viernes, 5 de octubre de 2007

UT PORTET NOMEN MEUN (Novela breve en fascículos)


Entrega 7
Lo tomé con una mano que, más que posesiva, era maternal; mientras lo acercaban para observarlo los dedos lo acariciaron, recorrieron con placer las deliciosas volutas en cuyos recovecos encontraron recuerdos que me transportaron al Perú querido, a esa Lima tan lejana en el tiempo pero tan próxima en mi corazón. Por un momento me pareció que recién llegaba a la Ciudad de los Reyes, en 1568, estrenando mis quince años en medio de una tormenta de sentimientos en pugna. Ante mis ojos perdidos en la penumbra de la cripta aparecieron en rápida sucesión, como relámpagos de una tormenta de verano, imágenes congeladas de aquellos años: la tristeza de los primeros días en los claustros ausentes del calor de familia; el rigor de la enseñanza, que transcurrido el tiempo llenó mi espíritu de satisfacción al develarme interrogantes que desde muy pequeño me habían intrigado; hasta me pareció que fue entre esas adustas paredes donde vi por primera vez al duende de la curiosidad arrastrándome de una mano para hundirme en los misterios que los libros encerraban; retornaron los tiempos idos a desfilar atropelladamente, y me pareció que en rápida carrera transitaba aquella metamorfosis embriagante que me llevó desde la niñez, pasando por la juventud, hasta la edad viril. Creí sentir por un instante el placer de vestir por primera vez la garnacha; gozar una vez más del embeleso de sentirme, como antaño en los brazos de mi madre, esta vez protegido por la sonoridad profunda del latín y arrullado por los cánticos de voces masculinas; hasta tuve la certeza que esas sensaciones conformaban, entre arabescos de azulado aroma a incienso, un cubículo cálido, hornacina cóncava, acogedora como el vientre materno; ahora puedo afirmar que en ese útero se gestó un nuevo ser: el que soy ahora, bendecido por haber recibido y escuchado el llamado celestial de servir a Nuestro Señor, y haberlo hecho en la regla de San Francisco.
-“¡A los papeles, a los papeles!”- me acució en mi interior la voz chillona e imperativa del duende, cuyas súplicas se transformaban paulatinamente en demandas. Pese a mi indignación, acepté las exigencias del fantasma imaginario. El turno le tocó al folio que me parecía segundo en la cronología, extrañamente era uno de los mejor conservados. Como todos, comenzaba con el trazo de la cruz en la parte superior y estaba fechado en Valladolid a los 30 días del mes de julio del año de Nuestro Señor de 1547. No sé a quien estaba dirigida, ya que el autor usaba permanentemente el tratamiento de “Mi Señora”, pero, por los términos en que se expresaba, debía tratarse de su esposa. La carta, exultante y optimista, se congratulaba por haber finalizado las negociaciones, pudiendo finalmente firmar las capitulaciones para su adelantazgo. Mas adelante se relataba detalladamente los serios inconvenientes que debió sortear: la dureza de los funcionarios del Consejo de Indias, a los que era más fácil arrancarles una muela que alguna ventaja, o mera concesión; el mar de papeles que se escribían en la corte vallisoletana antes de lograrse una resolución, mar que, si habitualmente era de navegación difícil, ahora se había encrespado al empuje de la tormenta gestada por el traslado de toda la documentación de los distintos Consejos, al castillo de Simancas. Cuando se lograba la aprobación de un folio no se encontraba el anterior, extraviado en la esterilizante vorágine en la que danzaban los documentos. Mientras leía me daba la impresión que el autor, más que pretender describir las dificultades, procuraba exaltar su propia genialidad, su carácter firme que contra viento y marea lograba torcer el brazo a las dificultades y llegar al puerto que a él y a su familia les convenía.
La última parte de la carta daba detalles sobre el contenido de lo acordado: el adelantazgo, que sería vitalicio y con derecho a nombrar sucesor, tenía dos mandatos principales: fundar una ciudad sobre la Mar del Norte (1) al Septentrión de la boca del Río de la Plata, para cobijar la larga navegación desde España, y en segundo término acabar con el “paraíso de Mahoma” en que se había convertido Asunción, aguas arriba navegando el Río de la Plata.
(1)Nombre que en la época se daba al Atlántico, por contraposición al “Mar del Sur”, es decir el Pacífico.
(Continuará miércoles y sábados)
Alfonso Sevilla

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