sábado, 5 de abril de 2008
LA MEDALLA DE BAILÉN.
1.
El capitán pensó en Napoleón. Apenas un fogonazo en la memoria que barrió para no distraerse. Sostuvo en su puño el sable envainado, giró sobre su montura medio cuerpo y se alzó levemente sobre los estribos para ver más atrás y más lejos: veinte hombres a caballo y cuarenta a pie lo seguían en la oscuridad. Solo se oían los cascos y el tintineo de los metales, sombras detrás de sombras en medio de la nada. Caballería de Borbón y Húsares de Olivenza, y una infantería de apoyo surgida de su propio regimiento, los Voluntarios del Campo Mayor. El capitán vestía el uniforme de "El Incansable": una casaca verde, con su forro y bocamangas encarnados, botones y entorchados de plata, chaleco y calzón blancos, y un sombrero de dos picos con penacho rojo sobre la escarapela. En aquella madrugada del 23 de junio de 1808 tenía treinta años y una misión de sangre: tomar contacto con la avanzada de las tropas francesas y destrozarlas. Eran la vanguardia de la vanguardia, el ariete mismo del Ejército de Andalucía, y no podían hacer otra cosa que seguir adelante y encomendarse a la Inmaculada Concepción. Giró de nuevo sobre su caballo y avanzó mirando al frente, hacia la espesura, por el camino del arrecife, a través de campos de olivares y sierras, imaginando que detrás se escondían los treinta mil franceses que venían arrasando pueblos, saqueando casas, degollando niños y violando mujeres. Qué triste ironía. El capitán había combatido junto a esos hombres en otros tiempos, simpatizaba con su revolución de luces y admiraba el genio militar de Napoleón Bonaparte. Había estado a punto de ser linchado en Cádiz a manos españolas por esas simpatías. Pero los franceses habían invadido España, vejado sus tradiciones y usurpado el trono, y aunque el capitán había nacido en América aún se sentía parte de aquella patria descompuesta. Ahora sí pensó un rato en Napoleón. Once años atrás el capitán no era capitán sino teniente de caballería, y navegaba peligrosas aguas a bordo de la fragata Santa Dorotea. España era todavía aliada de Francia y el barco estaba fondeado en Tolón mientras la impresionante escuadra francesa ultimaba los preparativos para la campaña de Egipto. Hubo una fiesta de honor para la oficialidad española, y Bonaparte se abrió paso entre muchos y clavó la mirada en el teniente español. Fueron unos segundos mágicos y desconcertantes, que nadie pudo comprender, y entonces el futuro emperador dio un paso más y tomó un botón de la casaca blanca y celeste, y leyó el nombre de Murcia. El teniente le sostuvo la mirada, y Napoleón sonrió de manera enigmática como si entendiera con el instinto algo que no podía pronunciarse. Tal vez sólo se trataba de un vago presentimiento. No era de vanagloriarse, aunque el capitán de "El Incansable" había contado algunas veces ese breve encuentro con una mezcla de orgullo y escalofríos. Mirando las tinieblas de la noche cerrada casi podía imaginar que esos ojos célebres y penetrantes seguían observándolo detrás de la serranía. El avance de la columna era lento y grave: los jinetes no podían superar el ritmo pesado de la infantería y había que marchar ensimismado pero despierto, con las armas listas. El capitán se dio cuenta de que aún sostenía el sable envainado con la mano izquierda, como si fuera a caérsele al piso. Lo soltó para que pendiera y se pasó una mano por la frente. Faltaba poco para clarear, lo sentía en las tripas. Después de tantos años de guerra y cuartel podía reconocer el advenimiento de la alborada con solo ver la insinuación de un destello. Ya eran casi las cinco, hora de probar suerte. Tiró de las riendas y se apartó de la fila, pegó tres gritos roncos y secos y dos húsares se despegaron del grupo y clavaron espuelas. Eran dos soldados cetrinos y ágiles. Salieron al galope con la orden de adelantarse y explorar el terreno, y su jefe los vio desaparecer por el mojón. El capitán no dijo una palabra, volvió al trote a la cabeza de la fila y retomó el paso preparando la paciencia para un largo rato. Pero los húsares lo sorprendieron volviendo a la carrera y frenando con vehemencia. ¡Caballería enemiga se escapa por el arrecife!, gritó el mayor, que se llamaba Juan de Dios y que era nadie. El capitán le habló con voz clara esta vez. Le ordenó que regresara a Aldea del Río, sobre el Guadalquivir, donde su jefe estaba acantonado, y que volviera con las instrucciones. Se salía de la vaina por atacar y su tropa esperaba ansiosa y angustiada, pero la ida y vuelta del correo los mantuvo media hora en ascuas. Al fin Juan de Dios reapareció con la noticia de que la misión era atacar a los gabachos y meterles bala y acero. El capitán montaba un caballo de cinco años, negro y con la crin y la cola recortadas, y llevaba fundas de arzón con dos pistolas. Rozó irreflexivamente las culatas con la vista perdida, y después levantó la cara, acarició los belfos de su montura y ordenó marcha ligera. La tropa, que le seguía cada uno de los gestos, hizo ruido de armas, campanilleos de espuelas y espadas, y crujir de fusiles y correajes. La columna cobró movimiento y se lanzó al ruedo. A razonable distancia del arroyo Salado, hacia la zona de los Amarguillos, el pelotón se detuvo y un oficial le pasó un catalejo. Dos jinetes de la avanzada francesa cruzaban el arroyo y se perdían en la vegetación. Estaban muy lejos como para darles alcance. El capitán era un hombre frío pero estaba muy caliente. A punto estuvo de lanzar, con ira, el catalejo al piso. A cambio de eso, llamó a los gritos a los dos guías arjonillenses y les explicó someramente la situación. Decidme como diantres les damos alcance a esos mosiús de la gran puta, dijo de corrido, torciendo la boca. Hay una trocha, mi capitán, le respondió uno de ellos. Había efectivamente un atajo imperceptible entre los olivares que serpenteaba hasta las faldas de una colina cercana y que salía a las casas de postas de Santa Cecilia. La caballería, seguida a la carrera por los infantes, se metió por esos senderos invisibles y llegó a destino cuando ya el sol se alzaba nítidamente en un cielo sin nubes. Desde esa posición no era necesario utilizar ningún catalejo. Se veía con total claridad una línea entera de jinetes imperiales que, confiados en su amplia superioridad, esperaban a los españoles para hacerlos pedazos. En esa situación, solo un demente se atrevería a darles batalla. Fue entonces que el capitán José de San Martín, oriundo de Yapeyú, extrajo su espada y, para estremecimiento de todos, gritó acompasadamente a sus húsares: ¡En línea! ¡Sables! ¡A la carga!
Continuará.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario