viernes, 8 de agosto de 2008

VIDAS Y MUNDOS DE BRIAN ALDISS


El País, Montevideo, Uruguay, 08Ago08
Elvio E. Gandolfo
CUANDO ESTUVO EN el Río de la Plata, para asistir a la Feria del Libro de Buenos Aires en 2001, el inglés Brian Aldiss sedujo al público de edades mezcladas (veteranos, jóvenes, incluso niños) por su personalidad cálida, extrovertida y a la vez rigurosamente cumplidora de todos los pasos de la buena educación. Se divirtió, por ejemplo, en entrevistar con impecable gentileza a un grupo de colegialas cuya maestra les había encargado entrevistarlo a él.

Aldiss nació en 1925. O sea que tiene cinco años menos que Ray Bradbury, (Crónicas marcianas), y diez menos que su compatriota J. G. Ballard (Crash). Su larga vida lo ha hecho ir atravesando experiencias muy diversas, y zonas también muy distintas de la ciencia ficción y de su propia imagen. Reclutado militarmente en 1943, sirvió en Burma y Sumatra hasta 1947. Después trabajó como librero, y su primer libro (The Brightfount Diaries, 1955), estaba compuesto por anécdotas de ese oficio. Desde 1956 se dedicó a escribir, y desplegó una obra tan extensa como diversificada. A sus cuentos y novelas agregó una actividad incansable como promotor y organizador: dirigió la sección de ciencia ficción del sello Penguin entre 1961 y 1969, y escribió una historia del género (A Billion Years Spree, 1973), donde afirmaba que más que buscar un padre de la ciencia ficción (el inefable Hugo Gernsback para los norteamericanos, H. G. Wells para los europeos) había que tener más bien en cuenta a su madre: Mary Shelley con su Frankenstein.
DE TURCO A MAESTRO.
Después de varias decenas de relatos, su primera novela Viaje al infinito (Non Stop, 1958) hizo escuela, con su idea de naves gigantescas transformadas en mundos autosuficientes y para las que pasa tanto tiempo que olvidan su propósito original. En la segunda mitad de los años `60 fue una figura central de la "new wave" inglesa: un grupo variado reunido alrededor de la revista New Worlds, liderada por Michael Moorcock, que consolidó a nombres tan cruciales del género como Ballard, John Sladek, Thomas M. Disch (recientemente fallecido), M. John Harrison, Christopher Priest, y él mismo. En ese entonces Aldiss publicó dos experimentos sorprendentes, cercanos a la "nueva novela" francesa y a la influencia de James Joyce: Informe sobre probabilidad A (1968) y A cabeza descalza (1969). El mejor libro de esa primera época, y tal vez de su bibliografía, fue Invernadero (1962). Más adelante produjo obras de extensión considerable: El tapiz de Malacia (1976) y la trilogía de Heliconia (Primavera, 1982, Verano, 1983 e Invierno, 1985). Entre sus satisfacciones se contó que Stanley Kubrick eligiera uno de sus relatos para llevarlo al cine. Como murió antes de concretar el proyecto, lo filmó Steven Spielberg como Inteligencia artificial. En un reportaje de la revista Locus (agosto de 2000) Aldiss se mostraba a la vez satisfecho y divertido por haber pasado de "joven turco a Grand Master". Antes había atravesado un período duro cuando su esposa murió, en 1997. Bromeaba además ante el reciente premio Nebula a toda su carrera: "Supongo que es porque todos los demás muchachos se van muriendo, y yo sigo dando vueltas".
SOCIEDADES, FUTUROS Y HOMENAJES.
Con el perfil de Aldiss como autor pasa algo extraño. Tal vez por su falta de entusiasmo en autopromocionarse, aunque haya recibido todos los honores posibles dentro del género, y sea admirado desde hace décadas por sus colegas, los lectores en cambio, sobre todo en castellano, tienden a considerarlo un hombre amable, sí, pero tal vez un poco tibio, demasiado "english". Pero basta con ponerse en contacto con su obra para entrar en un remolino sorprendente y contradictorio de corrientes. Para empezar por lo peor: Enemigos del sistema pertenece a una época posterior a la "new wave", y parece sufrir las contracturas de un momento de cambio. El esquema argumental no puede ser más simple: un grupo de "utopistas", habitantes de un mundo humano perfecto y equilibrado, viajan a Lysenka II, donde los descendientes de una tripulación humana brutalizados por milenios se han convertido en una mezcla de caníbales y razas animales. Las primeras páginas parecen prometer deleites irónicos en los diálogos de los viajeros: "¿Lo ve?", dice uno de ellos, "Como somos buenos utopistas, nuestros deseos se adelantan a las recomendaciones oficiales". Pero en cuanto se presenta el conflicto con los nativos, Aldiss parece incapaz de hacerlo funcionar: siguen produciéndose diálogos interminables, a veces tan didácticos como una clase de biología o sociología, sobre la evolución de las especies y las sociedades humanas. El cierre es tan desvitalizado como el transcurso anterior, y hace agradecer la brevedad del volumen. Criptozoico es mucho más denso en ideas y estilo literario. Una cita de la Alicia de Lewis Carroll sintetiza su concepto profundo: "`Es una triste clase de memoria aquella que solamente funciona hacia atrás`, observó la Reina". En el futuro (relativo, como se verá) en que ocurren los hechos, un pintor aprovecha su capacidad para realizar "viajes mentales" en el tiempo. Previsiblemente, en uno de esos viajes (a la prehistoria) conoce a Ann, una muchacha. Pero todo movimiento hacia el lugar común aparece equilibrado en Aldiss por su contrario. Pronto Edward Bush comienza a trazar contactos con distintas épocas y distintos científicos investigadores del viaje mental (que permite ver y oír, pero no participar). Esta enésima versión de la máquina del tiempo muestra a Aldiss como un utilizador ducho del concepto, porque no se limita a las paradojas clásicas, sino que va imponiendo de a poco dos temas: la tensión entre la sociedad democrática y las formas del totalitarismo, y la idea del tiempo funcionando al revés, con el futuro como pasado (para desentrañar semejante idea, conviene leer el libro). Aún sin conocer sus datos biográficos se hace evidente que la Segunda Guerra Mundial marcó literalmente a fuego, existencialmente, a su generación. Abundan escenas individuales o colectivas de un patetismo y sordidez intensos, con un peso particular de la vejez como fantasma temible, y del factor familiar. Al igual que en Enemigos..., el final es amargo, pero el camino para llegar a él es mucho más complejo. El árbol de saliva constituye una introducción eficaz a los distintos tonos de Aldiss. El cuento homónimo cruza con mano maestra el modo de narrar victoriano con el mundo de Lovecraft. Un grupo de alienígenas invisibles aterriza en una granja inglesa. Narra los hechos un socialista joven, novio de la hija del granjero, y amigo de H. G. Wells (a quien Aldiss homenajea mediante su estilo "popular" cuidadosamente victoriano), con quien se cartea, y que aparecerá un instante después del final del cuento. Los demás relatos a la vez fascinan y sorprenden por la cantidad de niveles que Aldiss emplea. Por momentos usa las convicciones de la psicología junguiana para trabajar con los arquetipos en "La fuente", donde las últimas líneas, jugadas a una metáfora demasiado explícita, no empañan la fuerza perturbadora de una larga caminata donde una mujer cambia una y otra vez por la proyección de quien la mira. Casi como agotado por la densidad de las páginas y relatos anteriores, Aldiss culmina con un juego liviano sobre el acto mismo de escribir, en "La joven y el robot con flores". Una pirueta menor en una buena serie de relatos, varios de ellos con el tono literario denso que caracteriza al género en Inglaterra.
EL ÁRBOL DE SALIVA, Edhasa, 409 págs. Barcelona, 2002.
CRIPTOZOICO, Edhasa, 373 págs. Barcelona, 2005.
ENEMIGOS DEL SISTEMA, Edhasa, 189 págs. Barcelona, 2006.
Todos de Brian Aldiss, Distribuye Océano.

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