sábado, 20 de junio de 2009

LA PARTITURA DEL PODER

La Nación, ADNcultura, Buenos Aires, Argentina, 20Jun09
Música y poder, una relación peligrosa.
En la historia, muchos músicos han sido instrumento de gobernantes ambiciosos. La incursión de cantantes populares en la política y un libro que analiza la vinculación del Tercer Reich con una de las mejores orquestas del mundo vuelven a poner sobre el tapete este cruce delicado
Por Pablo Gianera
De la Redacción de LA NACION
En el principio, podría haber dos frases. La primera es de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del régimen nazi, a propósito de lo que él entendía sería la "música del futuro": "El arte alemán del próximo siglo será heroico, aceradamente romántico será nacional y con pathos o no será". La segunda pertenece al pianista y compositor Ferruccio Busoni, que definió la música como "aire sonoro". Si es cierta esta idea de Busoni, que tanto le gusta citar a Daniel Barenboim, quedaría por saber cómo, por qué y por intermedio de quiénes la música se carga de otros atributos y sentidos. Quedaría por saber por qué el poder necesitó y necesita tanto de la música; saber, en el fondo, si la política llega a la música desde afuera, o bien el poder encuentra algo en ciertas músicas que puede proyectarse hacia fuera.




En cierto modo, esta ambigüedad es propia de la música en toda su historia. En su progreso a la autonomía, tributó siempre a una instancia externa: las iglesias, los monarcas, la naturaleza y, en medida no menor, al sujeto mismo en cuanto artista. Más que del poder de la música, asunto que merecería otro tipo de consideraciones, se trata aquí de la música del poder y de los modos en que el poder moldea la música. Es cierto que la música no porta significados referenciales, pero las razones por las que algunos poderes políticos se sirven de determinadas músicas son también musicales. La naturaleza escasamente conceptual de la música es su blindaje y su debilidad; blindaje, porque, en primera instancia, nada en ella impone un sentido unívoco; debilidad, porque la ausencia de concepto parece autorizar la adjudicación del que se quiera o del que convenga en determinadas circunstancias. Por su misma naturaleza (la microforma, que la torna portátil), la canción, y especialmente la canción popular (ver página 8) ha sido proclive a semejantes utilidades. Hay entonces legiones de cantantes que hacen campaña política, gobernadores más preocupados por exhibir sus trofeos en la vidriera de los recitales masivos que por políticas culturales a largo plazo, o presidentes que subvencionan con dinero público a aquellos artistas que serán los responsables de la banda de sonido de su gestión. Todo para conseguir el mayor reconocimiento (cercanía emocional) con sus posibles, afectivos y efectivos votantes.
Claro que la relación entre la música y el poder se torna crítica -como tantas otras relaciones- en los casos de autoritarismo. Sin embargo, concluir que cada poder tiene la música que merece nos pondría en una situación vergonzosa. Mucha de la música que odiamos procede de quienes ejercieron inmoderadamente el poder. Y también -he ahí el problema- mucha de la que amamos.

Absolutismo en la música absoluta
Tal vez no sea inoportuno volver a contar aquí la pequeña historia de Gott erhalte Franz der Kaiser , el himno que Franz Joseph Haydn compuso hacia 1797 para el Emperador del Sacro Imperio Romano Francisco II, con letra de Lorenz Leopold Haschka, uno de los vínculos más felices entre un monarca y un compositor. Se trataba, en pocas palabras, de componer una obra que compitiera simbólica y políticamente con La Marsellesa , y que tuviera alguna vaga alusión al God save the King inglés. Como hace notar el musicólogo argentino Esteban Buch en La novena de Beethoven , libro imprescindible para la comprensión de los vínculos entre música y política, "a diferencia de sus dos precedentes, el himno austríaco no surge del espacio público para ser luego incorporado a los rituales oficiales: es un alto funcionario quien toma la iniciativa de imponer un ritual de canto colectivo".
Esa música fue luego el himno del Imperio Austrohúngaro y, más adelante, también de Alemania, con el famoso texto "Deutschland, Deutschland über alles". Casi inmediatamente, Haydn la utilizó en el segundo movimiento del Cuarteto para cuerdas op. 76 nº 3 , significativamente llamado "Kaiserquartett".



Es una melodía simple en Sol mayor, algo grave, cantabile , una de las más bellas del compositor. La música instrumental en general, y en particular los cuartetos de cuerda, carecen de objeto y de objetivo; no expresan más que el ser de la música. En un fascinante trompe-l´oreille , Haydn despliega allí una serie de variaciones que no se generalizan a la melodía. Todos los parámetros varían, menos la melodía. Consigue que todo parezca cambiar mientras que, en realidad, nada cambia. Haydn introdujo así el poder (y un homenaje musical a la permanencia del soberano) en el corazón mismo de la música absoluta, paradigma estético de la cultura musical alemana del siglo XIX, sin que esa música perdiera su autonomía. Cuando escuchamos ese segundo movimiento, no escuchamos su origen político. Según Buch, "[Haydn] no habrá visto, como podría suceder hoy, ninguna discontinuidad estética en ese paso de lo público a lo privado".
Tras la humillación que implicó el tratado de Versalles y la primavera inconclusa de la República de Weimar había que buscar algo que fuera singular, y completamente propio de la nación alemana, largamente acosada por un provincialismo secular. Ahí estaba esperando Beethoven. La música de Haydn podía ser un himno oficial, pero había otro himno, no oficial: la Novena Sinfonía , y, en especial, su movimiento coral con el poema de Friedrich Schiller. En verdad, había una relación entre ambas. "Esa pieza está tallada en la misma madera que aquella melodía sobre la alegría que el más grande discípulo de Haydn escribiría unas décadas después", observó el genial director Wilhelm Furtwängler en Ton und Wort (Sonido y palabra), libro que recopila sus inteligentísimos ensayos y artículos y que ilumina el pensamiento de un músico durante el nazismo (salvo un puñado de excepciones, la mayoría de los textos fueron escritos entre 1933 y 1944). Hitler vampirizó, para pervertirla, toda la gloria musical y poética del prerromaticismo y del romanticismo alemanes. Ajustó su infinitud y su trascendencia a la finitud crasa de sus criminales metas políticas. Incluso en el caso de Richard Wagner, no debería creerse que su asociación con el nazismo se debió únicamente al antisemitismo rampante de su opúsculo, ahora casi inhallable, Das Judentum in der Musik (El judaísmo en la música, panfleto inmundo que empieza con la frase "No necesitamos confirmar la judeización del arte moderno; salta a los ojos por sí misma"). Después de todo, y aunque por causas meramente cronológicas, Wagner no fue nazi, ignoramos si lo hubiera sido y por lo tanto tampoco fue el compositor oficial de ningún régimen. Hitler era asiduo visitante del templo de Bayreuth por otras razones: "Richard Wagner -decía- es más que un gran artista; en su persona y en su obra se realiza el anhelo alemán de una unidad infinita de la forma simbólica". Emerge aquí la profanación nazi de la herencia romántica.
Sin embargo, había en todo esto algo artísticamente enrarecido. "No debemos juzgar a los artistas por sus opiniones políticas", parece que le dijo Hitler al arquitecto Albert Speer en una ocasión. Desde luego, eso no impidió un cuidadoso sistema de exclusiones en el repertorio, donde, desde ya, Felix Mendelssohn, Giacomo Meyerbeer, Gustav Mahler y Arnold Schönberg fueron excluidos por judíos, y otros, como Ernst Krenek o Alban Berg, por cultivar una estética "degenerada". Con todo, no puede pasarse por alto que las músicas excluidas como "degeneradas" eran fuertemente disruptivas, ajenas tanto al colectivismo como al retorno a las formas feudales y precapitalistas que alentaba el Tercer Reich. Las tensiones sin reposo y la supresión de las relaciones de jerarquía entre los sonidos de la escala que definen el atonalismo libre, por ejemplo, difícilmente podían encontrar una correspondencia en un orden totalitario y jerárquico (será un breve período de aparente libertad; tiempo después, el dodecafonismo y sus prohibiciones introducirán una nueva legalidad). Y, más allá de la apropiación por parte del régimen nazi de las ideas de Wagner (y de los elementos internos de su música que alentaban esa apropiación), es claro que el nazismo no advirtió que el radicalismo de muchos de estos músicos era una consecuencia del cromatismo wagneriano. La paradoja es que la impugnación del atonalismo y del dodecafonismo se realizaba en nombre de un "humanismo tonal" (como si el humanismo fuera un valor que consideraran defendible) y como hará Furtwängler aun después, en un artículo de 1953, por razones "biológicas".
Pero una cosa era la tarea de selección casi racial que el nazismo realizó sobre la música del pasado y otra, muy distinta, las obras cuya escritura fue permitida; obras que apenas han sobrevivido y que se oyen como meras excrecencias del régimen. Entre 1933 y 1944, se estrenaron en Alemania alrededor de 174 óperas de compositores alemanes. Con la notable excepción de las últimas óperas de Richard Strauss, nadie las representa ahora y nada ha quedado de ellas. Nada salvo la cantata Carmina Burana , de Carl Orff, escrita para las Olimpíadas de 1936, alianza perfecta de los instrumentos más preciosos para el poder: la música y el deporte.


El primitivismo rítmico y mitológico de Orff, no exento de una belleza amoral, tiene un signo muy distinto de la mitología wagneriana, que nunca fue artísticamente regresiva. La idea parece ser que todos puedan "cantar" el poder para que algunos lo ejerzan. En cierto modo, el kitsch es la introducción del mal en el sistema de valores del arte. "La esencia del kitsch consiste en la sustitución de la categoría ética con la categoría estética; impone al artista la obligación de realizar, no un "buen trabajo" sino un trabajo "agradable": lo que más importa es el efecto." Esto escribía Hermann Broch en su artículo " Kitsch y arte de tendencia" fechado, emblemáticamente, en 1933. Para el autor de La muerte de Virgilio , el que produce kitsch no es un mal artista; más bien, es un "ser éticamente abyecto, un malvado que desea el mal". En la medida en que espera la consecución de un cierto efecto (la persuasión casi hipnótica), el poder no puede mantener con el arte otra relación que no sea kitsch . El hecho de que Carmina Burana , cumbre de la sublimidad kitsch , sea seguramente la obra del siglo XX más ejecutada debería provocar, por lo menos, alguna consideración acerca del consumo de la música en nuestras democracias.

La canción de cuna del "Padrecito"
Pocas cosas habrían complacido más a Sergéi Prokófiev que recibir la noticia de la muerte de Josef Stalin. Lamentablemente, no tuvo tiempo. Los dos murieron el mismo día, el 5 de marzo de 1953. Hubo una gran confusión nacional que conspiró contra el funeral del músico, sofocado por las regias exequias del "padrecito de los pueblos". Pocos músicos lo habrán llorado. Incluso, alguien encontró llorando a la hermana del pianista Emil Gilels y trató de consolarla. "Ya tendremos otros líderes", le dijo. Pero la mujer respondió: "Me importa un bledo Stalin; lloro por la muerte de Prokófiev".
Prokofiev fue posiblemente el primer compositor ruso del siglo XX que sufrió el asedio de las autoridades soviéticas. Pero, en el martirologio del régimen, nada se compara con el destino de Dmitri Shostakovich, alternativamente usado y humillado durante el estalinismo, y aun después. El itinerario estético de Shostakovich, que formó parte de la primera generación de músicos realmente soviéticos, fue el resultado de exigencias externas. Con su énfasis maquinista, Stalin creía que los artistas eran "ingenieros del alma", lo que derivó en que él mismo se convirtiera en un ingeniero de artistas. Una sinfonía como la nº 7, "Leningrado" , tiene ahora un sentido casi arqueológico.
La música que Shostakovich compuso impelido por las exigencias del estalinismo muestra la forma torturada de una mascarilla distorsionada por el horror. Las cosas empezaron a andar mal cuando Stalin se retiró indignado de una representación de Lady Macbeth de Mtsenk , de 1934.



Evidentemente, la muerte del tirano en escena le sentó mal al tirano en el poder. La obra fue acusada de "formalista", como si existiera otra cosa que la forma, o como si lo social no fuera también, en el arte, pura forma. "Caos en lugar de música" tituló Pravda , el periódico del Partido Comunista. La consigna general era que para guiar al pueblo hay que hablar el lenguaje del pueblo. La babel musical de algunas de sus obras (como el Concierto para piano, op. 35 ) se fue escindiendo. En lugar de forzar su estética para complacer al pueblo tal como quería su "padrecito", Shostakovich empezó a componer con dos públicos en mente: de un lado quedaron las obras de compromiso; del otro, las especulativas, como los 24 Preludios y fugas op. 87 .
Después de la radical ironía de la Sinfonía n° 4 , la Sinfonía nº 5 , llevó el título "oficial" de "Respuesta de un artista soviético a unas críticas justificadas". En verdad, la "respuesta del artista soviético" estuvo en otros lugares, un poco más secretos, inaudible para el idiotismo musical de los jerarcas. Por ejemplo, en la proliferación de la passacaglia (esa danza típica de las suites con un bajo ostinato que se repite sin variación con una voz superior libre) desde Lady Macbeth hasta el final de su última sinfonía, la n°15 . La opción por la passacaglia es en sí misma alegórica: allí está la pugna entre lo que no varía y lo que puede variar. Es la imagen del terror y la presunción de que la muerte podría ser preferible a ese terror. Shostakovich era un hombre espiritualmente débil. Y los poderosos no quieren la compañía de los débiles.
No se ha salido de eso. La coerción consiste, desde hace tiempo, en la exigencia de inmediatez: arte para aquí y para ahora. También en este caso, la música, desde su mera forma, nos dice algo acerca de quienes ejercen el poder. En un artículo dedicado al compositor renacentista Carlo Gesualdo ("Gesualdo: Variations On A Musical Theme"), Aldous Huxley se asombraba de quiénes eran en esa época los destinatarios de los encargos.
El juicio, emitido en el siglo que pasó, se proyecta de manera aciaga sobre el que corre: "Uno queda sorprendido por el buen gusto de los soberanos de Europa. Papas y emperadores, reyes, príncipes y cardenales: nunca cometían un error. Invariablemente, infaliblemente, elegían como maestros de capilla o compositores de la corte a hombres cuya reputación había resistido el paso del tiempo y a quienes reconocemos ahora como los más talentosos. ¿Qué músicos elegirían patrocinar nuestros monarcas y presidentes del siglo XX? Da escalofríos al pensarlo".

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