sábado, 12 de julio de 2008

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE MARILYN


La Nación, 12Jul08
Por Tomás Eloy Martínez
Las célebres "fotos prohibidas" de Bert Stern fueron exhibidas hace dos años en el museo Maillol, en París Foto: Newscom

No hay brújula tan certera como el azar para encontrar lo inesperado. Quien se deja llevar por el azar y pasa por alto las relaciones de causa a efecto descubre siempre -o casi- una realidad desconocida, que estaba a la vista desde hacía mucho sin que nadie lo advirtiera. Es lo que me pasó hace algunas semanas con Marilyn Monroe, que fue uno de los íconos sexuales e intelectuales de mi juventud y cuya historia resume por sí sola los afanes de libertad y la pasión por cambiar el mundo que encendieron la década de 1960. Hacía mucho que no me acordaba de ella cuando de pronto, en uno de los canales de cable de Nueva York, pasaron un excelente documental sobre sus últimos días, que retuvo mi atención durante horas. Era una pequeña joya que recuperaba las imágenes nunca vistas de su película inconclusa, Something s Got to Give , las devastaciones que dejaban sobre su cuerpo los excesos del alcohol y de las píldoras para dormir, los provocativos desnudos con que trastornó las rutinas de los técnicos y uno de los momentos cumbres del final de su vida, cuando, a fines de mayo de 1962, abandonó la filmación y tomó un avión a Washington para cantarle el feliz cumpleaños al presidente John F. Kennedy con una intensidad erótica que todavía empaña las imágenes. Ver aquel documental hizo caer sobre mí el peso de una entrañable melancolía. Cada uno de aquellos años -los años en que empezaron los fuegos artificiales de los 60- regresaron intactos a mi memoria con la misma fuerza que tuvieron en el pasado. Al día siguiente, fui a caminar sin rumbo por Manhattan y, como otras veces, terminé mi paseo en Strand, la librería de viejo más grande del mundo, cuyos trece kilómetros de estantes y tres millones de libros no cesan de crecer. Allí, en una de las mesas del fondo, volvió a salirme al paso Marilyn. Estaba en la biografía que le dedicó Donald Spotto, en la cual los últimos días de la diosa -así la llama- están enturbiados por la desesperación y los mismos personajes siniestros de Rebeca , la película de Hitchcock. Y estaba también en un libro de Bert Stern, The Last Sitting ("La última sesión"), agotado desde hace mucho pero no en Strand, donde quedaban tres o cuatro ejemplares. En junio de 1962, Marilyn aceptó posar (desnuda y no) para el fotógrafo Bert Stern, a quien había contratado la revista Vogue . Tres o cuatro de esas tomas aparecieron en las ediciones del mes siguiente. Las otras fueron archivadas en un desván. Stern las ocultó la mañana misma en que Marilyn murió, el 5 de agosto de aquel año, y las resucitó poco después en su libro, que conserva las imperfecciones y las marcas rojas de todo borrador. Algunas de esas fotos pueden verse ahora en Internet, donde la frialdad digital les deja poco de la magia de sus orígenes, o de lo que Stern llamaba "la imposibilidad de captar una luz que no cesa de moverse". Las que vi en el ejemplar de Strand me dejaron una impresión extraña. Se tiene todo el tiempo la idea de estar espiando por la cerradura una muerte inevitable y, lo que es peor, se entiende por qué la muerte estaba allí. En la biografía de Spotto, Marilyn aparece sometida a la voluntad del siniestro e irresponsable psicoanalista Ralph Greenson y a las astucias de la enfermera Eunice Murray, que también manejaba a la actriz a su antojo. Eunice tenía 58 años. Aunque se mostraba indefensa y angelical era, en verdad, un demonio posesivo e insolente. Aisló a Marilyn de sus viejas amistades y la mantuvo a raya con inyecciones de Nembutal, clorohidratos, vitaminas y anfetaminas, todas ordenadas por Greenson y por Hyman Engelbert, un médico de Los Angeles, que actuó como deus ex machina de la tragedia. "A ustedes les hará bien estar juntos -les decía Engelbert-. Todos están enfermos de narcisismo." Según Spotto, Marilyn no se suicidó: la mató accidentalmente Eunice con una sobredosis de barbitúricos, aplicada en forma de enema el 4 de agosto de 1962, entre las seis y las siete de la tarde. Varios testigos la vieron irradiar alegría esa misma mañana. Proyectaba casarse de nuevo con Joe DiMaggio. Dejó inconclusa una carta de amor que resumía sus ambiciones de niña inmadura: "Querido Joe. Si sólo pudiera hacerte feliz, lograría la más grande y más difícil de las cosas: hacer a otra persona completamente feliz. Tu felicidad sería mi felicidad". A partir de allí el silencio, el vacío, la mano tendida desesperadamente hacia la nada.
La versión de Spotto parece demasiado armada, demasiado teatral. Stern insiste en que la actriz ya nada esperaba de nadie. Basta observar sus fotos para advertir que quizá tiene razón. En el dormitorio donde Marilyn se suicidó no quedaron sombras de asesinos solitarios ni de amantes furtivos. En vísperas del final, se vislumbra que ella no tenía fuerzas ni para llamar a Dios por teléfono y que jamás había salido de la infancia.
Pese a lo cual envejecía. Tal era el drama. La Marilyn que desenmascaran las fotos de Stern es la de la perfección violada: la imagen de la carne incorruptible e imperecedera que, sin embargo, siente su propio desvanecimiento. Las poses del libro exhiben voluntad de vida: Marilyn con una gasa entre los dedos, fingiendo pudor por su desnudez, cubierta de strass o de diamantes, mordiendo las cuentas de un collar o diciendo adiós con el cuerpo a un abrigo de pieles. Todo lo demás es violencia contra sí misma, conversación con un ser que está adentro de ella, pero que la mantiene lejos. Oírla cantar Happy Birthday, Mr. President en la fiesta de gala que los demócratas ofrecieron a Kennedy para celebrar su 45º cumpleaños, el penúltimo, es -tal como lo revela el documental que vi en el canal de cable- otra ceremonia de destrucción. Marilyn quizá supiera que se estaba despidiendo del hombre que había sido su amante de una sola noche y que le había dejado, como único recuerdo, un fugaz elogio a los músculos de sus pantorrillas. En el documental es visible el desinterés o el desdén del presidente, y también el deslumbramiento de su hermano Bob, al que se ve erguido sobre la butaca del Madison Square Garden -escenario del recital-, pendiente del cuerpo pálido y aéreo de la actriz, subyugado por el vaho de sexualidad que ella sigue exhalando aún, pese a la polvareda de los años. En las imágenes de Stern, Marilyn vuelve a ser la maravillosa criatura muerta que se esfuerza por aferrar la vida. El implacable fotógrafo no le disimula los aguijones de las arrugas en torno de los ojos, la oscura línea de una cicatriz sobre el vientre, las zarpas de la edad clavadas en los codos, los días que no se quieren vivir y que, sin embargo, llegan en las penumbras de la mirada. En la mitad de las fotos Marilyn está desnuda, como no lo había estado desde los dieciocho años, cuando posó para el almanaque que iba a iniciarla en la fama. Desnuda, pero sin el menor encanto. Ella se revuelve el pelo, se cubre la cara, se dobla como una púber sobre los pechos pequeños (también de púber: el único bastión de la adolescencia que no había caído), y nadie podría hacer otra cosa que compadecerla, pasarle la mano por la espalda y preguntarle de dónde Spotto cuenta que, hacia el final de las sesiones con Stern, Marilyn dejó caer el echarpe de seda con el que se cubría y le preguntó: "Bert, ¿no te parezco joven para mis 36 años?".
No parecía joven, pensó el fotógrafo. Parecía anciana y recién nacida, inocente y perversa, vacilante como la primera mujer en el primer día del universo. Se le acababa el ser y no lo sabía. Todas las desventuras del pasado se le asomaban de repente a la cara, como a un balcón en el vacío. Si algo sobrevive todavía de los 60 hay que buscarlo, sin duda, en los pliegues de esa cara menguante. Fue de eso que murió, de no poder soportar a la que ya no era y que, no obstante, persistía en su ser: a la imperfecta, a la que se venía, a la que ningún Bert Stern querría volver a fotografiar. Los románticos solían decir que cada quien carga la propia conciencia como una cruz. Hay quienes -Marilyn era una- sobrellevan a duras penas el propio cuerpo, hasta que se vuelve ajeno y pesa demasiado, demasiado.

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