miércoles, 21 de noviembre de 2007

UT PORTET NOMEN MEUN (Novela breve en fascículos)


Entrega 18
En la quinta había varias construcciones de adobe con techos de paja. La más importante, hacia la que nos dirigíamos, parecía ufanarse de su galería anterior sostenida por rústicos parantes de madera, casi troncos; no obstante, la casa la ostentaba orgullosa, como símbolo distintivo de su posición social en medio de sus congéneres: ser la morada del amo, D. Francisco de Mendoza. En nuestra plática caminando hacia ella revistamos las novedades políticas, yo comentaba lo acaecido en Santiago del Estero, con figura central en el gobernador, D. Luis de Quiñones Osorio, y él relataba los sucesos en Córdoba, siendo la diana de sus afiladas flechas el Teniente Gobernador, D. Fernando de Toledo Pimentel. El último tramo de nuestro andar lo hicimos a la vera de un ancón, de donde nacían acequias espejadas por el sol jugueteando entre las cabelleras de los sauces, y acompasadas en su corretear por los quejidos de algunas norias trasegando las aguas hacia los cuadros de cultivo.
-Os aguarda el notario- me dijo D. Francisco, a punto ya de entrar a la vivienda.
Hubo saludos protocolares, exagerados por el fedatario, especie que, creo, siempre le gustó desplegar hasta la exageración tanto las reverencias como los latinajos. Ya sentados alrededor de una rústica mesa, y después de tomar una taza de soconusco, que me supo como nunca sazonado por el frío del invierno cordobés, se retiró el encomendero aduciendo la necesidad de atender tareas en la quinta, lo que evidentemente era mero pretexto para dejarnos en soledad trabajar.(1)
El letrado había abierto su escribanía portátil y de su interior sacaba los instrumentos de su oficio: tintero, plumas de ganso, y folios cuyo número me hicieron temblar al pensar que si pensaba llenarlos a todos me pasaría el día entre obviedades, frases hechas y otras menudencias a la que son tan afectos los de su menester. Con suma atención revistó el corte de las plumas, sus ojos de aguilucho brillando bajo unas cejas que trepaban tormentosas hacia lo alto, como si de un general se tratase, pasando minuciosa inspección a las espadas de su tropa en la hora crucial que preludia la batalla. Acarició los folios, campo donde libraría el combate, hasta que finalmente seleccionó uno al que contempló satisfecho; levantó el mentón entrecerrando sus ojos como si se tratara de un artista buscando su musa, o un sacerdote a la hora de la consagración, abrevó la pluma en el tintero y dejó flotar un instante la mano portando su arma, hasta que, en forma decidida, la dejó caer sobre el papel donde trazó la señal de la cruz, dejando fluir la pluma portadora de su sapiencia: “En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios Verdadero, y de la Gloriosa Virgen María su madre, Nuestra Señora, a quien toma por abogada, en el asiento de la Ciudad de Córdoba de la Nueva Andalucía....”... El escribano susurraba lo que escribía, pausando su letanía en los lapsos en que, concentrado en un concepto o en el tallado de una filigrana, sacaba la punta de la lengua por una comisura de sus labios y entrecerraba sus ojos modificando la posición de su cabeza sobre la blanca peana de seda alechugada.
El monótono hacer del notario, y mi poco protagonismo, ya que había entregado al notario una minuta con las bases del escrito que necesitaba, me condujo rápidamente al ensimismamiento que caracteriza mi manera de ser; no me cuesta confesarlo, ni trato de corregirlo; antes bien, gozo apurando el proceso cuando lo sé a punto de acaecer, y en aquella oportunidad hice como siempre, empujándome a las profundidades de mi ser. Esta circunstancia hizo reaparecer al geniecillo, ahora instalado en el escenario en que se movían mis pensamientos, aún cuando sus modos fueran otros; en casa ajena, el trasgo parecía cohibido, sus movimientos, antes vivaces y contagiando permanentemente un dinamismo que invitaba a avanzar sin freno hacia lo desconocido, ahora se habían vuelto calmos, temerosos, calculadores; las cabriolas habían desaparecido y ahora, extremadamente sigiloso, caminaba en puntas de pie acercándose al escriba. De tanto en tanto, mientras acortaba la distancia, me miraba buscando mi aprobación... o complicidad, haciéndome reír en mi interior.
(1) La quinta es el origen de un barrio tradicional cordobés, “Quinta Santa Ana”, en el que existe aún la capilla en donde se sigue oficiando el culto.
CONTINUARÁ- LAS ENTREGAS SE HARÁN LOS MIÉRCOLES Y DOMINGO. Si desea leer reunidas todas las entregas busque en la columna de la derecha, en ETIQUETAS y cliquee en NOMEN.
Alfonso Sevilla

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