martes, 6 de noviembre de 2007

CONFUSIÓN (Cuento)


Juan despertó aun con sueño, apagó el despertador que marcaba las seis y se sentó en la cama. Pensó en el día que tenía por delante para recorrer. Era un día igual que los demás. En la casa todos dormían, miró a Julia. Desde la cama parecía observarlo, sin embargo dormía. Siempre lo había asombrado esa forma de dormir con los ojos semiabiertos. Su cuerpo se alargaba en la cama, una pierna descansaba sobre la otra. Sus brazos ágiles terminaban en unas manos prestas siempre al movimiento o a indicar algo. Pensó en los veinte años que llevaban juntos e instantáneamente se acordó de los nueve niños: un promedio de un hijo cada dos años.
Al final se separó de la cama yendo al baño. El contacto del agua fría en la cara terminó por despabilarlo. Se cepilló con cuidado los dientes mientras caminaba. Ese había sido siempre su rito. Cepillar, mirarse en el espejo y caminar, cepillar y a otro cuarto, cepillar y a la cocina, cepillar y a ver los niños, cepillar y pensar, cepillar y volver al baño. Mientras se enjuagaba la boca viajaba con los pensamientos. Eso lo hacia disfrutar. En realidad vagar mentalmente había sido siempre su escape a todo lo que no le agradaba.
Pese a la hora y al frío se sentía bien dispuesto, terminó de peinarse y se miró en el espejo. El reflejo de su imagen lo dejó satisfecho. Tenía cincuenta y cinco años y todavía no peinaba canas, el rostro casi liso sin arrugas, los ojos claros y aun vivaces. Volvió al cuarto por la ropa se puso las medias, los pantalones, la camisa, los zapatos, luego se hizo cuidadosamente el nudo de la corbata, se colocó el saco, buscó sus papeles y al fin salió sin despertar a Julia.
Al pasar entró a mirar a los niños sin ningún cuidado, sabía que dormirían hasta las ocho cuando Julia enérgica y despiadada entraría a despertarlos. Los repasó con la mirada, algunos descansaban plácidamente otros inquietos ya se movían. Juan imaginó sus movimientos posteriores: las carreras para ganar el baño, los manotazos por el jabón y la toalla, las corridas luego hacia la cocina, las peleas por las tazas, por la manteca, por el dulce y por lo que fuere. Sonrió divertido, más aún al pensar que estaría fuera de ese pequeño pero tumultuoso campo de batalla.
Al salir de la casa recogió el diario y lo guardó entre sus papeles. Nunca había podido leerlo mientras viajaba, tampoco lograba comprender a los que lo hacían. Recordó sus primeros intentos cuando comenzó a trabajar como pibe de los mandados a los diecisiete años. Se sentía importante leyendo la primera hoja con los titulares mas salientes. Luego cambió por un diario en inglés. Tenía la cabal sensación de que todos lo observaban admirados. Pavadas de la edad. Cuando en realidad tuvo interés y ansiedad por leerlo, los movimientos del colectivo o el subterráneo lo mareaban entre las letras dejándolo al borde del vómito. Aún hoy, ya de grande, no podía leer en un vehículo.
La calle lo golpeó en el rostro. Soplaba un aire frío y estimulante. Apuró el paso y pasó la avenida casi sin fijarse en las indicaciones del semáforo. Al cruzarse con un par de personas les sonrió con simpatía. Eran sus primeros semejantes en esa desnuda madrugada. Entonces comenzó a notar hasta que punto era diferente aquella mañana de la de todos los días. Sabía que las ciudades, sus calles y avenidas, sus habitantes estén siempre cambiando. Siempre muestran fases y humores diversos, sea por el día, sea por la hora y por la zona. A pesar de ser un día de semana, para Juan esa mañana tenía la sensación de un tono distinto.
Se concentró así en ese viernes que llegaba a él con jubiloso impulso, como anticipo del fin de semana. Su cuerpo erecto y ágil acompañaba su paso apurado. Se sentía saludable y vibrante. Miró hacia ambos lados, izquierda y derecha, luego hacia atrás y hacia adelante, recorrió con la mirada las calles, negocios y edificios aún vacíos. El sol apenas comenzaba a asomar. Cruzó la última avenida y el fin llegó a su escritorio. Allí sonriente saludó el mayordomo. El hombre ni siquiera contestó y sin mirarlo se alejó. Con sorpresa Juan comprobó que la corriente eléctrica de los ascensores estaba cortada y que pese a la hora, la mole de concreto y acero dormía por completo. ¿Sería posible que no se trabajara? ¿De que feriado se trataba? ¿Podría ser que fuera un sábado o un domingo? Asombrado no encontraba explicación a sus preguntas. ¿Se habría confundido? Al fin sacó su diario y miró la fecha. Estupefacto advirtió que era sábado, un día no laborable. ¿Como pudo haberle sucedido eso? Pegó la vuelta en el acto, volvería a la casa a tiempo para participar en el pequeño campo de batalla. Podría jugar con los niños y estar con Julia que así no se quejaría. Comenzó a experimentar una enorme sensación agradable. Era un gozo que nacía incipiente en él, comenzaba a crecer y así tomaba la dimensión de un inmenso placer que le recorría el cuerpo de punta a punta, que le llenaba todo su continente y contenido físico.
Otra vez se sintió vibrar. Era como un torrente y torbellino que se abatían sobre él y lo arrebataban, lo agitaban y lo lanzaban casi al espacio. Se sintió vivo y fuerte, poderoso e invencible. Comenzó a caminar más rápido luego casi a correr. Cada salto suyo sonaba en sus oídos y todo en su ser era un binomio triunfal, vibraba por la sola convicción de existir. Se sentía feliz, alegre y pleno.
Entonces emprendió ya veloz carrera hacia los niños, hacia Julia, hacia donde tanto ansiaba llegar luego de su increíble error. Al fin al doblar la esquina vio su casa, todo parecía igual que al dejarla esa mañana. Agitado, sudoroso pero feliz entró y abrió la puerta. Cuando sorprendido brutalmente, como si hubiera sido atravesado por un rayo, pudo ver los ornamentos mortuorios. De repente recordó la mirada ausente del mayordomo y como lo ignorara esa mañana. Tuvo la visión del enorme edificio totalmente dormido. Volvió a revivir su asombro y su confusión: ¡Trabajar en un día sábado! Ahí de repente se hizo la luz en su cerebro, sintió que se fragmentaba en mil pedazos y entonces desolado comprendió que había muerto.
José Luján

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