miércoles, 4 de julio de 2007
OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)
(Entrega 5)
Varios días navegamos en un mar calmo en busca del puerto de El Pireo, bajo el tibio sol que acariciaba mis ropajes impuestos, hasta que en un atardecer el viento cambió sorpresívamente de dirección, electrizando a la tripulación; la tranquilidad se tornó carreras y voces de mando que exigían asegurar las cargas y arriar la vela, a la vez que el tambor aceleraba su ritmo acicateando a los remeros.
-¡Timonel, pon la proa hacia la costa!... ¡No permitas que dejemos de bojear!- la voz, con tono más de ruego que de orden, horadó el rumor del viento que por momentos se convertía en aullido.
-¡Ya no veo la costa, patrón!- contestó desesperado alguien a mis espaldas.
-Piloto, ¿podemos caer hacia la isla de Egina?- suplicó la voz del patrón.
-No señor, ya la dejamos a nuestra popa- sonó a lamento la frase, última que como tal escuche, ya que después todo fueron alaridos, sacudones, rolidos, cabeceos...
Alguien pretendió aferrase a mi cuerpo cuando la nave se inclinó brutalmente sobre unas de sus bordas y en ese momento escuché el quejido vegetal del mástil que se partía castigándome con tal fuerza que cercenó mi cuerpo bajo los senos, rodando mi parte superior sobre la cubierta. El dolor de mi amputación fue tan brutal, ya que las piedras con memoria y razonamiento también tenemos sensibilidad, que me hizo olvidar las laceraciones que sufrí al dar tumbos como un guijarro por la cubierta rebotando contra todo, hasta que un bandazo me arrojó fuera de la embarcación. Mi hundimiento fue rápido, acompañado por un racimo de burbujas que pronto me abandonó para huir hacia la superficie, y sentí que me depositaba con suavidad sobre un lecho suave, casi me atrevería a pensar acogedor, envuelta en una oscuridad que de tanto en tanto se diluía por los fogonazos de los relámpagos que allí arriba estallaban. Nunca supe la suerte de la embarcación que me transportaba, creo que no zozobró, por lo menos en ese lugar, ya que no vi sus restos hundirse... ¡Si así fuera no puedo dejar de echar en cara al Poseidón o Neptuno de turno que permitiera que tan ineficaces marinos surquen sus aguas sin el consabido castigo!...
En fin, no nos quejemos los dioses de lo mal que andan las cosas si no ponemos orden en nuestros dominios; por mi parte estoy tranquila, el tema de la guerra siempre lo he manejado con astucia e inteligencia, ¡creo que he dejado tarea a los hombres para muchos siglos!
Mi primer amanecer en el fondo marino marcó su impronta en mi espíritu: estaba en un bajío y la luz llegaba hasta mí con diafanidad dibujando todo en azules que aumentaban de intensidad en la lejanía, haciéndose impenetrables en un más allá de horizonte inexistente. El gran maestro de ceremonias de ese mundo era la superficie que vista desde la profundidad asemejaba un espejo movedizo y ondulante, batuta que acompasaba el danzar de los flecos de vegetación, y que cincelaba a su antojo los rayos de luz dando vida con sus filigranas al lecho de arena que me acogía. De tanto en tanto algunos peces, cardúmenes en otras oportunidades, rondaban erráticos y balbuceantes por mis dominios; al principio se me acercaban con su curiosidad idiota hasta casi pegar sus hocicos a mi cara, llegando los más atrevidos a intentar mordisquear mi rostro o las joyas que me engalanan.
Con el tiempo se acostumbraron, y no se que me hirió más, si su atrevida curiosidad inicial, o la posterior despectiva ignorancia; pero en fin, me gustara o no, así transcurrió un lapso cuya magnitud no puedo precisar, adormecida por la monótona sucesión de días y noches sólo rota por las tormentas que de tanto en tanto enloquecían el ondular de la superficie.
En ese tiempo de inacción creo que maduré muchos de los recuerdos que después han ido aflorando en sucesión en distintas oportunidades de mi pétrea vida, y fue en esos días también cuando perdí la mayor parte de la pintura que me cubría, porque cuando fui sacada de la piedra el seudo artista que desbrozó la caliza me pintó con los colores más chillones que pudo encontrar y que en aquellas lejanas épocas, puedo dar fe, estaban de moda... Me imagino que el agua de mar y el tiempo hicieron una tarea compasiva al librarme de esos afeites de tan de mal gusto.
Una madrugada, cuando ya la arena del fondo había cubierto parte de mi pecho, la superficie se pobló de cientos de quillas de barcos en veloz carrera chocando alocadamente unos contra otros, y sus ondulaciones dejaron paso a un hervidero de remos, acompasados al principio y simplemente enloquecidos después; de alguna nave brotó un resplandor rojizo que saltó a otra y otra, tiñendo las aguas con sus destellos... por primera vez en mi vida submarina una sonrisa iluminó mi interior; ahora estaba segura de que mis semillas seguían germinando, mis esfuerzos no habían sido en vano...
Y a medida que avanzaba el día más brillaba mi interior, estaba segura que el destino quiso que esa batalla naval, que no otra cosa era lo que contemplaba, se celebrara sobre el lugar donde yo, la Gran Ishtar; estaba sumergida para que pudiera ser testigo de mis éxitos y creo, sin ser por ello vanidosa, como forma de homenaje a quien la había hecho posible... Mi felicidad fue completa cuando los despojos de la contienda comenzaron a poblar mis alrededores de maderos, cuerdas, escudos, armas, cadáveres, los más de los cuales por sus barbas y vestimentas pertenecían sin duda a marinos persas...
En mis proximidades cayó un casco de bronce, alta cimera, protector para la nariz y amplias carrilleras; y allí quedó enfrentándome, casi como si las cuencas vacías de sus ojos me miraran. Pasó el tiempo y el brillo del casco se fue perdiendo tras el cardenillo, en la misma medida que en mí crecía la idea de que algo había entre el casco y yo... Al principio había sido sólo unas vibraciones que me hicieron recordar aquellas primeras que había percibido cuando aún dentro de la piedra, comencé a tomar conciencia del mundo exterior, pero a medida que transcurría el tiempo, que debió ser bastante porque cuando esto sucedía ya un pequeño pulpo había anidado en su interior; esas sensaciones se fueron transformando en pensamientos, al comienzo meras imágenes, para después hacerse diálogo coherente entre el bronce y yo.
El casco me contó que había pertenecido a un espartano, Eucibíades, que respondiendo a Temístocles, el estratega heleno, mandaba la flota griega en esa guerra que tan bien había montado yo. Los persas de Jerjes tuvieron gran éxito al comienzo, relataba el casco, invadiendo todo el norte griego, ocupando Atenas y saqueándola. El capacete hacía grandes esfuerzos para transmitirme que si algo bien se hizo fue gracias a su dueño, Eucibíades, pero yo, conocedora de los secretos de los hombres en la comedia de la guerra, supe desde un primer momento que el genio había estado en Temístocles y que el espartano sólo había conducido bien las acciones que el estratega preparara... En fin, que cada uno trata de llevar agua para el molino de sus afectos, y el casco no escapaba a la norma. El se había caído al agua en unos de los avatares de la lucha, pero creía que su dueño había resultado ileso, y como eso sucedió al terminar la batalla no dudaba de la victoria helena. (Continuará- Las entregas se harán los jueves y domingo)
Alfonso Sevilla
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