viernes, 6 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)
















Entrega 6
Indagué en la eternidad, en la que me sumía en momentos de gran concentración, y como en ella se amalgama el presente con el pasado y el futuro, pude saber que la batalla que en parte había contemplado sería llamada de Salamina, y que después de años de guerra la victoria finalmente fue griega, entronizando a Atenas como el poder dominante después de disputarlo con Esparta, lo que me llenó de satisfacción porque comprobaba una vez más que el plan maestro se continuaba cumpliendo sin alteraciones.
Le conté al casco el resultado de mis investigaciones, y me pareció que las noticias no le satisfacían; lógico, él era espartano y hasta percibí sorna en su réplica, en la que ponía en duda la capacidad de un trozo de piedra sumergida para indagar en el futuro, como si un oráculo fuera. Yo di por terminado el diálogo ya que no quería enemistarme con el único ser con quien podía hablar en esas circunstancias, y me pareció que el casco aceptaba evitar el enfrentamiento, no sin antes transmitirme: “Si puedes ver el futuro, ¿cómo no predijiste la tormenta que te arrojó al agua?”, dicho que preferí ignorar para no entrar en una discusión sobre la eternidad y sus enigmas, que sólo los dioses podemos comprender.
Se sucedieron los días y las noches, los meses y los años y la arena subía y subía hasta llegarme a mí al cuello y al casco hasta la cimera, cuando un día numerosos botes comenzaron a surcar el espejo ondulante de la superficie, perforado por nadadores que se zambullían aquí y allí y retornaban cada tanto a los botes que levaban anclas y cambiaban de ubicación.
Interrogué al casco que debía conocer más esas pequeñeces de los mortales y me respondió que seguramente eran buscadores de despojos que escudriñaban entre los pecios. Así debía ser porque ni bien atisbaron la cimera verdosa del casco lo desenterraron, izándolo hacia la superficie; todo fue muy rápido, pero me pareció que sus vibraciones me transmitieron una despedida ahogada en sollozos.
No tardaron los buceadores en encontrarme y seguí el mismo camino que mi compañero de infortunio. Mi salida a la superficie, mi primera exposición al sol del mediodía, me produjo una impresión casi tan lacerante como la que experimenté cuando destaparon por primera vez mis ojos, y sentimientos encontrados transitaron por mi espíritu: por un lado la nostalgia de abandonar el ámbito silente y mágico de los azules, útero donde había madurado mis recuerdos; por otro la alegría de retornar al medio en el que siempre me había encargado de apurar la historia en su inexorable avance, y finalmente y aunque parezca paradójico, la felicidad de sentirme liberada de la parte inferior de mi cuerpo; nunca la extrañé ya que para nada me servía. A una diosa de piedra lo único que le importa es la cabeza y si algo le molesta es ser arrumbada entre trastos indefinidos, como lo fui en esa oportunidad... Ahora que lo pienso más reposadamente, hubo algo que extrañé: la tibieza del león a mis pies, único ser que conocía mis secretos, y cuyas reacciones percibía a través de mi piel de piedra.
Por un tiempo indeterminado permanecí en ese lugar al que nunca pude identificar, envuelta como fui en lonas parecidas a las que me cegaron cuando me robaron del palacio en Mileto, pero sin duda se debía tratar de la trastienda de algunas de las tabernas del puerto de El Pireo, y decir trastienda es darle demasiada dignidad a lo que percibía como una cueva oscura, húmeda, plagada de ratas que transitaban sobre mi, me orinaban y cuyos dientes roían las lonas que me arropaban.
Alguien algún día me sacó de mi tumba. Nuevamente la luz me hirió pero ya no pienso en ello porque era un fenómeno al que me estaba acostumbrando; fui liberada de las lonas, y en lo que me pareció un patio, cuidadosamente lavada, casi con ternura, por ásperas manos marineras y otras algo más suaves de las que sin duda eran meretrices portuarias.
Recuerdo sus diálogos y no puedo evitar una sonrisa interior, se hablaba en diversas lenguas: griego, arameo, egipcio, y algunos otros idiomas que si bien no conocía, comprendía por mi don de lenguas que como diosa poseo, y lo que me causaba gracia es que cada uno hablaba su propio idioma, entendiendo a los demás; pensé que para un espectador extraño a ese medio aquello debería parecer lo que los hebreos llamaban “Torre de Babel”, pero con la diferencia de que aquí no había desentendimiento. El aire general era festivo, y los comentarios rondaban el buen negocio que habían hecho con la “señora”, interpretando yo que se referían a mi persona. Tal tratamiento en boca de esas bestias levantó mi autoestima, la que no tardó en reducirse a su mínima expresión al darme cuenta que la dama en cuestión era quien me había comprado; yo sólo era un trozo de piedra sacado de la mar y si por algo me respetaban era por los dineros que aportaría a sus bolsas...
En ese momento tomé conciencia de que después de mi cercenamiento había quedado reducida a una altura que puesta en el piso llegaba aproximadamente a la altura de las rodillas de los hombres, y entonces si que añoré mi parte ausente, que si bien había pensado no me servía para nada, por lo menos me permitía mirar por sobre el común de la gente.
Ya no hacían falta carros para transportarme; debidamente acicalada fui colocada en el interior de la albarda de un mulo, y acompañada por algunos hombres salimos a un camino empedrado que para mi sorpresa estaba protegido de ambos lados por una muralla, como si de una ciudad se tratase, y como ya me había enterado que nos dirigíamos a Atenas colige la importancia que le daban los amos de esa ciudad a su puerto... ¡No, si la guerra despierta a todos, como un susto espabila a un borracho!, pensé para levantar algo mi ego de Ishtar reducida a liviana carga sobre el lomo de una acémila.
Mi compradora era una tal Aspacia de Mileto; extraña combinación de belleza, sensualidad de cortesana, y brillante formación cultural, que había generado en su rededor con su astucia y los dineros que le proporcionaba su productivo comercio, un grupo que amalgamaba la flor y nata del pensamiento y las artes de la Atenas de aquellos tiempos, siendo acreedora del elogio del mismo Sócrates, un desconocido para mí en aquellos días.
Los buitres que me habían tenido aprisionada en la oscura sentina apuntaron bien cuando me ofrecieron a esa poco convencional hetera; sabían que ella apreciaba las artes y que pagaría por mí más de lo que se podía esperar de otro comprador... y yo creo no equivocarme cuando entreveo que la milesiana a más de apreciarme como antigüedad sentía una profunda admiración por mi condición de diosa. Mi sensibilidad divina no me podía engañar, y eso lo supe desde el momento en que, sin discursos ni falsía como en Mileto, me entronizó sobre una hermosa columna dórica en el andrón de su casa, o más bien debería decir palacio. En sus ojos vi profunda devoción, y cuando sus finas manos encendieron incienso en mi honor descubrí la misma unción con que me había tratado el Gran Assurbanipal siglos atrás; permaneció un largo rato junto al pebetero humeante sin decir palabra, pero percibí una súplica en sus ojos color de miel que me invitó a introducirme en el marasmo de sus pensamientos y allí atisbé que lo que realmente ambicionaba era lograr que el Gran Pericles, por aquellos días su amante, repudiara a su esposa para casarse con ella...
Mi naturaleza divina me obliga a ser fría, pero esa mujer me impresionó de tal forma desde el primer día en que nos conocimos no dudé en poner en su ayuda todo mi poder de Diosa del Amor, y no me costó mucho que sus deseos se convirtieran en realidad; a partir de ese momento Pericles presidió las cenas que semanalmente se realizaron en el andrón de Aspacia, con la flor y nata de la sabiduría y la política de Atenas reclinada en los triclinios. Había pensado que Pericles presidía, pero en realidad era yo quien lo hacía desde lo alto de mi columna, y mientras contemplaba el degustar de manjares, la libación de los mejores vinos del Mediterráneo, y me sentía acunada por melopeas armonizadas por coros, flautas y cítaras, aprovechaba para iluminar con mis vibraciones a aquellos que en esas cenas urdían el tejido político y las construcciones intelectuales que sustentaban a Atenas en la cumbre del mundo griego, que es lo mismo que decir de la totalidad del universo mediterráneo de esos tiempos... (Continuará- Las entregas se harán jueves y domingo)

Alfonso Sevilla

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