martes, 17 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 8)
Incluso llegué a despreciarlo en un sentimiento que surgía del interior de mi ser de piedra, pero, ¿a qué se debía ese impulso? me he preguntado innúmeras veces... y no lo sé; quizás a la indiferencia que mostraba por la política, mi gran aliada en la creación de enfrentamientos; tal vez por el énfasis que ponía en predicar la justicia, el amor y la virtud como bienes que entendía supremos y que yo los sé por mi eterna sabiduría de diosa: no son más que expresiones decadentes tras la que se refugian aquellos que no son capaces de dominar, de saltarse las reglas, de traicionar, de vejar, de eliminar a los más débiles... Tampoco me preocupa demasiado ese personaje, ¡así le fue!... Bien lo tenía calado Aristófanes que permanentemente lo denigraba desde su triclinio tratándolo como un tendero de mercado en la venta de ideas, en la que la peor siempre aparecía finalmente como la óptima... Me tiene sin cuidado que fuera preso o le dieran la cicuta; bien tonto debía ser porque siempre asistía a las tenidas en el andrón mientras se trataban temas del espíritu, pero cuando se comenzaba a montar la bacanal consabida, que yo no dudo, algo de culto a Ishtar tenía, o cuando menos homenaje a mi persona de piedra, el diminuto pelado se retiraba echando toda clase de maldiciones sobre los presentes a los que acosaba con su dedo agitado al aire, y si no me equivoco, en más de una vez me apuntó a mí con su apéndice acusador...
A tal nivel de confusión he llegado en mis últimos tiempos, que hasta me he planteado el porqué dedicarle tanto tiempo a este insignificante, y porque se me ha quedado grabado entre las remembranzas importantes, ¿tal vez un juego sucio de los años que degrada mi condición divina?... No lo sé y creo que en mi decrepitud, hasta me repito en ideas que comienzan a hacerse recurrentes; sin duda, más que diosa, soy ahora casi exclusivamente busto de piedra memorioso...
Pasaron los tiempos en el andrón y la brillantez de la vida en ese lugar, por cotidiana comenzó a hacerse tediosa, a pasar desapercibido su esplendor, sensación que creo me hundió en uno de los tantos estanques profundos de olvido en los que he sumergido mi existencia. A esas profundidades sólo llegaron la vibración de pocas ideas o sucesos, quizás grabados en mi memoria porque eran precursores de cataclismos que darían un empellón de sangre a la historia en cuyo escenario Grecia ya había jugado el rol que le habíamos asignado...
¡Guerra!, por suerte había retornado, ¿entre quiénes? No lo sabía, ya que mi capacidad de atisbar en los tiempos se me había adormecido junto con la plenitud de mi divinidad... Pericles arrojado por el pueblo como caudillo de Atenas... La peste, otra gran aliada de la guerra, llegó hasta mi en el lamento de los deudos, los quejidos de los moribundos, el rumor de la huida de aquellos que querían salvar sus vidas... El dolor por la muerte de Pericles a manos de la peste... ¡y el silencio!, el silencio de la eternidad adormeciéndome, ya acallado el estallido de la genialidad...
En el sopor en que me hallaba, apañada por las sedas de los recuerdos, sólo existía un polo de luz, una estrella destellando en el infinito: Atenas, que en mi ensoñación aparecía con dos facetas distintas: faro proyectando su brillo más allá de su tiempo, y vórtice succionador de la magia creativa y el talante razonador de su época, despoblando de genialidad a todo el mundo helénico. En realidad, pensé en algún momento de lucidez, muy pocos atenienses brillantes había conocido en la Atenas de Pericles...
No se lo que pasó posteriormente, no tengo recuerdos de aquellos tiempos salvo la oscuridad del manto de mi inexistencia, aún cuando con el tiempo, en algunos momentos de gran concentración he llegado a intuir que fui llevada a Massalia, lo que posteriormente se conoció como Marsella, colonia griega focense por aquellos días. Muchas veces he meditado a qué se debió mi viaje, pero no lo puedo recordar, o bien lo hice en algún cofre o cajón que sumó oscuridad a la amnesia de esos tiempos; de una sola cosa si estoy segura: no me llevó Aspacia, mi adoradora, ya que entre la niebla del olvido logro rescatar imágenes fugaces y diálogos entrecortados; la viuda de Pericles contrajo poco tiempo después de la muerte de su marido un nuevo matrimonio, esta vez con un hombre de negocios muy rico, y en su andrón no se habló más de política o de ciencias, sino de precios, caravanas, flotas, barcos de carga, puertos... ¡en fin!... quizás ese cambio de temática fue el que contribuyó a sumirme en el pozo de depresión que recién recordaba...
Lo de Massalia y el periplo posterior es recuerdo tan fugaz que no puedo precisar si demandó años o siglos, lo mismo que no puedo definir si mis desconocidos dueños emigraron llevándome, fui vendida o bien robada; sí estoy segura de haber sido sacada de un cofre en una casa en el Emporión, en lo que actualmente creo llaman puerto de La Escala, cerca de Gerona, en el país de los celtíberos. Se trataba seguramente de comerciantes griegos tan ricos como ignorantes, o por lo menos así los califique en comparación de los helenos que había conocido en lo de Aspacia; nunca se me asignó un sitio acorde a mi jerarquía, y quizás lo más interesante que escuche en un período de duración indefinida fue la conversación de los siervos, no tan enjundiosa como las de Atenas, pero si llena de frescura y autenticidad. Entre ellos había de todo: algunos con cierta cultura dedicados a la educación de los jóvenes y niños hijos de los dueños de la casa, que miraban con desprecio al resto de sus congéneres y cuyas charlas y afectadas disertaciones, en el griego más cursi imaginable, me aburrían en extremo; caballerizos, mozos de faena y mujeres seguramente dedicadas a las tareas de la casa, de cuerpos toscos y hablar cantarín en un celtíbero que me causaba gracia; y hembras jóvenes bien formadas, de idiomas, color de tez, ojos y facciones provenientes de todas las costas del Mediterráneo; mi mirada avezada supo de inmediato que estas niñas no se debían quebrar el espinazo en tareas domésticas, sino que estaban dedicadas al solaz del señor de la casa y de sus hijos ya garañones, y posiblemente algunas podrían ser esclavas personales de la señora.
Por esos días viví uno de los momentos más traumáticos como estatua: un día, sin el más mínimo miramiento que mi condición exigía, fui llevada a un patio interior, lindante con las caballerizas, en donde me aguardaba un celtíbero de fuertes brazos, que sin el menor pudor me levantó, me colocó sobre una rústica columna de madera, y sin sensibilidad alguna comenzó a golpear con un escoplo mi espalda; sorpresivamente no me causó dolor alguno, pareciera como si la vejez de mi piedra la hubiera privado de la sensibilidad que originalmente poseía, la que descubrí se había refugiado por entero en mi espíritu, y fue allí donde el dolor se hizo bochorno al sentirme profanada por un mal cantero que agujereaba mi espalda, según me enteré por los comentarios de los siervos que se agolparon en su rededor, para que sirviera de urna funeraria que cobijaran las cenizas de la “señora” para cuando exhalara su último aliento. Tan primitiva fue su tarea, y tan poco arte exigía que no creo que le llevara al obrero más de dos días terminarla. Fue el mismo picapedrero el que me alzó en sus fuetes brazos y me llevó a mi recoleto refugio inicial, me colocó displicentemente en mi lugar, y se quedó unos instantes contemplándome con su rostro indeciso entre la sorna y la curiosidad. Al retirarse, en lo que me pareció era un comentario dirigido a él mismo y no a mí, dijo: ”Mujer, vaya peinado que te han hecho.” (Continuará)

Alfonso Sevilla

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