martes, 15 de abril de 2008

CAPÍTULO FINAL: LA MEDALLA DE BAILÉN.- LITERATURA HISTÓRICA


LA FRÍA CUCHILLADA DEL TIEMPO.- (adnCULTURA.- LA NACIÓN, Buenos Aires, Argentina) Por Jorge Fernández Díaz , de la Redacción de LA NACIÓN.
Treinta años después, San Martín, cansado y casi ciego, recorre Boulogne-Sur-Mer recordando el destino de los malogrados protagonistas de aquella batalla donde fue derrotado el ejército "invencible" de Napoleón.
Fue sumamente extraño. Treinta años después de aquellas crueldades, fatigado y algo perdido, el viejo general se encontró de pronto en el pequeño patio de las hortensias de su casa de Boulogne-Sur-Mer con aquella antigua medalla. Era un día de sol tibio e intermitente entre varios días grises, y se estaba terminando. El general dudaba entre un paseo por la ciudad amurallada y un breve descanso en ese rectángulo de flores donde solía quedarse un rato pensando en las guerras americanas. Tomó provisoriamente la segunda opción y se sentó en un banco. Las cataratas conducían sus ojos sin brillo hacia una ceguera, pero así y todo vio esa tarde el refulgir de la medalla caída. Un milagro de nitidez y pureza en una vida empañada y borrosa. El general tuvo que agacharse para levantarla y comprobar, con asombro, que efectivamente era una de sus condecoraciones. Desde hacía mucho tiempo sus dos nietas jugaban con ellas. La primera vez que se las había dado, Merceditas lloraba en un día de lluvia. Su madre, escandalizada, le había proferido una dulce recriminación. Pero el general le respondió encogiéndose de hombros: ¿Para qué sirve la gloria si no alcanza para detener las lágrimas de una chiquilla? Tal vez no era conciente de que estaba dictando una frase para la historia de la falsa modestia. Como sea, él jamás tocaba sus condecoraciones y sus nietas se habían acostumbrado de sacarlas del cajón, lustrarlas, portarlas y darles usos imaginarios. Se les tenía prohibido bajar con ellas al patio, pero a veces los niños no se atienen a esas disciplinas. San Martín examinó bien de cerca aquella pequeña pieza refulgente y extraviada. Era la medalla de Bailén. Reconoció su anverso ovalado, los dos sables ligeramente curvos y cruzados, y en su punto de unión la cinta de la que colgaba invertida un águila imperial napoleónica bajo una corona de laurel. En ese momento recordó la voz lejana del general Castaños. Casi podía verlo, luego de la capitulación, entrando en el cuarto de los ayudantes y diciendo, socarronamente, Al fin se rinden todos, águilas, aguiluchos y aguiluchillos . Hacía mucho que no veía al vencedor de Bailén, debía de andar por los noventa años, y alguien de Madrid andaba murmurando que luego de haber ocupado los más altos cargos en el reino de Fernando VII, Castaños estaba pasando una vejez llena de penurias. Nuestro destino es el olvido , se decía San Martín moviendo la cabeza. El marqués de Coupigny, héroe de la guerra de la independencia, se había tenido que defender, en proceso judicial, por haber nacido en Francia y por haber practicado la masonería. Tras el escarnio, sus perseguidores habían accedido a regañadientes a purificar su legajo y absolverlo. Pocos meses después, hacía ya más de veinte años, el marqués había muerto de mala sangre en su cama.

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