sábado, 26 de diciembre de 2009

REVELADORA SAGA DEL ADIÓS


La Nación, adnCultura, Buenos Aires, Argentina, 26Dic09
Por Alejandro Patat
Para LA NACION
Oriana Fallaci Foto: EFE
Un sombrero lleno de cerezas
Por Oriana Fallaci
El ateneo
TRAD.: Isabel Prieto
Oriana Fallaci (1929-2006), la más amada y la más detestada de las periodistas italianas de las últimas décadas, dejó su testimonio póstumo en Un sombrero lleno de cerezas , la trabajosa historia novelada de su familia desde 1773 hasta 1889. Esta extensa y, por momentos, densa escritura final quizá sea el mejor de sus relatos. Hechas fríamente las cuentas de su vida, a la espera de una muerte inminente por un cáncer incurable, Fallaci decidió poner manos al manuscrito abandonado luego del ataque contra las Torres Gemelas. En 2001, en efecto, lanzó al mundo una dura invectiva contra el islam, que le valió la condena casi unánime del ambiente intelectual de izquierda y el apoyo de amplios sectores de la derecha europea.

Luego de la polémica, por cierto bastante pobre y superficial, Fallaci retomó el manuscrito. Realizó investigaciones personales en archivos, bibliotecas, oficinas y catastros. Buscaba poner orden y reconstruir la historia de los distintos troncos familiares que hicieron posibles los nacimientos de sus cuatro abuelos. Su predilección no se dirige a la parte más anónima de su familia ni tampoco a una paupérrima rama materna de soldados del Risorgimento, diezmados por el hambre, las persecuciones y las torturas. En su interior, Fallaci, nunca neutral, escribe la mejor parte de la novela al principio, cuando se ocupa de describir una casa de campo, ubicada entre Florencia y Siena, la misma zona donde la escritora vivió sus últimos años, con largas estadías en Nueva York.
Al principio, entonces, narra la historia de Caterina, la testaruda mujer de Carlo Fallaci, su viejo antepasado toscano, que impuso a su marido como condición para casarse que aprendiera a leer y a escribir. Pero lo que más conmueve a la escritora no es tanto el carácter empedernido de su antepasada, sino ese paisaje de dulces colinas que Carlo no quiso abandonar nunca más cuando regresó de Virginia, en Estados Unidos, donde había ido a plantar los viñedos según el viejo magisterio del Chianti. Esa rama de la familia le sirve a la autora para afirmar con orgullo su profunda ligazón con la región de la Toscana.
Su personaje preferido llega, sin embargo, al final, cuando se detiene -visiblemente emocionada, consciente de que se trata de las últimas palabras escritas de su vida- para narrar la historia de Anastasìa, su bisabuela, hija ilegítima de un noble polaco y a su vez madre soltera de Giacoma, su abuela, abandonada en el torno del hospicio de Cesena, en la Romaña. Sin el peso de su hija malquerida, Anastasìa parte para Estados Unidos con pasaporte falso. Primero, viaja al profundo Oeste, donde, a punto de casarse con un mormón, huye rocambolescamente, conoce a un truhán, se casa, queda viuda en un santiamén y abre un prostíbulo de lujo. Regresa a Italia, rica y hermosa, en busca de la hija abandonada. Para hacerse perdonar, le concede a la adolescente todo lo que en su niñez fue escaso. Pero, para su desgracia, tiene una relación sentimental con el joven del que se había enamorado su hija. La revelación de esta aventura será siniestra. Las últimas páginas de Un sombrero lleno de cerezas narran el trágico desenlace.
Entre estas dos historias, hay decenas de episodios en los que abundan las anécdotas excepcionales, las guerras, las carestías, los exilios, las condenas, las traiciones, pero también los nacimientos, los casamientos, los amores. El escenario es casi siempre Italia, devastada por las luchas intestinas, por las guerras de Independencia, por el retraso económico.
En esta novela póstuma -Fallaci misma decidió que debía esperarse su muerte para su publicación-, quedan muchos de sus tics estilísticos: la tendencia a la prosa informativa, derivada de su profesión como periodista; la casi anulación de un lenguaje metafórico o simbólico; la fuerte capacidad de simplificación conceptual; la estigmatización psicológica de los personajes; la propensión a establecer ejes axiológicos opuestos, de manera tal que sea posible tomar en cada oportunidad una posición polémica extrema.
Pero hay también un hecho novedoso: hacia el final, cuando la narradora está por relatar el regreso de Anastasìa, nos dice que su muerte coincidirá con la suya. Porque el punto final de la novela es un punto de llegada. Entonces, una peculiaridad esporádica del texto se vuelve central: Oriana se funde con su personaje y dice "cuando volví a Cesena"; es decir, pasa de la tercera a la primera persona y, notablemente cansada de vivir, como Anastasìa, hace suya toda la carga histórica de la saga familiar.
Hay que reconocerle a Fallaci que su despiadado narcisismo fue usado, al final, con inteligencia, por lo menos consigo misma: no fue perversión, sino, sobre todo, instrumento de conocimiento. Porque, en el ápice de su carrera, prestigiosa e hipercriticada en todo el mundo, acechada por la muerte, se convenció de que sólo en la historia de la propia familia anidaba el secreto de su vida. Y se lanzó desesperadamente a aferrarlo.

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