domingo, 13 de abril de 2008
CAPÍTULO 4: LA MEDALLA DE BAILÉN.- LITERATURA HISTÓRICA
EMBOSCADA CAMINO A SALAMANCA (adnCULTURA.- LA NACIÓN, Buenos Aires, Argentina)
Por Jorge Fernández Díaz de la Redacción de LA NACION
En la cuarta entrega de esta serie se relata un nuevo episodio protagonizado por San Martín; vivió de cerca el peligro al ser atacado por delincuentes y se debatió dos día.
El general que los conducía se llamaba Francisco Castaños, había sido nombrado capitán de un regimiento a los diez años y una bala enemiga, en una reciente refriega, le había entrado por debajo de la oreja derecha y le había salido por encima de la izquierda. Estaba vivo de milagro, y aunque la oficialidad lo seguía hasta el mismísimo infierno también le recriminaba en voz muy baja que no apurara el paso. El Ejército de Andalucía avanzaba lentamente por una margen del Guadalquivir y el capitán San Martín marchaba a caballo junto al marqués de Coupigny, su nuevo jefe y mentor. El marqués provenía de una familia noble que había emigrado a España y era mariscal de campo de Castaños. Había conocido al capitán criollo en el Rosellón y tenían un amigo en común: el finado Solano. Coupigny encabezaba una división y San Martín seguía formando parte de aquel grupo de choque que tenía por misión adelantarse, entrar y salir de las zonas de dominio enemigo, molestar, distraer y hostigar a los gabachos. Era un equipo compuesto por caballería ligera de cazadores y húsares, y por caballería pesada de coraceros, dragones y granaderos a caballo.
San Martín también había dirigido servicios de instrucción en el campamento de Utrera y había confraternizado con oficiales degradados que cumplían su castigo enseñando los rudimentos de la guerra a los miles de vecinos voluntarios que se acercaban. En esos breves días, conoció al subteniente Riera, que sufría pena por haberse jugado al monte caudales de la milicia. Riera era un asturiano valiente, veterano de las guerras en Africa y Portugal, y realmente no tenía consuelo. El capitán, conmovido por su sufrimiento, pidió que sirviera a sus órdenes. Riera le recordaba a sí mismo, pero varios años atrás, cuando todavía era teniente y había sido enviado a Valladolid a reclutar voluntarios y a recoger la paga del personal. Siempre que evocaba el momento más bochornoso de su vida recordaba a aquellos cuatro hombres embozados, armados con espadas y cuchillos, sobre nerviosos caballos negros. San Martín iba cuesta arriba, distraído por los sonidos del bosque y todavía ensimismado en el recuerdo de los deleites que había probado en la ciudad. Había pasado la noche en los altos de una casa de citas con una ramera de fama nacional y se había calzado lentamente a sus espaldas el uniforme celeste y blanco del Regimiento del Murcia mientras el primer sol enceguecía en la ventana. Luego había recogido la cartera, donde guardaba los salarios de sus camaradas, había puesto unos reales sobre la almohada y había bajado a la taberna. Un andaluz le había servido un desayuno ligero para asentar el estómago, un mozo había preparado su cabalgadura. Luego había tomado el camino a Salamanca y había cabalgado como en sueños hacia la primera posta, donde lo aguardaban dos sargentos y varios reclutas. Apenas si saludó con un brazo el paso de dos peregrinos que iban y volvían de ningún lado. El teniente segundo José de San Martín era un joven alto y circunspecto, y daba siempre la impresión de ser temible. Sin embargo, esa mañana llevaba el ceño distendido y la cabeza en otro sitio. No se dio cuenta de lo que ocurría hasta que finalmente ocurrió. Al repechar la cuesta, sintió un relincho y vio a los cuatro jinetes siniestros. Los vio en lo alto, surgiendo de la niebla atravesada por el sol. Venían despacio, pero al divisarlo se largaron al galope. El teniente, acostumbrado a oler el peligro de muerte en las trincheras, tiró de las riendas, llevó instintivamente su mano a la cintura y oyó el grito: ¡Venga la cartera, en el acto! Supo enseguida que quienes formulaban aquella orden no esperarían una respuesta. Vendrían de atropellada y a degüello, le robarían los 3310 reales que portaba y lo coserían a estocadas y puntazos.
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