miércoles, 11 de julio de 2007
OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)
(Entrega 7)
Aquellas reuniones eran de hombres solos, tal la costumbre griega, siendo Aspacia la única mujer de categoría en estar presente, y digo de categoría, ya que la comida era amenizada por grupos de bailarinas profesionales que a medida que la política y el intelecto iban apagando sus fuegos, encendían otros, los del deseo carnal, terminando para mi satisfacción estas tenidas en enloquecidas bacanales; aquellos hombres no necesitaban de incentivos para lanzarse a la hoguera de la pasión desenfrenada, pero creo que mis efluvios en algo avivaron el fuego que los consumía. Allí comprobé lo que siempre había pensado: el amor, la guerra, y en esos días lo aprendí, también la política, son juegos en lo que todo vale; más aún entre mis anfitriones griegos que a esa altura de los acontecimientos se tornaban muy amplios en sus límites; no miraban siquiera el sexo del eventual compañero de placer, claro, siempre era indispensable que el conjunto fuera armónico, ¡la estética era el bálsamo que legitimaba todo!... o por lo menos tras esa excusa tan intelectualizada disimulaban ellos sus “rarezas”, que yo ya enjuiciara cuando pensaba acerca de Ibiza...
En esos días, meses, años, llegué a meterme en el meollo de la mente helénica: esos genios de las ciencias abstractas y de todo lo que tuviera que ver con la exaltación espiritual eran unos incondicionales amantes de lo viril hasta el punto de olvidar su esencia, para quedarse sólo con la exteriorización del cuerpo y de su belleza pulida en la desnudez de los gimnasios, en luchas de cuerpos entrelazados rodando por la arena, en competencias exclusivas para hombres; habían sido formados desde la niñez alejados de la familia para convivir en un medio exclusivamente masculino y gran parte de su adolescencia y juventud había transcurrido entre hombres en los campamentos militares. Los hacedores del imperio cultural más grande de todos los que yo haya conocido parecían mostrar el camino a otros constructores de imperios, más próximos a los tiempos en que vivo en mi último templo, que han escondido sus desviaciones tras el disfraz de una moral tan férrea como falsa... ¡por lo menos los griegos eran más francos!
Mi sino de diosa me premió con la mayor satisfacción que he sentido, sólo superada por el placer de sentirme la violenta acicateadora de la historia: fui testigo de las conversaciones, polémicas y juegos dialécticos más interesantes que en milenios escuché, brotando a borbotones de la pléyade de genios que pululaban en el andrón en el que yo reinaba: Herodoto con sus amenos relatos de viajes y su concepción de la historia como estricto relato de los actos de los hombres, posición de pretendida objetividad que su viva personalidad traicionaba de tanto en tanto dejando aflorar sus apostillas personales cuya ironía hacía reír a carcajadas a Pericles y abastecía a Aspacia de argumentos para influir en la urdimbre que allí permanentemente se tejía, y que sin duda había desplazado al Ágora como yunque de la política.
¡Herodoto!, mi naturaleza divina hizo que sintiera de inmediato una particular simpatía por este personaje de la Jonia... busco y busco en la profundidad de mi mente y no encuentro la causa de ese sentimiento bastante extraño en mi; no estoy segura, pero creo que puede haberse debido a que pese al racionalismo que lo entornaba, hacía aparecer, sabiamente dosificada, la mano de los dioses guiando a los hombres en sus actos, cinceles que esculpían la historia.
Y en este torbellino de recuerdos y vivencias que rondan mi cabeza, el solo pensar en “escoplo” hace inevitable que vuelen mis ojos interiores hacia la evocación de Fidias, otro de los contertulios habituales en esas tardes y noches inolvidables. Fidias, aquel que trasformaba la roca en bellas estatuas o grandiosas construcciones trasmutadas por su genio en etéreas estructuras que parecían flotar en el aire, y lo que digo no es porque yo las haya visto, ya que nunca salí del andrón, sino por lo que escuché en aquellos tiempos inolvidables. En estos últimos días he escuchado a los fieles que peregrinan a mi nuevo templo, dudar que Fidias hubiera dado con sus manos forma a obra alguna, que su papel había sido exclusivamente el de guía de los verdaderos artistas que ejecutaban sus creaciones... ¡Qué equivocados están! El vivió entre el polvo de la roca que desbrozaba y cientos de obras salieron de su genio, lo sé porque así lo he escuchado por aquellos días, y porque lo vi durante semanas dibujar y esculpir en el andrón una estatua de Atenea, cuyo modelo era la mismísima Aspacia, elegida por él, gran admirador de su belleza... ¿o fue tal vez para lisonjear a Pericles?... no lo sé, pero tampoco me interesa indagar algo tan secundario: lo real es que la estatua fue terminada, mantenida en el andrón para que la admirara la flor y nata que allí se reunía, y pasado el tiempo Pericles ordenó se la entronizara en el Partenón cuando fuera terminado... Y vuelvo a enredarme en buscar la causa que motivó esa decisión... ¿era por la calidad artística que en ella veía, o como forma de autosatisfacción, para recordarle eternamente al mundo lo bella que era la mujer que él poseía?...
Porque Pericles, además del conversador de genio vivo y ácido humor, era un ególatra frío y sagaz, pero con una concepción tan firme del bien común que mitigaba esos defectos al tomar cualquier decisión política. A tal punto había llegado en su autodominio que no se permitía odiar, frenesí al que pretendía arrastrarlo su carácter; estaba convencido que la pasión obnubila la razón, y el necesitaba de todas sus capacidades para obrar, y si fuera necesario, hacer al enemigo el mayor daño posible; en realidad, el tipo de hombre que a mi me agrada. Aunque pensándolo bien, el decir agrado es demasiado, ya que sólo quiero a los que puedan ser mis instrumentos y habiéndolo meditado durante centurias, creo que a él no lo hubiera podido manejar como hice con al Tirano de Mileto...
Y los recuerdos siguen dando vuelta en el torbellino de mi mente fatigada. Ahora, en este templo en el que me expongo a la adoración, debo reconocer que mi capacidad de concentración no es la de mis días en el andrón de Pericles y Aspacia y frecuentemente me disperso, como me sucede en este momento en que después de un vacío de eternidad reaparece Fidias; surge en mi memoria sin haberlo buscado y su imagen se proyecta junto a Pericles; ambos hablan acaloradamente, encendidos por la pasión que los unía: la Belleza como concepto, y la necesidad de convertir a Atenas en la más bella de las ciudades del mundo...
Las imágenes se suceden vertiginosamente fundiéndose en la masa informe de la confusión, para luego, en rápida sucesión, reconstruir personajes, situaciones, visiones que pasan ante mis ojos ya cansados de atisbar los siglos, los milenios, la eternidad... A veces son sólo nombres sin imagen definida asociados a alguna idea, como el caso de Anaxágoras, al que únicamente distingo por su origen jonio, su amistad hacia Pericles, la forma golosa en que atisbaba a Aspacia, y su criterio de que el sol no era un dios y que la luna reflejaba su luz, así como por su afán para demostrar que todo las cosas estaban formado por pocos elementos, átomos o moléculas existentes desde la eternidad, amalgamadas en un comienzo formando una masa homogénea e informe que comenzó a evolucionar y diferenciarse impulsada por la fuerza de la rotación... Creo que terminó preso por esas ideas o le dieron a beber cicuta, pero no estoy segura, o bien los recuerdos se me han entrecruzado... ¿no sería Sócrates el de la cicuta?... Este es otro de los nombres sin rostro que rondan mis ensoñaciones, su imagen es únicamente la de sus ideas... siempre negando su propia sabiduría, regando a sus interlocutores con preguntas como si los obligara a buscar dentro de ellos mismos verdades ocultas... A mi no me agradó nunca, que si el mundo le hubiera hecho caso en su prédica para perfeccionar el alma, a mí, Diosa de la Guerra, me hubiera sido mucho más difícil empujar el carro de la historia. El sentimiento de antipatía debía ser mutuo, ya que cada vez que pasaba por mis cercanías me miraba con sus ojillos irónicos que herían mi percepción; sin duda el hombrecillo negaba mi majestad divina. (Continuará- Las entregas se hacen los jueves y domingos)
Alfonso Sevilla
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