miércoles, 28 de noviembre de 2007

UT PORTET NOMEN MEUN (Novela breve en fascículos)



Entrega 20 y última
-Ese debe haber sido quizás el pecado que avasallaba a D. Martín Suárez de Toledo- se me escapó el pensamiento en un susurro, sorprendiendo al dolorido duende y al escribano.
-¿Algún dictado para incorporar a vuestra disposición?- dijo el fedatario, mirándome por entre los barrotes de sus cejas.
-¿Martín Suárez de Toledo?- me susurró al oído el trasgo, sentado en mi hombro.
-Nada notario, no deis crédito a mis palabras, sólo un pensamiento en voz alta- dije con acento imperativo, impulsándolo a terminar de una vez por todas con su escrito, cuya extensión comenzaba a preocuparme.
-¿Quién es D. Martín Suárez de Toledo?- insistió en mi interior el genio.
-El segundo marido de mi madre, la hija de Dña. Mencia Calderón- respondí, debiendo echar mano a los restos de mi paciencia para mantener la calma.
-¿El que os apartó de vuestro mayorazgo?- preguntó el espectro, insidioso como siempre, y con la voz deformada por una risa que pugnaba por estallar.
-Sí- dije, sin darle importancia a su falta de cortesía.
-¡MST!- sus palabras se arrebujaban en un manto de crueldad.
-¿Qué dices?- contesté mirando a su rostro, que era ahora la representación de la crueldad.
-Las iniciales en el anillo, ¿recordáis señor nuestro hallazgo en la cripta?- me molestó el “nuestro”, me molestó lo descomedido del tono, me molestó la forma en que parecía regocijarse cuando descubría algo que podría serme desagradable.
Todo él me molestaba, quizás por la certeza con que arrojaba sus estocadas, y esta vez me molestaba más que nunca:
-Los únicos anillos que guardó vuestra madre, envueltos en el pañuelo de “La Adelantada”, fueron los de su padre, y el de su segundo marido- el fantasma, más espectro que nunca, lanzó sin tapujos una risotada tan cruel como plebeya- ¡De D. Hernando de Trejo, vuestro padre, nada!
Lo miré sin responderle, mientras en lo profundo de mi ser rezaba un Ave María, para apartar de mí esas dudas que de tanto en tanto me atormentaban, esos pensamientos que no eran propios de un buen cristiano, y que pese a haber dominado en mis manifestaciones externas se encarnaban en los dichos del duende; sus palabras nacían del estigma que yo llevaba en el fondo de mi alma.
-Hernado, igual que vos, señor, le puso a “su” primogénito- el “su” venía diabólicamente sazonado por el destello de los ojos del trasgo- Y para colmo no fue un don nadie, ya sabemos lo que significa en el Río de la Plata el caudillo en que se convirtió... ¿Quién no conoce a “Hernandarias”(1) en estos reinos?- la risita mefistofélica volvía a apuñalar mis carnes interiores, lacerándome hasta casi interrumpir la profundidad en que intentaba sumergirme para apartar de mí ese pensamiento cruel que, de tanto en tanto, salía de las cavernas del infierno interior que cada uno lleva consigo.
Gracias a Dios, algo dijo el notario liberándome de los sufrimientos íntimos que me atenazaban. Retornando a la superficie de la realidad me encontré con el fedatario que me extendía los folios producto de su trabajo, pidiéndome que los leyera antes de suscribirlos. Confiado en su meticulosidad, los ojeé en forma rápida, una vez más con mi inquisidor trepado sobre mi hombro haciendo, de tanto en tanto, algún comentario al que no prestaba ninguna atención.
-Bien señor notario, habéis interpretado al pie de la letras las instrucciones que os di- dije, agradeciendo en mi interior a Nuestro Señor que me hubiera permitido dar ese paso tan deseado en este invierno de 1613, y empuñando la pluma que me tendía solícito y halagado el escribano, estampé al pie mi firma: Hernando de Trejo y Sanabria Episcopus Tucumanae. (2)
Dejé en libertad al funcionario y, charlando como lo había hecho a mi llegada, me despedí de D. Francisco de Mendoza, agradeciéndole su gentileza en prestarme su encomienda y su reserva para esos menesteres que quería conservar en la mayor intimidad posible, ingresando, previo paso por la capilla, al túnel donde me aguardaba mi guía, antorcha en mano. Caminé en silencio un lapso, mis pensamientos no bullían ahora en el caldo del pasado, sino que se habían disparado espontáneamente al futuro, hacia el fruto de todo lo que me había conmovido en las últimas horas, hacia esa universidad que brillaba como la antorcha en el túnel que transitaba, pero esta vez en un túnel horadado en el tiempo; un laberinto apenas esbozado hacia el futuro, que más que transitarlo habría que construir, y en cuya trazado esa casa de estudios soñada sería la brújula marcando el rumbo: “Ut portet nomen meun coram gentibus” “Univertas Cordubensis Tucumanae”. (3)
-Eminencia- por primera vez el duende empleaba el tratamiento que me correspondía- ¿Quién puso nuestro hallazgo dentro del muro?- no me importunó lo más mínimo la pregunta, ni aún el “nuestro” que solía molestarme, y contesté con un indiferente encoger de hombros.
-Eminencia- insistió el gnomo- ¿Os acordáis de los dientecitos en el tubo de plata, los que seguramente habían pertenecido a un infante muy querido, sin duda al predilecto de la prole?- su voz ahora era meliflua, halagadora, casi obsecuente, lo que me hizo poner en guardia.
-Sí.
-¿Serían de Hernandarias o vuestros, Eminencia?- sin esperar mi respuesta el duende, de un salto, huyó a cobijarse en los obscuros vericuetos de mi espíritu. (4)

(1)Hernando Arias de Saavedra, no es de extrañar que en esta época los hijos no tomaran el apellido de sus padres. Esto no significaba desprecio para sus progenitores.
(2)Los medio hermanos Hernado de Trejo y Sanabria y Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, fueron hitos del americanismo en el Río de la Plata; el uno, primer criollo consagrado obispo y fundador de la Universidad de Córdoba, en cuya empresa fue secundado magistralmente por el provincial de los jesuitas, Diego de Torres; el otro, primer criollo designado gobernador, y caudillo indiscutido de estas tierras.
(3)El lema de la Universidad de Córdoba no le fue impuesto por el obispo Trejo y Sanabria.
(4)El obispo D. Hernando de Trejo y Sanabria salió al año siguiente (1614) a misionar a las sierras de Córdoba, retornando enfermo. Acompañado entre otros por su confesor, el padre Juan Darío, inició viaje a la sede de su diócesis en Santiago del Estero, pensando que el clima de esa villa lo reconfortaría. Falleció a sólo ocho leguas de su partida, el 24 de diciembre de aquel año.
Si desea leer reunidas todas las entregas busque en la columna de la derecha, en ETIQUETAS y cliquee en NOMEN.
Alfonso Sevilla

No hay comentarios: