sábado, 14 de febrero de 2009

HOLLYWOOD, DEL ENSUEÑO AL REINO DE LAS PESADILLAS (I de II)


(Nota de Clave 88: dada la extensión del artículo lo presentamos en dos entregas. La segunda el miércoles 18)

La Nación, adnCultura, Buenos Aires, Argentina, 14Feb09
En la época de esplendor de la industria cinematográfica norteamericana abundaban las ideas novedosas, sostenidas en la pantalla por el círculo áulico de actrices y actores que integraban el star system. La desaparición de aquellas estrellas y de los legendarios productores que animaban los grandes estudios causó la actual proliferación de films seriales y nuevas versiones de viejas películas exitosas. Hoy, la meca del cine ha dejado de crear y se recicla a sí misma
Por Ángel Faretta
Para LA NACION

La ida al cine o su reemplazo por el cada vez más cómodo sucedáneo que consiste en la visión de films en los laberínticos vericuetos de la programación por cable muestran, hace un tiempo considerable, algo inquietante: la repetición. Y aun más: la reconversión en films de otros films ya no clásicos sino directamente menores, oscuros, de cualquier procedencia, así como también varios fagocitados entre sí. Otra pesadilla recurrente refiere a los films norteamericanos excavados de series televisivas, lo que es un contrasentido, porque el cine de Hollywood consideró desde el comienzo la televisión y lo por ella emitido el peor de sus enemigos. Pero no sólo desde el punto de vista comercial, sino estético, ideológico, de visión del mundo.
Hace años doy este ejemplo: ¿no es una serie como Bonanza la antípoda moral y estética, la misma antimateria de los westerns de John Ford? Sin duda. Los ejemplos pueden multiplicarse... Pero ahora incluso tonterías como The Addams Family, las conocidas entre nosotros como Los picapiedras y hasta Hechizada y sus mohines mágicos dieron lugar a retraducciones fílmicas que reduplican su inanidad mental. Las remakes de films vacían de toda sustancia vital y, sobre todo, mítica los clásicos de los que supuestamente parten. Como se ha hecho –por ejemplo– con El tren de las 3:10 a Yuma. Pero, como digo, ya no se recurre tan sólo a los clásicos sino a tostones alegóricos que en su momento fueron puestos justamente a un lado, como The Manchurian Candidate y su clima de guerra fría y lavados chinos de cerebros. Ahora, el lavado de cerebro se le practica al pobre espectador. Y, en cuanto a los chinos de la primera versión, ahora parecen intentar recuperar el tiempo perdido y clonan a toda marcha la producción capitalista occidental.
Es significativo, apenas se medita sobre ello, cómo el Hollywood clásico, supuestamente tan sólo hambriento de ganar dólares a como diera lugar, no haya intentado jamás la continuación de sus films más exitosos. ¿Cómo no concebir las aventuras de Scarlett O’Hara, luego de sacarse de encima al –admitamos ahora– gomoso de Rhett Butler, contribuyendo con su tesón irlandés a levantar al devastado Dixie? ¿Por qué nunca supimos qué fue de Rick, tras cerrar ese tugurio de lujo que tenía en Casablanca, y sus seguramente fascinantes aventuras cuando pasó a la clandestinidad? Y nunca hubimos de enterarnos de cómo la malvada de Eve Harrington tendría su merecido en manos de la pelandusca de Phoebe, que logró colarse en su vida como sirvienta dispuesta a todo servicio, y tal como ella lo había hecho con Margo, convertida al final en esposa con libreta.
¿Cómo a Hitchcock no se le ocurrió, ni tampoco a esos supuestos ávidos productores de entonces, hacer la continuación de Psicosis con Norman (perdón, con la travestida señora Bates) haciendo terapia de grupo en alguna clínica psiquiátrica? Años después, ya en plena anarquía, se hicieron dos secuelas e incluso una remake plano por plano. ¡¿Para qué?! Francamente, cosa de locos.
El porqué no se hacían en el momento de esplendor tales secuelas es muy simple. Había tanto, pero tanto, que filmar, tantas cosas en carpeta y tanto para descubrir que era impensable. El material base era levantado de un radioteatro ( Casablanca ), de una revista femenina ( La malvada ) ¡y hasta de una tarjeta de celebración navideña! ( Qué bello es vivir ). Había tanto para hacer y para inventar que cualquiera de todos sus hacedores y productores de entonces se hubiera hecho monje trapense antes de intentar una secuela. No se lo hubieran permitido porque estaba todo por hacerse. Tiempo atrás, en un magnífico documental sobre la Metro, vimos a una señora –no recuerdo ahora su nombre– que había sido contratada como lectora apenas le habían firmado el título universitario y todavía con la tinta fresca sobre el papel. "Me instalaron en una habitación amplia y muy cómoda que daba al jardín del estudio. Me pagaban mil dólares por semana. ¿Mi trabajo? A diario traían pilas, bolsas, cajones de libros y de libros recién editados. Clásicos, colecciones enteras de todo género, manuscritos, borradores. Tenía que leerlos y ver si de alguno de ellos había algo que podía dar lugar a un film. Recuerdo que durante una semana leí una docena de novelas policiales, el Ulises de Joyce, las memorias de varios personajes y un par de borradores de novelas todavía no escritas." Teniendo eso, ¿a quién se le hubiera ocurrido plagiarse a sí mismo o tan siquiera repetirse?
Pero todo ello fue así –como en los mitos– desde el propio in illo tempore. ¿No es ya historia que Anita Loos fue incluida por el mismo Griffith en su scuderia cuando ella prácticamente todavía estaba en el kindergarten? Así y todo lo ayudó a escribir los intertítulos de Intolerancia. Parece que después se iba a jugar con sus muñecas. No sólo eso. La misma serialización hace que se pierda de vista y se diluya en copias y en autoparodias que disminuyen de valor incluso una buena idea o barrunto de tal, al menos en el papel. Ése es el caso de Matrix, por ejemplo, cuyo propio título pareciera aludir –¿involuntariamente?– a la matriz industrial que el film desea querer multiplicar dentro de su propia productividad. Así, el resto mítico, o más bien el assemblage mítico, de la primera parte, que tiene algún indudable valor siquiera de cautela propedéutica para llevar el nihilismo juvenil actual hasta el dique seco de cierto aroma de mito, es echado a perder en su segunda y en su tercera parte.
Aquí podría hablarse también del mito en los tiempos de Wikipedia. O el mito al alcance de Google. Si ya varias décadas atrás un Karl Kérenyi alertó sobre aquello que denominó con mucha justicia "tecnificación del mito" –en referencia al uso nazi-soviético–, hoy eso parece algo remoto en relación con esta matricería industrial del mito. Podría argüirse también que son los propios grandes –y para nosotros últimos– autores de films los que han dejado en vacancia sus propias realizaciones y no se han hecho cargo de su herencia, la que ha quedado un tanto desprotegida. Y así pensar –que tras sus cimas y las propias del cine como los casos de Coppola y su tercer Padrino, De Palma y Misión a Marte, y Cameron y Titanic– que todos ellos no han asumido las responsabilidades una vez escalado el Himalaya de sus propias obras. El problema, como se comprenderá, es que luego de escalar la cima del Everest hay que emprender el descenso, porque habitar en forma permanente esas cumbres no nos ha sido otorgado, salvo a los yetis. Y ahí, vueltos al llano, ¿qué se puede hacer?
Algunos de ellos todavía hacen films extraordinarios, pero tan extremos y radicales que, por mi parte –confieso–, no puedo soportarlos. Tales los casos de Cigarettes Burns, de John Carpenter, y Bug [Peligro en la intimidad], de William Friedkin. Además, el primero es un telefim y el segundo fue rodado directamente para DVD. Algunos de mis alumnos más jóvenes por suerte tienen entrañas para eso. ¡Adelante! Pero se debe tener en cuenta un detalle que hace a la propia situación y hasta me atrevería a decir a la propia sustancia contradictoria del concepto del cine. La caída de los grandes estudios como empresas familiares, clanes cerrados y como alianzas entre grupos dio lugar a la propia decadencia del cine y de su concepto. Pero fue ese mismo eclipse de los grandes estudios el que produjo paradójicamente esas obras maestras absolutas de lo que denominamos autoconciencia, que es cuando el propio cine alcanza su cima pero coteja su propio fin. La saga de El Padrino, Titanic, diversas obras de Brian De Palma. De haber seguido la política de los grandes estudios en pie, no se hubieran filmado tales piezas maestras finalistas.
Claro está que, en consonancia con lo anterior, sus propios y cada vez más solitarios autores no se hubieran quedado prácticamente con las manos vacías y sin nada que filmar; salvo, a veces, repeticiones de sus propias obras. No tendríamos los Padrinos ni Titanic ni Misión a Marte, pero sus respectivos autores tendrían la oportunidad de filmar tres o cuatro films por año. Así, un Jack Warner les hubiera dicho, por ejemplo: "Acabo de comprar una novela checa (o un poema dramático escrito en Andorra), tienen cuatro semanas de rodaje, la tenemos a Bette (Davis) y a Bogey. Debe durar no más de noventa minutos porque los granjeros de Kansas City no aguantan más que eso para divertirse un fin de semana".
Así –o parecidamente– se lograron esas cientos de obras maestras que permitieron que artistas como Walsh, Ford, Hawks, Minnelli, pero también Hathaway, Dieterle, Curtiz y un largo, larguísimo etcétera no volvieran o más bien recayeran en los limbos tardorrománticos, alquilando bohardillas para creerse diferentes, raros e incomprendidos y perdiendo el tiempo en elucubrar tonterías de todo tipo. Pero seguramente los hermanos Wachowski después de la primera Matrix deben de haber recogido divisas hasta para comprarse un lote en la Luna y pagarlo al contado. Y una vez despertados de sus sueños de parvenus, al tener que pagar los impuestos no habrán hecho otra cosa que clonar sus ya de por sí exiguas fantasías estéticas depositadas en el primer film de la serie.

Alianza para el progreso
Todo ello se debe –como hemos dicho– a que el sistema de los grandes estudios cayó a mediados de los años sesenta. Y lo que siguió, salvo excepciones, fue nada más que una igualación de la producción de cine con cualquier otra cosa similar fabricada en la sociedad posindustrial y ya global. Esa diferencia que ahora cualquiera puede contemplar en copias cada vez mejores y más accesibles, ese look, aura, aire de familia que exhibe el cine clásico norteamericano (para entendernos: 1930-1960 circa) se debió a que, antes que nada, sus hacedores, productores y directores pero también sus guionistas, músicos, ni qué hablar actores, se propusieron como una interna diferencial en todo sentido de lo que era ya para entonces el american way of life. Así, fueron esos miles de judíos y de católicos los que formaron una alianza y construyeron una suerte de leviatán industrial para –como en toda relación de poder–, primero autofortalecerse, darse "un lugar" y, una vez conseguido esto, volcar esta fuerza polémicamente contra aquellos que necesariamente se les oponían. Eso fue hecho y sostenido durante décadas por los Warner, los Mayer y los Zanuck, y de consuno por los Ford, Walsh, los Hitchcock y los Minnelli. Fue esa eficaz, sólida argamasa de intereses comunes lo que dio lugar a esa construcción orgánica y, a su vez, a que con-figurara como su modo de expresión el cine clásico de Hollywood. Sin esa estructura "decisionista" –y como ya hemos adelantado– el director de cine se vuelve de nuevo un bohemio rentado, un tardorromántico que se disfraza de excéntrico, y así todos se creen Dalí, más Orson Welles y hasta el propio Citizen Kane. Claro está que lo único que logran facturar son unos inflados artefactos llenos de sonido y de furia y que –una vez más– no significan nada.

Más grande que la vida

Un resultado apendicular de la política del sistema de los estudios fue la busca de grandes personalidades para que interpretaran a los personajes de tales ficciones cinematográficas. Grandes personalidades que no debían serlo en el sentido teatral anterior. Nada de Sarahs Bernhardts ni de Ermettes Zacconis desgañitándose con voces impostadas ni moviendo los brazos como aspas de molino. "Big personalities", como me dijo una vez Sam Fuller, luego de proyectarle cinco segundos de película con Carlos Gardel cantando "Tomo y obligo". Luego pasó a imaginar, sin más –lo juro–, una historia sólo con lo que había visto de la persona de nuestro cantante. Y no sabía una palabra de castellano. Así se forjó eso todavía confusamente llamado star system y que ya es hora de llamar myth system. Una gama de grandes personalidades que, básicamente, trasmitían lo que ellos eran o hubieran sido de no ser los "tipos" para que Cukor, Sirk o Minnelli los volvieran arquetípicos. Así, Bogart o Mitchum, como Lana Turner o Barbara Stanwyck llegaban al set de rodaje provistos con su puesta en escena particular. Eran ellos mismos: algo más grande que la vida de cuyos avatares ahora nos entregarían una parte. No toda, porque no resistiríamos su contacto.
¿Entonces? Que no es la sola –aunque fundamental– puesta en escena de Nicholas Ray o de Douglas Sirk lo que nos lleva a otro mundo y dimensión estética tanto en Johnny Guitar como en Imitación de la vida. Es que eso les pasa a algo, a un typo como Joan Crawford o a Lana Turner. Díganme a quién puede interesarle lo que le pasa a algo como Angelina Jolie, si es que siquiera está viva. Tal vez sea un experimento genético.
Así, a la decadencia del poder de los estudios sucede esta anarquía hormonal y de colágeno de los seres que intentan convencernos de que les pasa algo bigger than life. Claro está que ni Jolie ni su barnizado consorte Brad Pitt pueden lograrlo. A lo sumo podemos seguirlos con algún vago interés en sus aventuras de adopción infantil. En resumen: ¿qué es lo que ha pasado? Para ello habría que meterse en honduras. Metámonos.
(Continúa el miércoles 18)

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