sábado, 28 de febrero de 2009

ADOLFO BIOY CASARES (1914-1999): "ESCRIBIR DA SENTIDO A LA VIDA Y MUCHA FUERZA"


La Nación, ADNcultural, Buenos Aires, Argentina, 28Feb09
Esta conversación se desarrolló hace 22 años. Hoy, por fin, se conoce la intimidad de un encuentro en el que el escritor se confió sin retaceos. Habló de sus comienzos en las letras, las mujeres, sus gustos literarios y no evitó los temas políticos ni el de la muerte, después de la cual sólo preveía un vacío del que no lo consolaba ni siquiera la trascendencia de su obra
Por Jorge Urien Berri
De la Redacción de LA NACION


Veintidós años pasaron de aquella primera entrevista con Adolfo Bioy Casares y aún recuerdo mi sorpresa porque el entrevistado tenía más miedo que el entrevistador. Recuerdo al flaco y alto caballero, ya un poco encorvado, que en su enorme escritorio del quinto piso de Posadas y Schiaffino me hizo sentir cómodo e inteligente, el escritor que, sin la falsa modestia de Borges, hablaba de sus luchas con las palabras y las tramas y del placer de la escritura: "Empecé a escribir relatos a los doce años y estoy escribiendo relatos. Escribir da sentido a la vida y da mucha fuerza". Dialogamos casi tres horas, en dos tiempos. El segundo explica por qué Bioy me pidió no publicar la entrevista.
Fue en 1987, abril tal vez, porque hacía muy poco de la rebelión de Aldo Rico y sus carapintadas contra Alfonsín, tema por el que me preguntó con insistencia. Le preocupaba el país y la política, estaba muy informado y, como se verá, sus reflexiones sobre aquella Argentina calzan a la perfección en la de hoy. Bioy tenía 72 años. "Qué asco", agregó al decírmelo con una sonrisa amarga que aún estoy viendo. Ahora, al leer sus diarios editados después de su muerte (Descanso de caminantes), comprendo que hacía tiempo que la vejez lo obsesionaba y entiendo por qué, cuando hablamos de la muerte y le dije que no moriría del todo porque quedaban sus libros, se exaltó: "No, ésas son ilusiones", la muerte "será el fin del mundo para mí". Y sin embargo, era un hedonista que gozaba de la escritura, la lectura, la comida, las mujeres. Pero no de las entrevistas. "No me gustan –me confesó– porque llevan a la publicación de borradores y mis borradores son malos, lo sé." La timidez y la entrega de quien va al cadalso lo hacían un excelente entrevistado. Al año siguiente escribió en sus diarios: "Durante un período enfrenté los reportajes periodísticos muerto de miedo, como si fueran mesas examinadoras".
Acordé enviarle el borrador y disfruté la charla oteando cada tanto la belleza de su hija Marta en una foto que él le había sacado y que colgaba entre los libros de la gran biblioteca del escritorio. Borges había muerto hacía un año. Bioy se había enterado en un quiosco de diarios de Ayacucho y Alvear y aquella tarde de junio de 1986 siguió caminando por Barrio Norte "sintiendo –escribió en su diario– que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges". Cortázar, su amigo a la distancia, había muerto en 1984. Quedaban él y Sabato. Autor de una obra original y sólida que incluye el portento de La invención de Morel, ahora, pensaba yo, Bioy salía de abajo de la sombra densa de su amigo Borges. No me animé a tocar el tema. Ni siquiera hablé de Borges. Lo hizo él.
Le llevé el borrador de la entrevista con las 42 carillas de la desgrabación literal reducidas a once. Al día siguiente su íntimo amigo desde la infancia, Enrique Drago Mitre, presidente del directorio de La Nacion, me llamó por primera y única vez a su despacho: "Adolfito me pide que lo perdone. Dice que usted estuvo bien pero él no, y le ruega no publicarla". Protesté, era una estupenda entrevista. No hubo caso. Pero Bioy, caballero al fin, se tomó el trabajo de enviarme un sobre con su borrador de mi borrador. Siete carillas a máquina –aún las conservo– que confirmaban cuál era la traba. En su versión faltaban las preguntas sobre la dictadura, la represión y los juicios a los militares que habían originado la rebelión carapintada, y obviamente faltaban sus críticas a los represores y a los guerrilleros. La nota no se publicó. "No quisiera ofender", me había dicho en la segunda parte de la charla en la que había volcado reflexiones duras y dolorosas.
Cuando volví a entrevistarlo en 1994 no mencionó nuestra mutua frustración de 1987. Ya lo dije, un caballero.
Aquella entrevista de hace 22 años se publica ahora para hacerle justicia y porque los tramos más pesimistas y doloridos de la segunda parte resultan similares a los que por entonces escribió en sus diarios y que luego se hicieron públicos. Además, hoy el tema de los juicios a los militares no tiene el enorme peso de aquel momento. Del texto que me envió he aprovechado algunas precisiones de circunstancias y fechas.

–De joven fue buen jugador de fútbol, rugby y tenis. ¿Cómo se convirtió en escritor?
–Sí, casi es inexplicable para mí también, porque mi actividad y hasta mis ensoñaciones eran deportivas. Pero cuando algo me golpeaba mucho, mi reacción era planear un libro. Estaba enamorado de una chica y no me llevaba el apunte, y entonces, sufriendo, pensaba escribir un libro que se llamaría Corazón de payaso. Por suerte la voluntad no me acompañó. Y llegó un día, no sé por qué, en que escribí una historia fantástica y policial, "Vanidad o Una aventura terrorífica".

–¿A qué edad?

–A los doce años. Era muy tonta. No había leído libros de literatura fantástica ni policiales. Cuando empecé el Nacional descubrí la literatura y fue una revelación. A pesar de que tenía doce años me sentía terriblemente atrasado y traté de leer todo, y también escribía. Me salieron seis o siete libros pésimos. De uno, Caos, Larreta le aseguró a mi madre que había sido escrito en pleno aquelarre glandular. Era falso, no era aquelarre glandular, era aquelarre literario. Pero yo me sentía estimulado. Estaba leyendo literatura española, el Ulysses de Joyce, literatura francesa, la Biblia, filosofía. Y al mismo tiempo trataba de escribir.

–¿Fue un buen alumno?

–Fui un pésimo estudiante de primer año, bloqueado porque no entendía álgebra ni matemáticas, y llegué a no saber estudiar. Apareció un buen profesor, Felipe Fernández, que me enseñó matemáticas en su casa y así descubrí el método y el orden, descubrí las matemáticas y quise ser matemático. Si él no hubiera muerto, a lo mejor hubiera sido matemático. Sus lecciones permitieron que después escribiera libros de trama bastante complicada, como La invención de Morel y Plan de evasión, que requerían un cierto orden.

–¿Cómo hacía para que le alcanzara el tiempo?

–No me lo explico hoy, creo que entonces los días eran más grandes, no teníamos estos días de juguete que tenemos ahora. Leía muchísimo y escribía muchísimos cuentos que no le gustaban a nadie.

–¿Cuántos años tiene?
–Setenta y dos… Qué asco.

–Se lo ve muy bien.

–Eso dicen los que están afuera. Yo, que estoy adentro… Cuando me dicen que no me quitan lo bailado, yo digo, "pero sobre todo no me lo devuelven", que es lo único que me interesa… Haberlo bailado... [Sonríe.]

–¿No se siente recompensado por tener una obra reconocida?

–Mire, uno se deja convencer un poco, pero en el fondo sabe cómo la hizo.

–¿Cómo lo hizo?

–Escribir me cuesta trabajo. Si bien cuando concluyo un libro creo que ya sé escribir y escribiré el próximo rápidamente, cuando lo empiezo tengo las mismas dificultades de siempre y debo descubrir cómo escribirlo. Muchas veces he dejado libros inconclusos porque iban por mal camino. A los 17 o 22 años era lógico, pero me sucede ahora. El año pasado estaba escribiendo una novela de la que tengo 80 páginas, bastante para un inventor rápido pero un escritor lento, y me di cuenta de que había que dejarla.
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