jueves, 15 de enero de 2009

CARL HONORÉ: “PRESIONAMOS TANTO A NUESTROS HIJOS QUE NOS LES DEJAMOS ELEGIR SU CAMINO”


La Vanguardia, Barcelona, España, 04Ene09
Texto de Ima Sanchís
Fotos de Carlos González Armesto
El inspirador de muchos de los movimientos slow, el escocés Carl Honoré, alerta ahora en su nuevo libro dedicado a la educación de los hijos sobre el exceso de exigencia y perfeccionismo. Bajo presión reclama calma, mucha calma, y el autor insiste en la necesidad de perder el miedo, confiar en uno mismo y en la propia capacidad para educar sin echar mano de mano

Hace tres años, este curioso historiador escocés que ejercía de periodista para el The Globe and Mail, el National Post, The Guardian, The Observer y The Economist, sorprendió al mundo con su libro Elogio de la lentitud, traducido a treinta lenguas, que se inspiró e inspiró todo tipo de movimientos mundiales en contra de la rapidez, desde el Club de la Pereza en Japón, la Sociedad de la Ralentización del Tiempo en toda Europa y el Movimiento por el Sexo Lento. Ya son 35 las poblaciones europeas que se han sumado a los principios de Petrini: “El placer antes que el beneficio, los seres humanos antes que la oficina central”.
Ahora lo vuelvo a tener frente a mí, tras recorrerse el mundo para analizar nuestro moderno enfoque de la infancia que esta dando como resultado niños hiperactivos, deprimidos, obesos, violentos e insatisfechos. Bajo presión nos muestra los estudios científicos más significativos sobre fracaso escolar, neurología, sociología y psicología, mezclándolos con tendencias educativas. Una mirada inteligente que nos advierte de los peligros de esta sociedad superexigente y mitificadora. De nuevo Honoré llama a la calma y al placer de la vida inteligente y emotiva, baluartes de lo humano, en contra del exceso de presión por hacer de nuestro hijos niños alfa, porque, tal como dijo Einstein, la educación es lo que queda cuando se ha olvidado todo lo aprendido en la escuela.

Cuarenta años y dos hijos de siete y nueve años, ¿qué le preocupa?
Para mí, el desafío más complicado es dejarles salir a la calle solos. Pese a todas las estadísticas que demuestran que nunca los niños habían vivido tan seguros y mi denuncia de absurdas medidas que les coartan toda libertad, yo también soy presa de los temores.
En una escuela inglesa han sustituido las corbatas tradicionales por otras sujetas con ganchos a fin de reducir el riesgo de ahogarse.
Sí, las preocupaciones sobre la seguridad de los niños han llegado al paroxismo. Otra escuela de enseñanza primaria de Attleboro, Massachussets, concluyó que el corre que te pillo suponía un riesgo para la salud y lo prohibió, le imitaron varios colegios. En muchas escuelas de Canadá y Suecia se han prohibido las peleas con bolas de nieve por cuestiones de seguridad. Profesores de todo el mundo informan de que, cuando las clases se van de excursión al campo, algunos padres les siguen en coche para asegurarse de que el pequeño está bien.

¿Al niño del siglo XXI se le cría en cautividad?
Sí, se le encierra en espacios interiores y se le traslada de un sitio a otro en el asiento trasero de un coche. Muchas escuelas de Suecia ya no dejan que los niños de 11 años vayan y vuelvan a casa en bicicleta solos.

¿Qué pasa?
Que cuanto menos hijos se tienen, más preciosos son y más se rechazan los riesgos; que los apretados programas que todos llevamos nos mantienen separados: cuanto más tiempo pasan juntas las familias, más fácil les resulta a los padres confiar en la capacidad de sus hijos de enfrentar los riesgos.

¿Y qué dicen los psicólogos?
Que cuando los niños están sobreprotegidos, es decir, cuando cada instante de su día está reglamentado y supervisado, la probabilidad de que de mayores sufran ansiedad y temores sube, y también el riesgo de que se busquen estímulos en las drogas, el sexo o la violencia.

Si el miedo paterno no se corresponde con la realidad, entonces, ¿cuál es el problema de los padres?
La pérdida de confianza en la capacidad de educar a nuestros hijos sin recurrir a los manuales. En realidad, todos conocemos a nuestros hijos mejor que nadie, pero la cultura del perfeccionismo nos insiste en que en algún sitio hay una receta perfecta para educarlos, y eso es un mito, una mentira.
La ONU advierte de que uno de cada cinco niños sufre algún desorden psicológico, y en Gran Bretaña cada 28 minutos un adolescente trata de suicidarse.
Estas cifras subrayan que el modelo actual de la infancia está fracasando, pese a que estamos invirtiendo más dinero, más energía y más tiempo en nuestros hijos que jamás en la historia. Hemos profesionalizado la paternidad, todo muy bien intencionado, pero no funciona. Para mantener el ritmo de ese exceso de actividad y exigencias sociales, los niños acaban medicados. El famoso Ritalin, un psicotrópico para frenar la hiperactividad, ha llegado a niveles epidémicos (más de seis millones de niños lo consumen en EE.UU.). Y hay un dato relevante: la depresión, la ansiedad infantil, el abuso de drogas y el suicidio son fenómenos más comunes en las clases adineradas que en las clases más humildes.

¿La presión?
Sí, sobre todo en las clases sociales adineradas, la niñez se ha transformado en una carrera contra reloj, y la paternidad ha pasado a ser un cruce de desarrollo de un producto y deporte competitivo, eso implica una presión aplastante y sofocante. Es algo que parte de la cultura del consumo y de que tenemos muchos recursos financieros para invertir en nuestros pocos hijos, que queremos convertir en niños alfa.

¿Habrá un punto medio?
En nuestra cultura parece que sólo hay dos caminos: o nuestro hijo va a la mejor universidad, toca el piano y es seleccionado por el mejor club de deporte, o es un desgraciado. Es una filosofía que afecta a todo, el cuerpo tiene que ser perfecto, las vacaciones, los dientes…, es una presión feroz. A muchos niños se les diagnostica déficit de atención e hiperactividad por motivos equivocados: en la actualidad, antes que cambiar el entorno donde vivimos, preferimos alterar nuestros cerebros para que se adapten al entorno. Consideramos la timidez, la tristeza, la duda, la culpa o la ira como enfermedad en lugar de rasgos inherentes a la condición humana. De hecho, cada vez más padres llevan a sus hijos de uno o dos años al psicoterapeuta para que les curen las rabietas.

Una cultura de mitos que empieza en el vientre de la madre…
El mito central es que si una cosa es buena para el niño, más y más pronto es mejor. El famoso efecto Mozart (unos investigadores averiguaron en los años 90 que escuchar música de Mozart mejoraba el razonamiento espacial de los universitarios) inundó las guarderías de música de piano, incluso los hospitales del estado de Georgia enviaban a todos los bebés a casa con un CD con piezas de Bach y Mozart. Resulta que ese efecto no dura más de 20 minutos y no hay prueba alguna de que afine el cerebro de los bebés.
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