiento de “carga” que se me dio. Como tal fui estibada, y digo esta palabreja con toda intención ya que yo, una diosa, me sentí tratada como los cientos de ánforas de vino que eran mis compañeras de viaje. El león a mis pies temblaba, pero sé que no era por la desconsideración con que se nos manipulaba, sino por su aprensión al agua que nos rodeaba.
Desde mi sitial, y así denomino a mi ubicación para no herir demasiado mi dignidad, al pie del mástil donde me habían amarrado, podía contemplar parte de la cubierta y la proa de la nave de cuyos flancos surgían decenas de remos, convirtiéndola en ciempiés de cedro caminando sobre las aguas. Lo único agradable que atesoro de esa navegación es el espectáculo de los remeros encadenados a sus bancos, brillantes sus cuerpo de sudor por el esfuerzo que les imponía el ritmo del tambor y el estímulo del látigo sobre sus espaldas... ¡nada más grato para mí que ese cuadro, representación de la vida, en que el más fuerte impone sin límites su voluntad a los vencidos!
Todo cambió a mi llegada a Mileto en donde se me aguardaba con el boato que por mi majestad correspondía: el puerto engalanado; el pueblo volcado a las calles, música de flautas y cítaras por todas partes; las ovaciones de la multitud entusiasmada por la nueva Señora de la Ciudad que tenía como culto la entrega sexual; jovencitas apenas cubiertas con túnicas vaporosas regando de pétalos el camino que transitaría; y yo, al frente de la comitiva, en un carruaje de brillantes bronces, sobre una alta peana, sobresalía dominando a todos...
Durante el recorrido triunfal mi percepción eterna me hizo pensar que la fuerza que arrastró a esa multitud a mi encuentro estaba menos motivada por mística devoción, que por la posibilidad de encuentros carnales que mis ritos exigían; las sonrisas en los rostros femeninos, el brillo chispeante de sus ojos, los codazos que se daban por lo bajo cuando contemplaban a algún joven sacerdote de mi séquito; las miradas lascivas de los hombres, sobre todo los más viejos, así me lo hicieron columbrar. Ni me molestó, ni me sorprendió; mi culto había funcionado bien en todo el mundo, y hasta había logrado quitarle súbditos a los adoradores de ese dios Yahvé que ataba con su ascetismo a algunas tribus del desierto, miserables esclavas de los babilonios. El hombre es el mismo, esté donde esté, y no podía pretender que en Mileto fuera distinto...
De la nebulosa de mi interior surge vívido el momento en que fui entronizada en el palacio de Aristágoras, en un rincón privilegiado de la galería de esbeltas columnas jónicas que enmarcaba el atrio, patio principal en cuyo centro espejeaba una alberca. La aristocracia de la ciudad, autoridades persas venidas desde Sardes, y un numeroso grupo de sacerdotes y sacerdotisas de mi culto, dio un majestuoso marco al ruego humilde del Tirano implorando mi protección para él y todos sus súbditos; alabó desenfadadamente al imperio persa y a su amo, al que juró lealtad sin límites, jugándome a mí como prenda y testimonio de su sumisión... ¡Ya vería el Señor de Mileto con quién se metía!, a quién pretendía usar, y de lo que era capaz un trozo de piedra caliza en la que él no creía, y a la que consideraba sólo un escalón más en su escalera hacia la gloria.
En aquellos días, desde mi sitial en el lugar más concurrido del palacio, mucho fue lo que escuché y vi, y para mí no todo fue dedicarme a echar leña al fuego que yo había encendido, sino que también tuve oportunidad de solazarme con las conversaciones tan inteligentemente tejidas por los jonios. De entre sus barbas bien cuidadas surgían atinados juicios que siempre me interesaban, aún cuando desde mi sabiduría de diosa supiera que muchas veces estaban equivocados. Disfrutaba la forma inteligente en que jugaban con los argumentos; sin duda su capacidad de razonamiento era superior a la que había percibido en todos los otros pueblos sobre los que yo reinaba.
De los personajes que oí mencionar, y que habían marcado su impronta en Mileto, vienen a mi memoria tres: Tales, Anaximandro y Anaxímenes. De ellos, yo había seguido los pasos al primero ya que sabía que era un estudioso de los mesopotámicos donde yo había desarrollado gran actividad en el pasado. Sobre él, desde mi sitial de diosa, escuché comentarios laudatorios, mencionándose siempre que con sus cálculos había predicho un eclipse de sol. Aquello no pudo menos que arrancarme una sonrisa irónica, únicamente captada por el león que yacía a mis pies, quien movió como muestra de aprobación la punta de su rabo; yo sabía que eso no era creación del jonio, sino de mis adoradores de Lidia, donde yo había visto a Tales al servicio de su monarca, pero pensándolo bien ese chispazo de ironía que cruzó por mi rostro no era para quitarle mérito al milesio, sino que surgió al comprobar una vez más que el hombre, cualquiera fuera su sabiduría, siempre guarda un resto de vanidad; él nunca había mencionado la fuente de sus conocimientos a los que seguramente mejoró con la profundidad de su razonamiento.
Para algo habíamos puesto los dioses a las colonias griegas en la Anatolia, generando lo que se llamó Jonia; por lo que veía, los hombres que las habitaban no hacían más que cumplir con la finalidad que les habíamos asignado: ser un puente entre los conocimientos de oriente y Egipto, y la capacidad de razonamiento de los griegos que serían los encargados de recibir esas ideas, organizarlas, desarrollarlas, perfeccionarlas y emplearlas como base de sustentación para nuevos desarrollos, dándoles trascendencia histórica... y ahora que pienso en esto, otra idea ronda mis entendederas: ¿no sería esa mueca mía que al principio califiqué de ironía, muestra de satisfacción al comprobar que el plan que habíamos trazado desde la eternidad se cumplía fielmente?...
De los otros personajes nada sabía anteriormente; a través de los comentarios que escuché, ciertamente fragmentados ya que era difícil que se detuvieran a mi lado a sostener una conversación prolongada, me sorprendió el afán que tenían por hallar el principio único que dio origen a todas las cosas y la forma en que exprimían sus cacúmenes tratando de ir un paso más allá en la búsqueda del origen de los orígenes, de las esencias vitales... ¡pobres humanos, tan inteligentes, y en todas sus lucubraciones olvidaban el poder de los dioses que habíamos originado el Universo!, solamente tenían fe en su poder de razonar... No obstante, insisto, me admiró su afán por llegar al fondo de los problemas, a los orígenes, como ese tal Pitágoras del cual escuché que sostenía, entre otras cosas, que la tierra es redonda y gira alrededor del sol. Nadie se lo había dicho, no lo pudo comprobar nunca, todo salió de su raciocinio... ¡Y era verdad!, lo sostengo porque yo he visto al Universo flotar ante mis ojos, en el mar de la eternidad...
No sé porqué ha volado mi pensamiento en una dirección tan distinta a la que llevaba originalmente, quizás porque así funciona la mente, pero deseo retornar a Mileto y al desarrollo de los acontecimientos en ciernes...
Todo sucedió como yo lo había previsto, Aristágoras no me defraudo: en su canallada sugirió a los persas, traicionando a su propia sangre, un ataque a la helena isla de Naxos, la perla de las Cícladas... y como yo lo sabía desde siempre todo terminó en un fracaso. Los persas, siguiendo la idea que yo les había insuflado en su cabeza, creyeron que habían sido traicionados por mi peón, el que acorralado levantó la bandera de unión de los griegos contra el Imperio que ahora lo asediaba... Y finalmente la bendición de la guerra se desató bañando de sangre a las colonias helénicas; Mileto fue cercada, derrotada, y saqueada... y en el palacio en donde estaba entronizada organizaron los vencedores una de las más bellas orgías de sangre y fuego que atesoro como una de mis obras maestras. Las llamas de las hogueras danzaban en el gran patio, y a su luz los vencedores se entregaron a matar, beber y violar... Ante mis ojos reaparece una y otra vez aquella hermosa visión ondulando voluptuosamente al ritmo de las llamas en su danza... En mi excitación dije violar, y quiero aclarar que las violaciones no fueron muchas, ya que las mujeres se entregaban con placer a los brazos de los vencedores impulsadas por el vino, y lo que es más embriagador aún, el halo de atracción que el vencedor genera... Alaridos de dolor y placer, risas brutales, música enloquecida de flautas y cítaras; componían una sinfonía a cuyos sones los cuerpos desnudos reptaban entrelazándose en una masa ondulante, sudorosa, babeante; como si de un foso lleno de víboras se tratara, aquelarre que yo bendecía con la mirada de mis ojos de piedra...
Veía con satisfacción como había logrado hacer parir para la historia un nuevo cataclismo; para mi placer, nacía el hermoso período de luchas, sangre y destrucción que terminaría con la hegemonía persa y haría avanzar los tiempos, como si fueran mariposas atraídas por la luz del candil, hacia el brillo incomparable de la supremacía helénica... No es vanidad, pero creo que merezco mi propia alabanza, ya que nadie ha levantado su voz en mi honor. (Continuará- Las entregas se harán los jueves y domingo)
Alfonso Sevilla
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