martes, 29 de julio de 2008
SOBRE COMPLEJOS PROFESIONALES
La Nación, Buenos Aires, Argentina, 29Jul08
Por Armando Alonso Piñeiro
Para LA NACION
Cada vez con mayor énfasis, se advierte en algunas personas un complejo que las impulsa a acrecentar su autoestima con el fin de llamar la atención de terceros. Este fenómeno se registra en estratos, por lo general, superiores a la medianía ocupacional generalizada. No me refiero, por lo tanto, a obreros o empleados, a artesanos o mecánicos, a trabajadores manuales ni a cualquier otra actividad similar. Me limito a quienes utilizan la palabra oral o escrita como vehículo de comunicación. Ellos deberían tener la mayor responsabilidad en la claridad del mensaje. Entre los casos más notorios -desgraciadamente, a veces propulsados por algunos medios de comunicación- figuran presuntos filósofos, científicos, historiadores y juristas. No es filósofo quien egresa de la Facultad de Filosofía y Letras con un diploma bajo el brazo. No es científico el médico que atiende en su consultorio o en el hospital. No es historiador quien se limita a divulgar el pasado. No es jurista el mero abogado con su clientela penal, civil o laboral. Es lamentable, pero algunas revistas que tienen determinado columnista ponen el clásico asterisco al lado del nombre del autor, y la aclaración al pie de página: "Filósofo". Deben de conmoverse desde el más allá los grandes pensadores y auténticos filósofos de la cuna del conocimiento, la eterna Grecia. ¿Qué dirían Aristóteles y Platón, Tales de Mileto y Heráclito, Pitágoras y Zenón, Sócrates y Parménides o, mucho más acá, Descartes, Spinoza y Leibnitz, Kant, Locke y Berkeley, Hume, Hegel y Schopenhauer? Quienes detentan la honrosa clasificación de filósofo son los principales responsables, porque no deberían permitir tal definición. No basta con acudir al Diccionario de la Lengua Española -en su tercera acepción reza del filósofo: "Persona que estudia, profesa o sabe la filosofía"- para apropiarse del eminente encasillamiento.
La publicación oficial de la Real Academia Española se limita, como es lógico, a la definición lingüística, no conceptual ni profundamente profesional.
Para ser llamado filósofo es necesario haber creado una metodología diferente o haber dado cima a estudios comparados de sistemas o personajes destacados a lo largo de los siglos en la ciencia de las ciencias. Algo similar ocurre con una actividad que me toca muy de cerca. Me refiero a la historiografía. No es historiador el mero divulgador del pretérito, el que se limita a leer una cincuentena de libros y luego hace una síntesis de anécdotas y superficialidades, o, aun sin estos calificativos, un resumen que se acerca más al plagio que a la investigación. He aquí, en este último término, la fórmula que diferencia al historiador del divulgador. El primero debe dedicarse a la búsqueda y consiguiente hallazgo de documentos inéditos, habiendo agotado previamente la bibliografía existente sobre el tema en estudio para evitar repetir indagaciones de terceros. Una vez descubiertos los papeles en cuestión, es necesario aplicar la hermenéutica y el correspondiente cotejo con otros instrumentos, con el fin de evitar errores, exageraciones, engaños o simples falsedades. Existen otros elementos disciplinarios, pero el espacio resulta mezquino para abundar en ellos. ¿Y qué pensar de quien se dice científico siendo únicamente médico, químico o farmacéutico? Luis Pasteur no era simplemente -y ruego no connotar esta definición con ningún epíteto descalificador- un químico, sino alguien que, prevalido de su profesión, descubrió la vacuna contra la rabia y el ántrax, fundó la estereoquímica y obtuvo un procedimiento para evitar la alteración alimentaria que lleva su nombre. Jonas Salk no era simplemente un médico, sino alguien que descubrió las vacunas antigripal y antipoliomielítica. Como es obvio, la lista de otros ejemplos sería casi inacabable, pero estos dos modelos son suficientes para señalar la diferencia entre un profesional y un científico. Un médico o un químico ejercen su actividad específica, pero si han realizado algún descubrimiento o efectuado determinado aporte a su disciplina ya ascienden a la categoría de científicos. No menos importante es diferenciar al mero abogado del jurista. Ya se sabe a qué se dedica el primero, mas si, aparte de ello, incursiona en la jurisprudencia con elementos renovadores, con análisis comparativos originales, con estudios de alta especialización, ha escalado el máximo peldaño: es un jurista. Sin embargo, vale repetir las muestras de autosuperioridades que ejercen seudofilósofos, vulgares divulgadores de la historia, falsos científicos, apócrifos juristas, todos ellos caracterizados por lo que, en síntesis, no son más que megalomanías. Un último ejemplo que, sin encajar exactamente en los análisis anteriores, vale la pena aclarar, porque el público en general suele encasillar erróneamente. Me refiero a estadistas, gobernantes y políticos. Un político -la especie más común en todos los países- trabaja diariamente para repechar posiciones y llegar a gobernante. Gobernar, naturalmente, es dirigir una nación, una provincia, un municipio. Pero raramente equivale a ser un estadista, porque éste es una muestra infrecuente del gran hombre de Estado que, superando los perfiles del político y las funciones del gobernante, descuella por tener una visión amplia y profunda no solamente en torno de la actualidad que lo circunda, sino por prever acontecimientos y planear el futuro. Como es sabido, en la Argentina hace exactamente cincuenta años que no ha aparecido un estadista. En el mundo, cada siglo tiene contados modelos. Son raras las épocas en que coincide un grupo coetáneo de estadistas. Pero ello puede ser materia de otro análisis posterior.
El autor es historiador. Entre sus últimos libros figura Yo, Poncio Pilato.
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