viernes, 20 de julio de 2007

OSCURIDAD (Novela corta en fascículos)


(Entrega 9)
Ya en la intimidad de mi penumbra solitaria sentía que alguien en aquella casa me adoraba, que alguien me percibía como un ser superior, que alguien sufría por el vejamen que había sufrido, que alguien se ponía bajo mi protección divina. Mi percepción había sido acertada, un día, desde las sombras apareció una esclava persa; creo que la llamaban Frigia por su lugar de origen; fue la única persona, si tal se puede llamar a una esclava, que me miraba con respeto, creo que hasta con temor; sin duda había reconocido en mi a la Ishtar venerada en su tierra... En ese mi primer encuentro Frigia, con sus ojillos vidriosos por las lágrimas, con devoción y mano temblorosa me limpió del polvo de caliza que me cubría, en unos de actos de adoración más sinceros que recuerde. Hasta mis días actuales ha quedado en mi memoria profunda algo del aroma del incienso que alguna noche encendió ante mí, y el destello de sus negros ojos de cervatillo temeroso brillando a la luz de un candil...
¡En fin!, pese a esa alentadora y cálida compañía, una gota apenas en medio de la mar de iniquidad y olvido que me rodeaba, pienso que estaba transitando el más negro de mis períodos de piedra, digno tan solo del olvido y la oscuridad, y en el que me sumí en el sopor más profundo que me fue posible, como forma de evadirme de tanta humillación...
Había pensado que la última vez en que pude influir directamente sobre los hombres fue cuando insté al Tirano de Mileto a encender la chispa de la guerra, y a medida que me sumerjo en la profundidad de mi mente descubro que en mi período hispánico pude realizar otra de mis jugadas maestras, esta sí la última, en la que empeñé lo que restaba de energía divina atesorada en mi cuerpo de piedra.
No sé de donde surgió la idea primigenia, indago e indago, como lo hacían los atenienses, en la búsqueda de la causa primera y ésta se hace esquiva, me evita, se oculta entre las telarañas de mi vejez que dificultan mi investigación; quizás también en mis épocas atenienses se me pegó el vicio de la racionalización, o quizás el origen de todo se debe al vestigio de divinidad que queda en mí y que me hizo entrever otra de las grandes oportunidades de encender una hoguera que iluminara la posteridad.
Por aquellos días el Imperio Romano, al que, como ya pensé con anterioridad estaba aprendiendo a admirar, parecía haberse atascado en Hispania. Pese a la brillantez con que había dominado a Cartago, después de la batalla de Zama no había concluido en forma la tarea y había dejado las larvas de ese poder naval y comerciar con el que no se podía convivir; yo necesitaba un Amo del Mundo indiscutido y tan poderoso que produjera un gran cataclismo a su turno de caer, para que con su estruendo diera un nuevo empellón hacia delante a mi hija dilecta, la historia. Y para mi desilusión la península ibérica comenzaba a transitar un camino de tranquilidad, similar a aquel del Mediterráneo que me enervó a tal punto de obligarme a desencadenar las Guerras Médicas...
¿Cómo era posible que el poderío de Roma conviviera con los bastos celtíberos?... ¿Por más federación que fuera el Emporión, Gádiz, y Ebessus, podían pretender hablar de igual a igual con quien habíamos destinado a ser el dueño del mundo?... ¡No, si Roma aceptaba esa situación humillante no sería digna del papel previsto para ella!... ¿Y si no era ella, quién podría empujar los tiempos en su evolución constante? No había nadie a la vista, y en lo que presentía era mi última actuación como alarife de la evolución constante, algo debía hacer para cerrar con dignidad mi trayectoria brillante a lo largo de los milenios; mi última obra debía ser transitada a pasos seguros hacia el futuro, evitando el vacilante andar de un párvulo indeciso entre cuadrúpedo y bípedo.
En un esfuerzo, quizás el postrer, me introduje entre los misterios del devenir del hombre, y como en aquella oportunidad en que la figura del Tirano de Mileto apareció ante mis ojos, así también atisbé un pueblo, el lusitano, y un caudillo, Viriato; ambos serían capaces de plantarle cara a los romanos, sólo había que ayudarlos. ¿Cómo?... Al pueblo, haciendo uso de mis últimas energías de diosa, lo cargué de orgullo nacional y valor; y al caudillo le metí en la sesera el férreo sentido de responsabilidad ante su gente, a la que no podía dejar librada a los designios de unos extranjeros venidos del Norte, por más poderosos que fueran, aún cuando hubieran sido quienes derrotaron al Gran Aníbal... Todo iba bien, pero la genialidad mía estuvo en ponerles al frente a jefes mediocres del Imperio Romano, de forma tal que los éxitos primeros fueran de los lusitanos lo que encorajinaría a los celtíberos a sumarse al alzamiento... ¡y así sucedió! Yo no necesitaba impulsar a los romanos, que de por si no permitirían un levantamiento en Hispania. Recuerdo que por aquellos días yo parecía decidida a dejar el escenario armado como estaba, pero otra chispa de mi divinidad me iluminó para dar el golpe realmente artístico a la que intuía sería mi obra póstuma.
En las nieblas de la eternidad descubrí a un romano, Publio Cornelio Escipion Emiliano, nieto del “Africano Mayor”, Paulo, el vencedor en Zama. El, siguiendo los pasos de su abuelo, destruyó Cartago, lo que le valió el mote de “Africano Menor”, terminando para siempre con la amenaza cartaginesa en el Mediterráneo...
Para mí, arrancar al Senado romano la orden “¡Delenda est Cartago!” no había sido tarea fácil, y no podía permitir que todo se viniera abajo por unos bárbaros. La jugada haría había sido brillantemente urdida; logré que el “Africano Menor” fuera designado gobernador de la Hispania Cisterior, pero mi posibilidad de manejarlo como lo había hecho con otros personajes no era tan fácil; por más que hurgué en su personalidad no encontré a mis grandes aliadas, la ambición, el endiosamiento del ego, la capacidad de traición... ¿Qué hacer?... ¿En donde hallar un apoyo para que mi palanca moviera la historia? Esa duda carcomió mi interior de caliza por un tiempo, en el cual mis “dueños”, y lo pienso así, en tono totalmente despectivo, una noche se fueron... ¿o quizás debería decir huyeron?, a Numancia, hacia el interior de la península, en el fértil valle del Duero.
Nunca me preocupó las causas que los impulsaron a dejar el Emporión, concentrada como estaba en armar en detalle el descalabro que necesitaba, y tanto buscar entre los vericuetos de la mentalidad de “El Africano Menor”, hallé algo, que si bien no era lo ideal, podría servir para mis fines. Mi “peón” había exaltado hasta la sublimación su amor hacia Roma, y él como gobernador no podía permitir que Roma, su “Ciudad Ídolo” se derritiera en las aguas de su fracaso... ¿Sería eso suficiente?, pensé durante días y meses, y me pareció que no podía dejar el futuro de la historia sostenido por una sola columna; o había que plantar una más, o había que reforzar la existente.
Hasta ese momento todo se basaba en la personalidad de los actores del drama, pero realmente poco había usado de mis potencialidades de diosa, y no era este, en la elaboración de mi obra postrera, oportunidad para abandonar tan valioso instrumento.
Durante días me ensimismé en hacer de mi magia divina el sello que pusiera mi impronta a la obra, y el esfuerzo no fue en vano. Una noche mi espíritu de diosa voló, perforando tiempo y espacio, hasta el campamento de Massinisa, el rey númida que tanto colaboró con el abuelo del caudillo que ahora me preocupaba, amigo dilecto de su familia desde las épocas de Zama. Yo sabía que con el númida se encontraba Escipión de visita por unos días, y por esa magia de la eternidad en la que me movía di un salto hacia atrás en el tiempo para encontrarlo aún joven, dirigiéndose a su tienda después de haber cenado con su anfitrión. Con sumo sigilo repté hasta el interior de los sueños del romano amansando con mi soplo y dando forma con mis manos, a las nubes que su ensoñación comenzaba a condensar, y de pronto me encontré que mis esfuerzos eran premiados ya que yo, en ese sueño de Escipión, me transformé en la imagen de su abuelo, “El Africano Mayor”. (Continuará, próxima entrega el día miércoles)

Alfonso Sevilla

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