sábado, 31 de enero de 2009

EN BUSCA DEL YO PERDIDO EN LA HABANA, DE GUILLERMO CABRERA INFANTE


La Nación, adnCULTURA, Buenos Aires, Argentina, 31Ene09
En la fotografía, Guillermo Cabrera Infante.
El autor de Tres tristes tigres construyó su obra alrededor de una ciudad inventada por él, exuberante de gracia y color, que sólo en parte coincidía con la capital de Cuba anterior al castrismo. Los juegos de palabras que iluminan sus novelas -aun La ninfa inconstante, aquella que ha dejado sin terminar y que presentamos en estas páginas-, el fino oído que le permite reproducir el habla de un pueblo, las asociaciones tropicales de sus imágenes contribuían a mitigar con la creación el dolor del exilio. En esa compleja tarea lo guiaba lo aprendido y soñado viendo el cine clásico de Hollywood
Por Edgardo Cozarinsky
Para LA NACION

La necromancia ha sido, siempre, uno de los impulsos primeros de toda literatura: se escribe para convocar a los muertos, a seres queridos que ya no nos quieren, a lugares donde alguna vez se fue feliz, sobre todo a ese muerto al mismo tiempo próximo e inasible que fue el autor en su juventud.
Las buscas del tiempo perdido que me interesan no ignoran necesariamente la proustiana, pero su objeto de deseo se encarna en la ciudad perdida. Joyce reinventó Dublín desde Trieste, una Dublín mitologizada en parodia homérica a partir de algunos nombres propios, de una topografía de la que había necesitado distanciarse para convertirse en europeo. En Berlín, en París, en Estados Unidos, Nabokov fue recuperando un San Petersburgo del que no podía sospechar que sólo durante algunas décadas iba a llamarse Leningrado. Cavafis, a partir de su erudición, convocó fantasmas helénicos y bizantinos de Alejandría en los intersticios de una ciudad amnésica, colonizada por las potencias mercantiles del siglo XIX.
Es ésta una necromancia que Guillermo Cabrera Infante practicó concienzudamente. A menudo citaba a Joyce: "Es peligroso dejar el país de uno, pero más peligroso aún es volver a él, porque entonces tus compatriotas, si pueden, te clavarán un cuchillo en el corazón"; en Mea Cuba reiteró la frase, suplantando "corazón" por "espalda". Sabía que no iba a vivir para volver a ver La Habana: aun si el régimen, ablandado, decrépito, lo hubiese invitado en un gesto de complaciente, interesado olvido, él no iba a encontrar el escenario de sus trasnochadas juveniles, menos aún la credulidad con que había dirigido Lunes de Revolución durante el breve período anterior a la imposición de una cultura dirigida según el modelo soviético.
También él, por lo tanto, debió reinventarse una Habana desaparecida en busca del difunto por excelencia: el joven que había sido. En su juego preferido con vocablos, idiomas y citas, buscó su propio fantasma: minucioso trabajo de montaje, durante el cual excavó y desenterró un escenario populoso, una Atlántida hundida, y lo recreó como ciudad de palabras. Y esa ciudad verbal debe mucho a la sintaxis y a la mitología del cinematógrafo.
"Recuerdo no sin estupor lo que le dijo un día un niño a Max Jacob: El cine se hace con los muertos. Se les coge, se les hace caminar y eso es el cine´." Cabrera Infante recuerda esta anécdota en Arcadia todas las noches , en el contexto de una celebración del más necrofílico de los films: Vértigo de Hitchcock, comentado en el contexto del mito de Orfeo y Eurídice y de la leyenda de Tristán e Isolda.

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"Pour l´enfant amoureux de cartes et d´estampes / le monde est égal à son vaste appétit..." Para los hijos del siglo XX, los mapas y estampas del niño baudelaireano han sido las sombras animadas, volubles, fugaces del cinematógrafo. Lo que fue para Borges la Encyclopaedia Britannica , casi inagotable repertorio de historias, de ilusiones de conocimiento y de poder, inventario de personajes y anécdotas disponibles para ser vueltos a contar, como los de las mitologías clásicas, lo fue para Cabrera Infante el cine clásico de Hollywood: crónica y fábula, como las que sustentaron toda la dramaturgia de Shakespeare, remake incesante que tergiversa o borra sus fuentes y al hacerlo, les asegura una anónima supervivencia. ("Cine estadounidense clásico" es, desde luego, una construcción de la mirada crítica e histórica; designa un fenómeno artístico apoyado sobre bases crudamente industriales; engloba irreconciliables como Hitchcock y Ford, Cukor y Hawks, con la imprescindible excepción mayor -Welles- y díscolas excepciones menores: Ray, Fuller. En esa fórmula, la identidad de un estudio puede ser más fuerte que la de sus artesanos bajo contrato: una fábrica de productos de clase B, digamos la filmografía completa de Monogram, configura una cosmogonía nocturna, marginal de Estados Unidos, más cautivante, y en cierto oscuro sentido, más reveladora que la lustrosa, alambicada opera omnia de la MGM.)
Hay una comprobación elemental, inmediata, de todo principiante que aborda la práctica del cine: en el montaje, es decir, en la ordenación de movimientos y sonidos, de gestos y palabras, se juega una continuidad, o si se quiere efectos de discontinuidad, que suscitan, como la combustión producida por el roce de texturas contrarias, una ilusión de vida. Estos procedimientos pueden estar sometidos a la intersección de la Historia y el gusto, es decir, de la moda, pero sus poderes no se agotan en las sorpresas y suspensos que pueden administrar.

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"Y trató de imaginar cómo se vería la luz de una vela cuando está apagada." Lewis Carroll presta un epígrafe a Tres tristes tigres , el libro capital de Cabrera Infante. La luz de la vela apagada que el autor intenta resucitar con palabras es la vida nocturna habanera de los años anteriores a la censura revolucionaria, la vana conversación literaria de amigos que dilapidaban sus noches en proyectos y polémicas sin día siguiente, los chiringuitos abiertos hasta el amanecer, la voz de la mastodóntica cantante de boleros Freddy: trama fragmentaria, discontinuidades que corresponden a la juventud del autor y literariamente son fieles a un principio de digresión constante, al non sequitur del Viaje sentimental de Sterne.
En el libro opera una noción de montaje que ya los formalistas rusos habían señalado, más allá del cine, en la articulación de materiales literarios, fueran narrativos o líricos. Godard sugería en una vieja entrevista que los escritores siempre habían soñado con hacer "montaje" en la página: disponer los elementos y dejar que entre ellos circule el pensamiento del lector... Todo escritor conoce esa forma de montaje que procede por tachadura, reescritura, desplazamiento y reordenación de frases y párrafos enteros, una y otra vez, desde mucho antes del cut and paste actual, hasta hallar la relación elusiva que, en el ámbito de la letra impresa, pueda producir aquella ilusión de vida.
El montaje cinematográfico se realizaba, antes de la irrupción de lo virtual, en una mesa que en inglés se llamaba editing table y en francés, table pour le montage ; en muchos países de habla hispana había adoptado por nombre el de la marca comercial que las fabricaba: moviola. Sobre ella, avanzando o retrocediendo en platos giratorios, imagen y sonido, separados, se ofrecían a la manipulación. Esas mesas donde se jugaba la vida del cinematógrafo me recuerdan otras mesas llamadas en inglés turning tables y en francés, tables tournantes : aquéllas alrededor de las cuales se convoca a los muertos durante las sesiones de necromancia que se dicen de "espiritismo".

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El espectador apasionado, niño y adolescente, se convertiría en el periodista G. Cain, seudónimo que halló una tardía supervivencia en el ocasional guionista cinematográfico. Fue coetáneo de los cineastas de la nouvelle vague que en vísperas de realizar sus films "hacían cine" como críticos en diversas publicaciones, la más famosa de las cuales se llamó Cahiers du cinéma y aún subsiste en un interminable crepúsculo. En La Habana como en París, el joven ávido de dejar una huella personal en el cine y la literatura, o en la vida misma, procuraba hace medio siglo valorizar aquellos aspectos de Hollywood que la academia de la época ignoraba o despreciaba.
Guillermo Cabrera Infante visitó dos veces su pasado de crítico de cine, más bien de espectador. En 1963, reunió sus notas periodísticas en Un oficio del siglo XX ; en 1978, recogió en Arcadia todas las noches conferencias pronunciadas en 1962; años más tarde, en 1998, recogería sus reflexiones de espectador maduro en una tercera, voluminosa colección con algo de summa : Cine o sardina . El primero de estos libros se ubica entre los cuentos de Así en la paz como en la guerra (1960) y la novela Tres tristes tigres , publicada en 1967 pero ganadora, con otro título, de un prestigioso premio en 1965. El segundo anuncia La Habana para un infante difunto , que aparece en 1979. El tercero puede ser leído como un satélite desprendido del planeta Mea Cuba (1992), recopilación de escritos políticos: arrebatos razonados de su rechazo del rumbo elegido por la revolución cubana, de la prolongada adulación que recibieron sus ídolos, del culto de la personalidad de su líder máximo. La distancia entre el joven impaciente de Un oficio... , que celebra regocijado los funerales de su álter ego crítico, y el desterrado de Arcadia... , que rescata su propia voz pasada de un país abandonado, es la que separa Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto . En ambos casos el cine interviene, no tanto como referencia cultural, sino como impulso, aun como herramienta.
Aquel cine que alimentó y dio forma al imaginario de Cabrera Infante, evidentemente, ya no existe. Triturado a partir de los años 80 por la ficción televisiva que remedó sus modos de producción en serie y copió su sintaxis narrativa, la producción industrial estadounidense, hoy regida por mecanismos financieros ajenos al mismo cine, corresponde a un paisaje social donde la publicidad, el video, el rock y la droga, imprevisibles para aquel espectador adolescente, son influencias insoslayables. Sólo en sus márgenes pueden hallarse esas chispas ocasionales de deseo por filmar que mantienen con vida cualquier noción posible de cinematógrafo. En Cine o sardina , Cabrera Infante demuestra que puede apreciar a Kiarostami y a Almodóvar, pero su afecto más sincero permanece fiel a In a Lonely Place [ En un lugar solitario ] de Nicolas Ray o Kiss me Deadly [ El beso mortal ] de Robert Aldrich, así como a la dimensión que regalaban a la imagen las orquestaciones de Erich Wolfgang Korngold, Bernard Herrmann y Miklos Rozsa.

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Los libros de ficción que Cabrera Infante alimentó con aquella pasión cinéfila no tienen nada de clásico. Si las llamamos novelas, es respetando la tradición de Cervantes, Fielding y Joyce, y no la de quienes dictaron normas estrictas para el género, como Flaubert y James. También Godard, que discernió los méritos menos evidentes en Lang y Preminger, realizó en su mejor momento obras profundamente ajenas al canon admirado, donde referencias a éste, citas o alusiones jamás adoptan la forma de la "imitación". Rohmer, estudioso devoto de Hitchcock y Murnau, elaboró una forma de análisis de sentimientos y conductas que, aunque sus personajes habiten torres suburbanas y dependan de la seguridad social, debe más a Marivaux que a aquellos cineastas. Y podría argüirse que los films menos triviales de Truffaut son los que más libertades se toman con el modelo estadounidense.
Impulso y herramienta, escribí. En este sentido todo texto resulta pre-texto dentro de un arte combinatoria cuyo ejemplo contemporáneo más claro es el de Borges: desconfianza hacia la noción de originalidad, certeza de que escribir es reescribir textos propios y ajenos, que el escritor es un oficiante cuya palabra está cruzada por otras palabras, su identidad un mero residuo, una ilusión positivista o psicológica.
El montaje de Tres tristes tigres pone en contacto, y -como en un assemblage necesariamente temporal en vez de espacial- en conflicto elocuente, relatos, conversaciones trasnochadas, ejercicios de pastiche, simples enumeraciones de nombres, diversiones paraliterarias como las han practicado siempre los lectores entusiastas que se entrenan para las letras en improvisados gimnasios de café, "revistas orales" de cualquier gran ciudad. La unicidad del libro reside en que su exceso, desborde, acumulación, superposición y yuxtaposición de prácticas, que encandilan al lector, tienen por propósito nombrar una ausencia: esa luz de una llama apagada que desde el epígrafe connota de sabiduría zen a Lewis Carroll. Como en James, donde la proliferación anecdótica suele tener por centro un vacío, una incógnita que no ha de develarse, el frenesí dilapidador de Cabrera Infante dice el nombre de una difunta: la vida nocturna de La Habana, en la que el escritor cifra su juventud. Cabrera, como todos, no la sabía irrecuperable en el momento de vivirla.

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En su forma original, el espectáculo cinematográfico ha sido la última instancia de ceremonia para la que el hombre debía salir de su casa y congregarse en un sitio sólo a ella destinado: como la religión o el teatro que de ella derivó, el cine (que a su vez amenazó, sin éxito, desplazar al teatro) portaba ese elemento arcaico que ha sido parte de su grandeza: como el que en España se mantiene vivo gracias a la tauromaquia. Los difuntos cines de barrio, transformados en supermercados, garajes o discotecas, hoy acogen otros ritos gregarios. Los ritos públicos o vergonzantes que propiciaban aquellas salas en su carácter original ocupan buena parte de La Habana para un infante difunto , la otra "novela" donde Cabrera Infante prolonga su historia de amor con la ciudad muerta. Menos espectacular que la anterior, esta enciclopedia de nombres y lugares habaneros procura vértigos no tan evidentes para el lector: el verismo pesadillesco de una pintura hiperrealista que, vista desde cierta distancia, parece una fotografía. Cabrera Infante ha contado que el origen de ese libro estuvo en una crisis padecida en 1972: sometido a una serie de electroshocks que le hicieron perder temporariamente la memoria, debió su recuperación, lenta, gradual, al hecho de poner por escrito todo nombre, atisbo del pasado, añico de recuerdos que pudiese suscitar un mecanismo asociativo y lo ayudase a salir de la oscuridad.
Para el lector que nunca ha pisado La Habana, hay una ciudad real que tal vez coincida sólo parcialmente con la que ocupa un lugar en el espacio llamado "real", y la ha conocido a través de este libro. La Habana "real", desde luego, seguirá existiendo por su lado, sin pedir permiso para sus cambios a quienes la convirtieron en mito; en sus paredes seguramente ya no hay afiches de una (para muchos) misteriosa bebida llamada Materva; tampoco en el solar de Zulueta 468 conviven el engañoso Rosendo Rey con las complementarias y contradictorias Fina y Chelo, ni en su azotea espera Nela a un entusiasta principiante. En La Habana para un infante difunto se agita una vida oscura, sobre todo informe, que cristaliza brutalmente, fugazmente, en un crimen, en un enamoramiento. Como ocurre en Tres tristes tigres , la conversación de materiales narrativos diversos, contradictorios, compone un moto perpetuo que es algo más que la suma de sus elementos. El impulso literario que ha transfigurado nombres y circunstancias -personajes incipientes, esbozos de anécdota- en estas ficciones centrífugas y les otorga existencia en esa twilight zone donde dialogan y se confunden memoria e imaginación -el predio tradicional de la literatura- es el mismo que hizo reinventar Dublín a Joyce y casi toda Rusia a Nabokov, y en el caso de Cavafis una Alejandría invisible. Todos ellos, como Cabrera Infante, han exorcizado una ausencia por la palabra.
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